Al llegar de noche a la ciudad del polvo y la niebla, un tripulante de la aerolínea anuncia por el altavoz, en tono risueño, como si nos diera una buena noticia, que bajaremos por una escalera a la antigua, cargando a regañadientes nuestros bultos, y abordaremos un autobús, donde cada curva nos hará bailar una cumbia sin música de fondo: bienvenidos al caos.
Enseguida, al bajar del autobús, los viajeros caminamos deprisa, a toda velocidad, como si fuese una competencia atlética, como si hubiera un premio para quien llegase primero a la ventanilla del oficial de migraciones. En realidad, ninguno llega en primer lugar porque, al llegar, ya nos espera una fila larga y espesa que serpentea como una anaconda que agoniza. No hay premios, todos somos castigados por la exasperante lentitud de los agentes de la ley más o menos apáticos.
Después de pasar los controles de rigor, nos saluda el chofer, muy atento, quien nos conduce a la camioneta blindada, con lunas polarizadas, al tiempo que otros choferes me reconocen, me saludan a los gritos, me persiguen, majaderos, ofreciendo sus servicios, y me piden propinas. Tengo ante ellos, al parecer, fama de ricachón o dispendioso. Como no les doy propinas, pasan a decir cosas mezquinas a mis espaldas. Por lo visto, me aprecian solo cuando saco la billetera.
Decenas de semáforos en rojo obstruyen insidiosamente nuestra marcha desde el aeropuerto hasta el apartamento que poseemos en un barrio apacible de la ciudad. Cada semáforo en rojo, erigido cada tres cuadras como un tributo a la antigua idiotez humana, nos recuerda que estamos en una república bananera donde la vida se te escapa mientras sigues detenido largos noventa segundos hasta que cambie la luz a verde, si el semáforo no está averiado.
Nuestro apartamento está lleno de flores que, tan atenta siempre a los detalles, nos ha dejado mi madre, una santa. Nos recibe con abrazos y sonrisas nuestra querida asistenta, íntima amiga de nuestra hija. Lo que viene a continuación era predecible: nuestra hija corre a ducharse, a purificarse, a echarse cremas y lociones, porque es refinada en grado sumo y sufre con las suciedades que todo vuelo impone a los pasajeros; mi esposa se sirve una copa de vino; yo abro la nevera y me concedo la merecida indulgencia de un helado con el que he soñado hace meses, un helado que solo encuentro en esa ciudad del polvo y la niebla, un helado que de pronto me recuerda a los años de mi infancia, cuando comía todos los helados sin pagar el oneroso tributo del sobrepeso.
Al día siguiente es invierno, pero parece verano: resplandece un sol desusado, nos acaricia un aire tibio y hasta cálido, la ciudad se despereza con la modorra de un domingo a mediodía. En sombrero y con guantes, mi madre nos espera con los brazos abiertos y una gran sonrisa. Sentados a la mesa, toca la campanilla, traen la comida y mamá bendice los alimentos, al tiempo que nuestra hija reprime una sonrisa. Nos sirven un pescado en mantequilla negra, una ensalada de paltas, espárragos, tomates y hongos y el siempre bienvenido refuerzo del arroz con choclo. Que los flacos avinagrados prescindan del arroz con choclo: yo lo ataco con premura, mientras mi madre me mira de soslayo.
No se habla de política, menos mal. No se habla de cosas espesas, casi mejor. Hablamos de los temas que mi madre instala con su habitual ternura: las últimas películas que ha visto, los triunfos académicos de nuestra hija, los viajes incesantes de mis hermanos, la novela que mi esposa quiere escribir, los videos caseros que ahora grabamos todas las tardes, todo un éxito de suscriptores y espectadores. En el vasto jardín de la casa de mi madre, las palomas descienden para beber agua de las fuentes y de la piscina, y unos pájaros de pechos azules, amarillos y rojos vuelan de una rama a otra. Menos mal que ya no vive mi padre, pienso. Si viviera, ya habría sacado una escopeta y los habría matado a todos, a las palomas y a los pájaros coloridos. Cuando mi padre presidía aquella mesa que ahora gobierna mi madre con su campanilla, la risa estaba proscrita y la felicidad era una cosa sospechosa, afeminada. Ahora, por fin, podemos reír a gusto.
Mientras mi esposa me graba el video casero de esa tarde, yo sentado en una banca del jardín, mi madre, bien abrigada, lee el periódico de derechas rancias que es su biblia de las cosas políticas tribales, aldeanas. Le pido a mi madre si puede prestarme el ejemplar de mi más reciente novela, que le regalé meses atrás. Me sorprende: no lo tiene, qué pena, mil disculpas, se lo ha prestado a un sacerdote amigo, un curita que vive de la caridad de mi madre, un paniaguado más. Me pregunto en silencio: ¿habrá leído mi madre la novela, o se la cedió al curita amigo para que arroje agua bendita a los demonios que habitan en ella? No me lo dice mi santa madre, pero ella ha creído siempre que cuando yo escribo, es el diablo mismo quien me susurra dichas ficciones, dichos enredos, dichas truculencias. Cómo podría yo refutar las sospechas de mamá: imposible.
Los días posteriores me presento al final de la tarde en tal o cual librería y firmo centenares de ejemplares de la novela. Es un éxito de ventas, ha vendido millares de copias, desde luego termino firmando también las inevitables ediciones piratas. Resulta alentador que tantos de mis lectores sean jóvenes. Resulta inspirador que me digan que alguna de mis novelas les mejoró la vida. Resulta arduo dar consejos cuando me los piden. Suelo decir: sé libre, sé feliz, sé tú mismo. Luego me siento un charlatán. Tras la firma, viene la foto, o las fotos, y a menudo los mensajes de voz en los que debo fingir efusiones de afecto por personas que no conozco en modo alguno. No cualquiera aguanta tres horas firmando, sonriendo, grabando saludos y parabienes. Mis reservas de paciencia y humildad, de sonrisas inagotables, provienen de mi santa madre: ella me enseñó a sonreírle siempre a quien está desesperado por una mirada amable, por una sonrisa compasiva. No sé si soy un buen escritor, pero soy un buen amigo de mis lectores, y todos se retiran contentos. Tres horas después, me duele la cara de tanto sonreír. A duras penas puedo hablar. Será que el éxito a veces te abruma y deja mudo.
Hacia las once de la noche, me esperan en un restaurante a tres cuadras de mi apartamento. Ya saben lo que voy a pedir: la carne de res tan suave que se deshace en la boca, acompañada de puré de papas y arroz (de nuevo arroz, qué bendición), y de postre, el limón de convento. Manejando a mi casa, me detiene la policía. No he cometido infracción alguna, no me imponen una multa, los agentes desean hacerse fotos conmigo. A la orden, oficiales, siempre a la orden.
Tras jabonarme obsesivamente las manos y el rostro al llegar a casa, beso en la frente a mi hija que ya duerme, me pongo pijama y me echo en un sillón de la sala a conversar con mi esposa, que está tendida en otro sofá, también en ropa de dormir. Pienso: qué suerte tuve al conocerla hace quince años en esta misma ciudad, en un estudio de televisión al que ella acudió con su novio, el motociclista. Ahora esa mujer me ama, me ha dado una hija que es un tesoro y me alienta a seguir dando la batalla quijotesca de escribir novelas.
Pensé que ya nadie leía mis novelas, pero esta visita a la ciudad del polvo y la niebla ha desmentido esa ominosa sospecha: aún hay un montón de locos que me leen, además del curita amigo de mi madre.