Columna de Rodrigo González: Oppenheimer, vivir arrepentido
En la película de Christopher Nolan, nuestro héroe también paga otros costos. Mucho menos espirituales y más concretos. La película se hace cargo de este ascenso y caída de manera majestuosa, magnética, rimbombante y reiterativa al mismo tiempo. Hay que reconocer que las frases solemnes a veces sobran y los “grandes temas” se amontonan hasta abrumar.
¿Qué sucede cuando un físico teórico comienza a pensar más allá de sus narices y de la tiza y el pizarrón del aula? ¿O cuando los exactos intelectuales de los números leen poesía y se enamoran de cuestiones inasibles e inexplicables? ¿Son culpables de salirse de sus campos de interés? ¿Caen en trampas mortales? ¿Los políticos se los comen vivos?
Esto y bastante más es lo que le va pasando a Julius Robert Oppenheimer (Cillian Murphy) en Oppenheimer, la película de Christopher Nolan que retrata la vida del hombre detrás de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki. Todo lo que vino en los años siguientes fue el perfeccionamiento de aquella tecnología, empezando por la bomba de hidrógeno. Nada de esto es lo que quería nuestro científico, quien vivió el resto de su vida tratando de apagar un incendio que él mismo ayudó a iniciar, previniendo sobre los peligros de la mala utilización de la energía nuclear.
Hay bastante de cristiano, de culpa y de expiar los pecados en la postura de este hombre comprometido y opinante. Oppenheimer, que no era religioso, bautizó el proyecto Manhattan como Trinity (Trinidad), aludiendo a uno de los dogmas del cristianismo. Escogió un camino de piedras y pagó lo costos de ser el “padre de la bomba atómica”.
En la película de Nolan, nuestro héroe también paga otros costos. Mucho menos espirituales y más concretos. La película se hace cargo de este ascenso y caída de manera majestuosa, magnética, rimbombante y reiterativa al mismo tiempo. Hay que reconocer que las frases solemnes a veces sobran y los “grandes temas” se amontonan hasta abrumar, pero Nolan salva la fiesta gracias a su talento visual y al poder que tiene para transformar al cine en experiencia.
Para esto cuenta con un elenco superpoblado de estrellas. Murphy es Oppenheimer, Emily Blunt es su esposa Kitty, Florence Pugh es su amante, Matt Damon es el magnánimo general Leslie Groves, Kenneth Branagh es el físico danés Niels Bohr y Gary Oldman tiene una breve y magnífica intervención como el presidente Harry Truman. Todos orbitan alrededor de un genio fracturado, comprometido primero a desarrollar la bomba por su odio a los nazis y en aparente concordancia con sus credenciales políticas de izquierda.
Pero Oppenheimer es tan brillante en física como ingenuo en los asuntos domésticos y terrenales. Nunca fue tan bueno en el laboratorio como en sus explicaciones teóricas (una escena es reveladora) y tarde o temprano será presa de las aves rapaces. Es aquí donde hace aparición el personaje de Lewis Strauss (Robert Downey Jr., irreconocible), un millonario y sagaz operador político que será al mismo tiempo la salvación y la cruz del héroe.
Strauss, Truman y varios otros interesados, parecen no estar de acuerdo en que un científico vaya más allá de sus fórmulas. Oppenheimer, sin embargo, no es un físico común y corriente. La película, como tributo al personaje, tampoco es común, estándar y prefabricada. Es una experiencia.