Un periódico de derechas rancias, espesas, conservadoras, o sea un periódico que me ve con ojeriza, ha publicado un titular tremebundo que dice: “Jaime Bayly en la insolvencia”.
En cuarenta años de vida pública, me han dicho de todo: pervertido, degenerado, drogadicto, invertido, sicario, mercenario, traidor a la patria, fascista, agente de la CIA, falso gay. Últimamente me han dicho: ballena, cachalote, manatí, hipopótamo. ¿Cómo podría probar que todo ello es falso? Imposible.
Sin embargo, ahora me han llamado “insolvente”. Según el diccionario, insolvente es el que no puede pagar nada, el que no es solvente, el que está abrumado de deudas y no puede honrarlas. O sea que insolvente es el que está quebrado, en bancarrota.
¿Soy insolvente o estoy insolvente, como dice el periódico de derechas rancias que mi madre lee con devoción? No, por suerte no lo estoy, nunca lo he estado. ¿Tengo deudas que no puedo pagar? No, no le debo plata a nadie. ¿Pago mis cuentas a tiempo? Sí, soy puntual en pagarlas. ¿Estoy quebrado, arruinado? No, tengo mucho dinero, tanto que no me preocupo demasiado por el dinero. De hecho, tengo tantas cuentas bancarias que a menudo no recuerdo las claves ni contraseñas. O sea, sospecho que soy rico, creo que soy rico. No enteramente por méritos propios, claro. Soy rico gracias a dineros de familia y a cuarenta años haciendo televisión. Soy entonces no insolvente, sino solvente. Viajo adonde quiero, pago los mejores asientos en los aviones, me alojo en los hoteles más confortables, me doy banquetes pantagruélicos en los mejores restaurantes. Ropa no compro: no me interesa, prefiero usar prendas viejas, con valor sentimental.
¿Por qué entonces el dueño de ese periódico de derechas rancias me ha llamado públicamente insolvente, mintiendo de forma grosera y alarmando a mi pobre madre? Porque a buen seguro ese señor desearía verme insolvente. Es decir que le gustaría verme quebrado, arruinado, sin un céntimo, y por eso escribe ese titular, sin importarle que sea falso. Y entonces: ¿por qué ese señorón de derechas, que yo creía mi amigo, saliva maliciosamente deseando que yo caiga en la insolvencia? ¿Por qué necesita verme jodido, miserable, misérrimo? ¿Qué gana él, si yo lo pierdo todo? No lo sé. Pero puedo especular.
Resulta que el dueño de ese periódico de derechas rancias al parecer me odia y por eso miente y me llama insolvente. ¿Por qué me odia? No le he hecho nada, no he dicho nada contra él, no he escrito nada contra él, simplemente no está en mi radar literario ni periodístico. Nunca me he ocupado de él, esta sería la primera vez y espero que sea la última. Cuando lo he visto en cafés y restaurantes, lo he saludado y le he dicho, exagerando claro, que no me pierdo su columna diaria de opinión política, que suele ser una cápsula de cianuro. Debo aclarar que ese señor, su esposa y sus hijos son todos inmensamente ricos, inmensamente solventes, en absoluto insolventes, lo que me alegra por ellos y sus descendientes.
Entonces, ¿por qué me odia así, tan de pronto? Solo encuentro una explicación tentativa: porque mi hermano le dio una paliza a su hijo. ¿Por qué mi hermano redujo a trompadas y patadas a su hijo, por qué lo dejo contuso y lesionado, hecho un guiñapo, un estropicio, un atado de nervios trémulos? Porque descubrió que el hijo del dueño del periódico de derechas rancias estaba coqueteando con su esposa, escribiéndole mensajes eróticos, citándola a encuentros furtivos. Y mi hermano y su esposa eran íntimos amigos del hijo del dueño del periódico de derechas rancias. Eran muy amigos, tanto que viajaban juntos a todas partes. Hasta que mi hermano descubrió que su gran amigo, o sea el hijo del dueño del periódico de derechas rancias, estaba tratando de acostarse con su esposa, o ya se acostaba con ella. Entonces mi hermano, que no es un señorito refinado como yo, le dio una paliza feroz a su amigo pérfido, traidor. No debió pegarle, pudo matarlo o dejarlo lisiado, y así se lo dije, con el profundo cariño que siento por él. Pero entendí su rabia, su frustración, su impotencia. Y su examigo quedó tan averiado que debió viajar a operarse. Y mi hermano se separó de su esposa, después de muchos años de matrimonio feliz. O sea, una pena, una desgracia, un trauma familiar que me dolió mucho y aún lamento.
Debo suponer entonces que el dueño del periódico de derechas rancias, que me ha llamado insolvente, me odia, u odia a mi familia, porque mi hermano le pegó a su hijo, que se había portado muy mal, traicionado la amistad, seduciendo a la mujer de mi hermano. ¿Y qué culpa tengo yo de todo ello? Ninguna. Pero los odios y los rencores no siempre son racionales. Entonces el dueño del periódico de derechas rancias ve a su hijo aporreado, hecho papilla, el rostro amoratado, los huesos rotos, víctima de una tremenda escabechina, y comprensiblemente odia a mi hermano, el causante de esa golpiza, y menos comprensiblemente me odia a mí también, y a continuación, sin prueba ninguna, me declara insolvente, en bancarrota. Lo que por lo pronto revela una insolvencia ética y moral de ese diario de derechas rancias: el buen periodismo no publica falsedades para linchar moralmente al adversario, al enemigo. Y eso fue lo que ese señor y sus sicarios periodísticos hicieron conmigo.
La acusación de que soy insolvente no solo es falsa, malintencionada, insidiosa: es también un disparate. Porque nunca le he pedido plata prestada a nadie. Nunca, a nadie. Cuando no podía comprar, alquilaba y ahorraba y después compraba. Nunca le he debido un centavo a ningún banco. Al contrario, he sido prestamista, acreedor, y me han estafado varias veces por creer cándidamente, como todo un bobo, en quienes me pedían dinero. Me estafó hace años un señor llamado Eugenio Lanata de las Casas: dicho señor estaba construyendo un edificio de lujo frente a un campo de golf, su hija era amiga íntima de mi primera esposa, le compré el penthouse de tres pisos, le pagué al contado, nunca terminó la obra, nunca me entregó el apartamento, lo perdí todo por tonto, por confiar en él. Me embromaron más recientemente dos señores llamados Rafael Zamora León y Juan Carlos Franco, de la empresa Numa: les di un dineral, firmaron que me lo devolverían en dos años con intereses, no cumplieron, han pasado cinco años más, ¡cinco años!, y aún no me devuelven mi dinero ni entretanto me pagan los intereses que se comprometieron a pagarme. Invertí en un fondo argentino y perdí casi la mitad, a estas alturas ya no sé si quedarme o salir perdiendo, no sé si los números que me dan esos geniecillos de las finanzas son confiables o me los dibujan y maquillan para engañarme.
Quiero decir: no solo no estoy en la insolvencia, sino que otros pícaros y trapaceros se han hecho solventes con mi dinero y no me han pagado lo que acordaron pagarme. Y sin embargo no les permito que estropeen o avinagren mi felicidad. Soy feliz y solvente, a pesar de ellos. Y así como me han estafado o me han embromado o me han timado, también he hecho inversiones estupendas que han fructificado y multiplicado mi patrimonio. Ni el mejor futbolista convierte en goles todos los penales que ejecuta. Si mete ocho de diez penales, no es un mal promedio. No por fallar dos penales, va a traumarse y dejar de patearlos. Pero algo he aprendido del faramallón que me embroma: no le des tu dinero a nadie, nadie lo va a cuidar mejor que tú mismo, y si no sabes invertir en acciones, en bonos o en instrumentos financieros sofisticados, invierte en algo seguro que controles y puedas entender.
Para terminar, al dueño del periódico de derechas rancias que sobresaltó a mi madre llamándome insolvente, le digo: no estoy insolvente, con suerte nunca lo estaré, y te ruego que no me tientes porque de pronto me asocio con mi hermano, el rey de la escabechina, y compramos tu libelo iliberal. Y al hijo del dueño del periódico de derechas rancias, el que traicionó a mi hermano, le digo: eres un mal amigo, un felón, un pérfido, y no merecías el afecto noble de mi hermano, que es un gran tipo.