Esta película, como ya se desprende desde su título, abarca más de lo que puede. En su propuesta hay ecologismo de base, rechazo al patriarcado milenario, custodia de la maternidad castrada, defensa de la identidad de género, alegato contra las empresas predadoras, historias de lazos familiares, cuentos de fantasmas y hasta una reivindicación de los motoqueros. Parece demasiado, pero hay que reconocer que el talento de la directora chilena Francisca Alegría casi la hace salir victoriosa de la prueba.
Alegría filma el sur chileno, en este caso la zona cercana a Valdivia, con un poder hipnótico envidiable. El problema, ya se sabe, es la ambición temática. Los ingredientes en exceso. La mezcla que descoloca y abruma complotando contra toda la fuerza que su directora le imprime a las imágenes.
Todo parte con una toma en detalle del verde follaje sureño que poco a poco va trepando a través de los troncos y ramas de los árboles hasta exhibir un plano casi cenital que se posa sobre un río cristalino y su ribera. Es un auténtico manifiesto cinematográfico y llega a aturdir.
Una mujer emerge de ese mismo humedal en el que ya hemos visto que no todo lo que brilla es oro (los salmones agonizan en sus orillas) y va vestida como una motociclista de los años 70, con un casco grande y algo oxidado. Casi parece un guiño a alguna película B sobre monstruos del pantano. Ella es Magdalena (la argentina Mía Maestro), quien no articula una sola palabra en toda la película y que ahora se desplaza sorprendida por el pueblo donde alguna vez intentó sin fortuna formar una familia junto a Enrique (Alfredo Castro), su esposo agricultor.
Pronto nos enteramos de que es una aparición del más allá, pues todo el mundo sabe que se suicidó tirándose al mismo río del que acaba de salir. Ya han pasado más de 40 años y sus hijos Cecilia (Leonor Varela) y Bernardo (Marcial Tagle) tienen disímiles destinos: ella es una exitosa doctora de clínica privada en Santiago y él se quedó en el sur, con la cabeza gacha en la vida, trabajando en la lechería donde su padre Enrique lo mira con desprecio.
Pero nada es tan simple como parece y menos en el primer largometraje de Francisca Alegría. Cecilia tiene dos hijos y su personalidad inflexible le impide entender que el mayor, Tomás (Enzo Ferrada), quiera ser reconocido como la mujer que se siente.
Este torbellino de experiencias confluye cuando toda la familia se reúne en el sur. Un buen segmento de la segunda parte de La vaca que cantó una canción hacia el futuro se sostiene en la habilidad de Alegría y del director de fotografía Inti Briones para deleitarse en el frío paisaje austral y en los rostros de las vacas lecheras de Enrique. Las palabras sobran y uno entiende porque el personaje de Magdalena funciona sin hablar. Con tal talento para poner la cámara bastaba confiar en las expresiones, en lo que no se dice, en las causas que llevamos dentro y conocemos de sobra.