Columna de Matías Rivas: Roberto Bolaño, la política y el Golpe
La voz de Roberto Bolaño -la que escuchamos al leerlo- no es ni aguda ni ronca, su tono es medio y claro. Es una voz que siempre va al grano, versátil y capaz de narrar a distintas velocidades. Consciente de sus recursos estilísticos, desea expresar sus repliegues sin aburrir. No es meditativa ni abstracta. Sí, concreta y cruda, eficaz para el sarcasmo y la melancolía, que son temples que lo caracterizan. Se puede oír con nitidez en las crónicas y ensayos personales que se encuentran en el volumen A la intemperie; también hay señales en sus entrevistas reunidas bajo el título Bolaño por sí mismo. Y, por cierto, en su ficción.
Son escasos los escritores talentosos y temerarios. A 20 años de su muerte se extraña su franqueza y distancia crítica. Se conjetura que existen diarios de vida, pero aún no hay datos por parte de la familia. Espero que algún día se libere su legado completo. Necesitamos conocer a Bolaño en todas sus dimensiones. Su correspondencia es igual de importante. Me consta que redactaba correos a alta velocidad.
Tiene una marca que cruza toda su obra: la resistencia al poder. Lejos de ubicarse en el sitio de las víctimas o en la esfera de los jueces, ocupó distintos papeles menores en el exilio: fue testigo silencioso, intelectual solitario y un izquierdista perdido. No era un especulador, sino un prosista ejemplar que vivía en la incertidumbre. Adhirió a la ética de Enrique Lihn y de Nicanor Parra, que consistía en incomodar y ejercer la crítica sin piedad ni miedo. Consideraba a Rodrigo Lira como el poeta fundamental de su generación, por sus textos cáusticos y su actitud insobornable.
En el relato Carné de baile cuenta lo que vivió el día del Golpe. Se presentó como voluntario a la única célula operativa del barrio. Eran pocos. “El 11 de septiembre fue para mí, además de un espectáculo sangriento, un espectáculo humorístico. Vigilé una calle vacía. Olvidé mi contraseña. Mis compañeros tenían 15 años o eran jubilados o desempleados”. Bolaño fue detenido mientras viajaba en bus de Los Ángeles a Concepción. Lo sacaron de la cárcel dos detectives, excompañeros en el Liceo de Hombres de Los Ángeles. En enero de 1974 abandonó el país.
Antes de partir se dedicó a recorrer librerías de viejos, “como una forma barata de conjurar el aburrimiento y la locura”. En la crónica Quién es el valiente señala: “Compré la Obra gruesa y los Artefactos, de Nicanor Parra, y los libros de Enrique Lihn y Jorge Teillier que no tardaría en perder y cuya lectura resultaría crucial; aunque crucial no es la palabra: esos libros me ayudaron a respirar”. En el último local que visitó, Bolaño tuvo una experiencia siniestra. Un tipo alto y flaco le dijo de sopetón “si me parecía justo que un autor recomendara sus propias obras a un condenado a muerte”. El tipo agregó que hablaba de lectores desesperados. Y dejó flotando las preguntas: “¿Qué libros le gustan? ¿Cómo se imagina usted la sala de lecturas de un condenado a muerte?”.
Quizá los detectives, íconos de la literatura de Bolaño, provienen de su experiencia con el terror y no sólo de sus lecturas. Están presentes en sus cuentos y novelas. Son policías que bordean la ley. No operan como una metáfora ni calzan con la realidad. Ambiguos y alienados se vinculan a poetas furiosos.
Cuando obtuvo el Premio Rómulo Gallegos pronunció el Discurso de Caracas. En unas pocas líneas sintetizó su relación con la política: “Todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del 50 y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, (…) a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era. De más está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería”.
¿Era Bolaño inocente al recordar las ideas revolucionarias de su época? No lo sé, pero suena nostálgico y rabioso. Hay un romanticismo anarquista indiscutible en su posición. El resentimiento es esencial en su poética. El exilio se convirtió en un asunto central. Fue una condición y un punto de vista. Desde ese lugar escribirá en la pobreza y la soledad. En México, junto a sus amigos poetas, emprendió campañas contra el poder y la sumisión de los artistas ante las prebendas del Estado. Una de sus obsesiones consistía en socavar la autoridad de figuras como Octavio Paz, Gabriel García Márquez y otros próceres.
En España, refugiado en el pueblo de Blanes, cerca de Barcelona, gestará sus obras cruciales. Dos de ellas abordan el tema de la dictadura. Estrella distante es la historia de un misterioso poeta, un asiduo a los talleres literarios durante el gobierno de la Unidad Popular, que después del Golpe muestra una nueva identidad: pasa a ser un piloto de la Fuerza Aérea que escribe en el cielo y que se empeña en crear una poesía relacionada con el crimen. En democracia desaparece y desata una intriga policial.
Nocturno de Chile está inspirado en la figura del crítico Ignacio Valente y su estrecha relación con personeros de la Junta de Gobierno. Su estructura es la de un monólogo delirante basado en hechos reales. En ella hace alusión al taller literario de Mariana Callejas y hay una escena de tortura. Susan Sontag le dedicó un texto a la versión en inglés: “Nocturno de Chile es lo más auténtico y singular: una novela contemporánea destinada a tener un lugar permanente en la literatura mundial”.
En ambos libros la política y la literatura están encarnadas en sujetos dobles, turbios. Son intelectuales zafados por el fascismo. El antecedente es La literatura nazi en América, su tercera novela, en la que asume a los sujetos infames en calidad de protagonistas.
La fama llegó tarde para Bolaño. Sin embargo, aprovechó esos años finales para trazar un mapa cultural de sus preferencias y desprecios. Armar su tradición fue uno de sus últimos empeños intelectuales, además de sacar adelante su obra monumental, 2666.
Estuvo atento a lo que pasaba con la democracia en Chile y era disconforme. Pero no dedicó demasiado espacio a su análisis. Se inclinaba por fenómenos puntuales. Comentó las grabaciones para ejecutar el bombardeo a La Moneda. Observa: “El humor del que hacen gala, es pese a todo, familiar”. Sostiene que pertenece ese registro al género de la pornografía. En Una proposición modesta se queja con desaliento del discurso político de los 90, pues según él tiende hacia “la penitencia incesante que sustituye el intercambio o la exposición de ideas”.
Había en Bolaño una fascinación por el salvajismo. Estaba con los que se padecen y detestó al estrato satisfecho de la sociedad. Vivió en el desasosiego y apostó por temas que oscilan entre la tristeza, la locura y la violencia. El placer de odiar, del que habla William Hazlitt, no le fue ajeno. La diatriba fue su arma preferida. Una de las más concluyentes se titula Sobre el expandido virus del escritor amigo del presidente: “El poder siempre ha sido, digamos, el viagra de los escritores chilenos. El poder representado por el presidente, por el millonario, por el mecenas, por el comité central del partido. A veces pareciera que los escritores chilenos tienen miedo a dormir solos o con la luz apagada”.
La frecuencia de Bolaño se escucha cada día más pesada. Su estilo era el de un francotirador. Sus frases suenan como balazos.