La tía Inés enviudó hace dos años o poco más. A su esposo Juvenal le dio un infarto, mientras fornicaba en un hotel con una prostituta de lujo. La noticia salió en los periódicos, en las páginas policiales. El chisme era demasiado bueno y se esparció deprisa, era inevitable. La pobre tía Inés quedó desolada. Ya era una mujer mayor, tenía sesenta y ocho años. Había dedicado toda su vida a servir y cuidar a su marido, y de pronto Juvenal se le murió así, con escándalo policial, sobre el cuerpo cálido de una mujer alquilada.
La tía Inés guardó luto riguroso. No salió de su casa durante un mes. Tenía miedo de que sus amigas del club, de la parroquia, de los naipes, se burlasen de ella porque toda la ciudad supo que el tío Juvenal, un empresario respetado, exportador de uvas, colapsó jadeando sobre una prostituta de quinientos dólares la hora, en un hotel del centro de Miraflores. La tía Inés había sido muy religiosa toda la vida, de misa sin falta los domingos y de rezarle al Señor de los Milagros en octubre y hasta vestir el hábito morado en casa, pero cuando su marido murió en tan bochornosas circunstancias, sufrió una crisis de fe y dejó de rezar.
Un domingo, sin embargo, regresó a la iglesia de Miraflores, frente al parque central. Como siempre, se encargó de pasar la canasta, pidiendo limosna a la feligresía. Al terminar de recoger las magras donaciones de los fieles, sufrió un impulso ciego, repentino. Entró al despacho del cura con la canasta, vació todos los billetes y las monedas en sus bolsillos y se retiró encantada, eufórica, invadida por una felicidad plena y rotunda que no había sentido en años, quizás en décadas. En ese momento, la tía Inés descubrió (nunca es tarde para saber la verdad) que era atea y cleptómana.
Desde entonces, se dedicó a robar con astucia y sigilo, por puro placer morboso, siguiendo los oscuros dictados de su voz interior. Era una mujer rica, acomodada, que no necesitaba dinero. Robaba porque los hurtos, atracos y latrocinios la hacían feliz, porque eran una manera tardía de sentirse libre, de emanciparse de todas las servidumbres estúpidas a las que se había condenado la vida entera para ser una mujer decente, honorable, respetada. Robaba porque ya no le interesaba ser una mujer decente. Quería ser feliz. Y nada la hacía más feliz que atracar a las almas más pías.
Dentro de las variadas modalidades de hurto morboso que practicaba en el supermercado, en ciertas tiendas exclusivas, en las bodegas de su barrio, y en las casas de algunos de sus familiares, a los que secretamente empezaba a aborrecer, la que más le excitaba era robarles a sus amigas de toda la vida, con quienes jugaba a los naipes una vez por semana. Las reunía en su casa, les daba de comer y beber, y, fingiendo que se dirigía al baño, entraba al vestíbulo donde ellas habían dejado sus bolsos, sus carteras y sombreros, sus abrigos y sacos de pieles, y se extasiaba sustrayéndoles un billete o dos, con suma delicadeza, no fuesen a darse cuenta sus amigas.
Un día cualquiera, sin explicación alguna, la tía Inés compró una potente moto de color rojo chillón, rojo como la capa de un torero. Desde joven había escondido o pospuesto esa fantasía, la de conducir una moto colorada y veloz, y ahora había llegado el momento de concederse esa dicha largamente postergada. Como estaba en buena forma física, pues nadaba todas las mañanas en la piscina de su casa y tomaba polen y uña de gato y nunca había fumado tabaco ni bebido mucho alcohol, aprendió sin dificultades a montar en moto. Era feliz zigzagueando deprisa por el malecón de Miraflores, acelerando de súbito, haciendo rugir su motocicleta, sintiendo cómo el viento le despeinaba las canas. Porque la tía Inés no usaba casco, decía que los cascos eran para los cobardes, y había dejado de pintarse el pelo cuando murió su esposo.
Montando en moto cerca del mar, un muchacho tuvo la osadía de ofrecerle marihuana, y la tía Inés decidió, por qué no, fumarse un porrito. Esa tarde, sentada sobre su moto, detenida en una curva del malecón, mirando el mar oscuro allá abajo, las olas encrespadas del océano Pacífico, algo cambió radicalmente en su vida: descubrió que, así como le deleitaba robar sin necesidad, el hábito de fumar marihuana le procuraba unos placeres secretos, inesperados, inenarrables. Y entonces empezó a fumarla con la misma devoción con la que antes había cuidado abnegadamente a su marido Juvenal.
Como se había vuelto tan independiente y ahora gozaba de estar sola y entregarse a sus vicios privados, ya no le interesaba participar de las reuniones familiares, ni visitar a sus hermanas, ni asistir a los bautizos, primeras comuniones y cumpleaños, ni llevarles regalos a sus sobrinos. Descubrió, y se propuso no ocultarlo, que los niños, todos los niños, la irritaban de un modo inexplicable. No tenía vergüenza de decir a los gritos, sin conocer a la familia a la que se dirigía, cuando se encontraba en una cafetería o una heladería:
-¡Qué niño tan odioso! ¿Alguien puede tener la delicadeza de callarlo, por el amor de Dios?
Cuando sus amigas de los naipes celebraban el nacimiento de un bebé en la familia y decían que era precioso, que tenía la nariz del padre o los ojos de la madre, esas cosas dulces que suelen decir las mujeres contemplando a un bebé, la tía Inés se impacientaba y les decía:
-Todos los bebés son iguales de insoportables, tienen la cara chancada y son máquinas de hacer ruido. Y además no sé por qué las mujeres siguen pariendo como vacas, si el mundo es una mierda sin remedio.
Como la tía Inés decía esas cosas y la gente se escandalizaba y ella ya no toleraba a los niños engreídos y chillones, dejó de ir a los eventos familiares y se encerró en su mundo, aunque ocasionalmente participaba de alguna actividad social, principalmente bodas, con el escondido propósito de desvalijar a los anfitriones y rapiñarles algún cenicero de plata, algún billete arrugado, alguna chuchería fina que le entrase discretamente en los bolsillos.
Esos años, sus años de atea, cleptómana, fumadora de hierba y enemiga de los niños, fueron los más felices de su vida, y solo fueron ensombrecidos, si acaso, por la culpa esporádica de haber descubierto tan tarde su verdadera identidad de atea y cleptómana, después de tantos años de sumisión y sometimiento a las reglas no escritas del honor social.
Una mañana de verano, serpenteando a toda prisa por el malecón de Miraflores, presumiblemente bajo los efectos sedantes de la marihuana, la tía Inés perdió el control de la moto y rodó por los acantilados. La policía cubrió su cadáver con las hojas del mismo periódico que, pocos años atrás, hizo un festín desalmado con la muerte del tío Juvenal. En sus bolsillos, encontraron varios billetes de libras esterlinas, que luego se descubrió que pertenecían a sus amigas de los naipes, además de chocolates y gomas de mascar que había hurtado esa mañana en la bodega de los chinos, y una bolsa de marihuana y un papel con el teléfono de un muchacho llamado Rommel, que ofrecía servicios sexuales a domicilio.