La crisis se originó hace pocos días, en la ciudad del polvo y la niebla: mi esposa salió de casa a mediodía, anunciando que almorzaría con su hermano, y regresó a medianoche, masivamente alcoholizada, tanto que su rostro era una mueca y sus palabras un galimatías. Por lo visto, el almuerzo duró doce horas: seis en un restaurante de pescados y seis más en un restaurante oriental. No sé lo que comieron, no sé lo que bebieron, no sé lo que hablaron. Sólo sé que mi esposa volvió muy pasada de copas. Verla sentada a la mesa de la cocina, embriagada, comiendo granadillas, haciendo ruidos raros, me recordó a mi primera esposa, que también bebía mucho.
Quince años atrás, en esa misma cocina, en esa misma mesa, mi primera esposa, completamente borracha, sacaba linaza con las manos de un frasco de vidrio, se la llevaba a la boca, la masticaba ruidosamente y me decía que quería matar a cuchillazos a un periodista que la había tratado mal en la televisión. Luego abrió un cajón de la cocina, sacó el cuchillo y lo agitó, cortando el aire, diciendo procacidades. Me asusté de verla tan borracha. En vano le pedí que dejara de beber. Puesta elegir entre el vino y yo, naturalmente eligió lo primero. Sierva del vino, se enamoró, como era lógico, de un francés.
Mi padre era alcohólico. Todo el tiempo estaba tomando whisky, vino o cerveza. Cuando bebía, se ponía necio, bruto. Ya era necio y bruto estando sobrio, pero el trago empeoraba las cosas. Mi madre sufría, le escondía los licores, los vertía en los inodoros o en el lavadero de la cocina. Papá nunca dejó de beber. Una vez borracho, insultaba y daba bofetadas a quienes éramos víctimas de sus estallidos de furia. Al ver cómo mi padre se desintegraba moralmente estando ebrio, cómo se convertía en un demonio o un bicho malo, decidí que no tomaría una copa, nunca. Soy abstemio, rigurosamente abstemio. No bebo ni media copa de champán en navidad o en mi cumpleaños. Detesto lo que el exceso de alcohol hace en las personas: las envilece y acanalla, las vuelve mezquinas y vulgares, necias y brutas. Por eso soy abstemio a mucha honra.
El padre de mi esposa también fue alcohólico. Ahora, cerca de cumplir ochenta años, ya no bebe más. Se curó, se reformó, se salvó. Mal que mal, prolongó su vida. Ahora toma bebidas gaseosas o limonadas. Mi esposa dice que, cuando su padre bebía, se volvía ácido, corrosivo, y decía cosas hirientes, y vertía palabras burlonas, impiadosas, rebajando y humillando a cualquiera que tuviera enfrente. Es decir que el trago lo convertía en un borracho desalmado. Es decir que el trago, como a mi padre, sacaba lo peor de sí mismo.
Sin embargo, mi esposa, que vio cómo su padre se tornaba insoportable en sus tiempos de alcoholismo, bebiendo con sus amigos del club de playa como si no hubiera mañana, no parece tener miedo de convertirse ella misma en alcohólica. Eso me angustia y me llena de dudas. Porque todos los días, y casi a cualquier hora, ella está bebiendo, sea vino tinto, champán o cerveza. Cuando desayuno un jugo de naranja, ella bebe champán. Cuando cenamos juntos, toma tres copas de vino, y si son cuatro, mejor. Cuando sale con sus amigas, regresa pasada de tragos. Cuando va a la playa, se echa en la sombra y le pide al camarero un vino tras otro, un champán tras otro. No hay día que no tome alcohol. No sé si eso la convierte en alcohólica, en casi alcohólica, o en candidata a ser alcohólica. Pero la otra noche, después de pasar doce horas bebiendo con su hermano, regresó a casa en un estado tan calamitoso que, claro, odié a su hermano.
Su hermano es un pícaro encantador. Vive endeudándose. Hace años me pidió dinero para pagar parte de sus deudas. Se lo presté. No me lo ha pagado ni muestra interés en hacerlo. Volvió a pedirme dinero, bastante más, y no quise prestárselo porque ya era evidente que no me pagaría. Por lo visto, le parece divertido tomar alcohol doce horas seguidas con mi esposa, es decir con su hermana menor, hasta terminar los dos hechos unos guiñapos, unos estropicios. Yo no lo encuentro divertido. Al contrario, me parece inquietante. Emborracharse no trae nada bueno. Ninguna persona se enriquece o se supera o se eleva estando embriagada. El consumo excesivo de alcohol aturde e idiotiza al mejor bebedor. Ninguna crisis de alcoholismo tiene final feliz. Termina muy mal, o mal, o regular, pero nunca bien.
Sierva del vino, todo el tiempo buscando una copa más: mi esposa la pide en el salón de espera del aeropuerto, antes de que despegue el avión, durante el vuelo. Sin embargo, cuando estamos en casa de mi madre, se cuida y no se atreve a pedir un vino. Pero cuando está con mis hermanos, que también son bebedores bravos, se suelta y pide un vino tras otro y ya no hay manera de detenerla.
Tengo la impresión de que ella piensa que cuando toma vino es más refinada y sensible, más lúcida y perspicaz. Cree que cuando está tomando unos tragos es mejor artista o escribe mejor. Yo discrepo. Yo la veo borracha y pienso: ella cree que es más genial, pero no lo es, al contrario, es menos genial, es más vulgar. Porque el borracho no se ve a sí mismo con nitidez y se engaña y cree que no está tan mamado y que es más inteligente que cuando está sobrio. Esa es mi percepción: dos o tres copas de vino no te hacen una mejor persona, pero sí una persona más débil, más dependiente, más vulnerable, sin contar el previsible malestar del día siguiente.
Así como mi madre no pudo evitar que su esposo fuese un alcohólico malhumorado y despótico, incapaz de una broma a expensas de sí mismo o de una palabra afectuosa a su mujer, yo no puedo impedir que mi esposa tome todo el alcohol que le dé la gana. No puedo prohibirle nada, ella es una mujer libre, ella elige qué toma y cuánto toma y con quién lo toma, y si elige emborracharse doce horas seguidas con su hermano, yo solo puedo observar los daños y calcular la distancia que me conviene para no terminar dañado yo también. Puede que, como mi padre y el suyo, esté en su destino ser alcohólica, no lo sé, pero me temo que, a estas alturas, no hay nada que yo pueda hacer, salvo resignarme y acompañarla en el arduo oficio de sobrevivir.