En la subcategoría de discos escritos y compuestos durante pandemia, se trazaron rápidamente dos grupos. Aquellos que hicieron de la introspección y la urgencia su eje narrativo y quienes optaron por evocar la sensación del restringido contacto social. En este segundo grupo podemos ubicar a El diablo en el cuerpo, el nuevo álbum de Alex Anwandter.
En su cuarto disco, Anwandter despliega su habilidad y fino sentido musical en piezas que de forma invariable invitan a la pista de baile. Como explicó a este medio, la necesidad de volver a sentir el contacto social (después de dos años de distancia, permisos temporales y mascarillas), sumado a su mudanza a Nueva York, uno de los puntos claves en la cultura de la danza a nivel mundial, le sirvieron para dirigir su atención (las fotos promocionales de alguna forma evocan la legendaria sesión de John Lennon de 1974, aquella de la polera New York City). Eso explica el nombre del álbum, el volver a conectarse con la corporalidad, con el movimiento.
De allí que arranque con Maricoteca. El primer single de adelanto funciona como una declaración. La sensación de discoteca en una historia cargada de imaginería queer -en alusión a las discotecas gays- funciona como una apertura que resume los intereses de Anwandter. De allí, como si fuera una lista de reproducción pensada con cuidado, corren temas como Prediciendo la ruina, cuya larga introducción a tono de house clásico (la voz entra recién a los 44 segundos), marca un contraste con los sencillos que tienden a ser más directos.
En ese punto, Anwandter apeló a los detalles. En un álbum con un eje tan claro se corre el riesgo evidente de volverse repetitivo y homogéneo. Para ello, el músico mezcló diferentes beats incluso en la misma canción (un truco que ya mostraba desde sus días de Teleradio Donoso), pero a ratos parece como una playlist que puede sonar de fondo para amenizar una tarde lluviosa. Por ello inserta canciones como Tienes una idea muy antigua del amor (en colaboración con Julieta Venegas), un clásico tema con título declarativo, muy propio de Anwandter. Colgado de la frase melódica principal, el músico despliega un tema algo más contenido en que reflexiona sobre el desamor. “No tengo paciencia para explicarte que te amo y llevo siglos envenenado/mis amigas todas y cada uno sufrieron por este amo que es un secuestro y un encierro”.
También hay espacio para tributar a un amigo muerto por complicaciones del VIH/SIDA en la muy pop Pueblo Fantasma. Un tema de ritmo trepidante, que toma al oyente desde el arranque (un poco como lo hace As it was de Harry Styles) en un discurso directo, bien trabajado en el siempre difícil equilibrio entre la letra y melodía, aunque a ratos suena algo formulaico. Un track que se sostiene por las repeticiones colocadas con total sentido del pop.
El punto de quiebre llega con la sentida Balada de la impunidad. Un tema midtempo, que no es precisamente una balada al estilo más convencional, pero que de pronto recuerda pasajes de Rebeldes (2011), aquel fundamental álbum que lo presentó como uno de los nombres destacados de los solistas en la década del 2010. El bajar el tempo permite sumergirse en la letra, en que Anwandter retoma su discurso crítico hacia el poder, de alguna forma enlazando allí donde quedó Paco vampiro, ese explosivo sencillo de los días del estallido social. “Hay un ministro que la canta siempre/es favorita de un general”, canta. “¿Cuánto tiempo va a durar la balada?/ ya llevó décadas acá y la canción no es buena si no se acaba”, se pregunta en la única canción más política del disco, tomado distancia de lo que había lanzado en Latinoamericana (2018).
El costado social se va destilando a lo largo del álbum, como un conjunto de reflexiones críticas que surgen entre canción y canción, a la manera de un observador que conversa una cerveza en la barra, mientras en la pista de baile la gente sigue en lo suyo. En la encendida Unx de nosotrxs, lanza una reflexión sobre vivir como diversidad sexual (no por nada está Javiera Mena de invitada). “Y en la noche llévame a la Blondie/quiero sentir de nuevo que no hay futuro/pero a mí no me importa”, acaso en una actualización de “plata no tengo ni sueños tampoco”, que Alex lanzó en la canción que dio título a Bailar y llorar (2008) de sus días con Teleradio.
El tramo final retoma la fibra más pop. En Nuestra vida juntos, mantiene el tono de apelación a un otro, como comentando un flirteo que acaba de darse entre la pista de baile. “Quiero estar contigo en lo profundo/y da lo mismo que me quieras me hundo/ nado hasta la orilla y te sigo”, lanza en su estilo apasionado que habla de un todo o nada.
Aunque la música bailable parece la inspiración más evidente del álbum, en rigor, Alex Anwandter recorre buena parte de la tradición del pop. Desde la tragedia inherente a la balada latina, al pop brasileño que le fluye por su historia de vida, pasando por la música clásica postromántica, los discos de Marvin Gaye y la artesanía de Giorgio Moroder (tan cerebral como él al momento de construir música para la pista). En este disco, Anwandter parece más suelto y cómodo con el pop más desatado y es probable que este trabajo sea mencionado entre lo más destacado de su carrera. Con pocos puntos bajos, tampoco hay demasiado riesgo.
En el cierre remata con Tengo una confesión, otra colaboración, esta vez con Christina Rosenvinge, que suena como una suerte de diálogo mientras el amanecer marca el final de la fiesta. Por ello, los beats retroceden y le dan protagonismo a las capas de teclados y las voces. “Me vengo a despedir/y esta es mi confesión/soy un hipócrita/no creo en lo que soy”, detalla como dándole una resolución al hablante que ha soltado ánimo y pasos de baile en la discoteca. Las sirenas a lo lejos y el sonido callejero acaban de improviso con el álbum y marcan un crudo contraste. El retorno a la realidad nunca es feliz.