Columna de Rodrigo González: La Memoria Infinita, alguien que me cuide
A la larga, en cualquier caso, el mejor recurso es el tiempo y la dedicación que Paulina Urrutia le entrega a Augusto Góngora. Es una muestra de amor inclaudicable, tamizado con risas, lágrimas y las miradas que ambos se prodigan entre sí.
De alguna u otra forma Maite Alberdi ha ido acercándose a temas y realidades difíciles con una madurez y calidez humana envidiables. Es una tarea arriesgada pues se camina en la cuerda floja y la posibilidad de caer al abismo de la sensiblería está a la vuelta de la esquina.
¿Cuántas notas lacrimógenas y con golpes bajos sobre la tercera edad, el síndrome de Down o los asilos de ancianos se han hecho en los cientos de malos programas de televisión del mundo? Todos ellos son temas que Alberdi exploró en sus filmes La Once (2014), Los Niños (2016) y El Agente Topo (2020), respectivamente.
Ahora le llegó el turno al Alzheimer, una de las enfermedades más inclementes de nuestra época. Cuando quien sufre el mal es alguien que además ha trabajado toda su vida con registros, preservación y testimonio, la cuestión parece un guión del diablo, una ironía insufrible. Esto es lo que le pasó al periodista Augusto Góngora (1952-2023), quien durante la última década de su vida transitó atado a este mal degenerativo y dónde ciertas facultades mentales como la memoria pierden sentido.
Para efectos narrativos, la co-protagonista de La Memoria Infinita es la actriz Paulina Urrutia, segunda esposa de Góngora y su compañera por más de 20 años. Juntos enfrentan la enfermedad y juntos despiertan, pero también mueren un poco cada día. Esta cadencia, que oscila entre la relativa lucidez y buen humor de Góngora al inicio, y la oscuridad y frustración posterior, es particularmente bien captada por el ojo sensible de Alberdi.
Debido al confinamiento impuesto por la pandemia, hay varios segmentos que debió filmar la propia Paulina Urrutia. A veces, ambos parecen dos personas abandonadas a su suerte en medio de una realidad semi-apocalíptica, con evidentes consecuencias para la salud de Augusto Góngora. Son escenas algo borrosas y desenfocadas, muestras de la urgencia de una filmación casera.
Estos pasajes contrastan con los que dirigió Alberdi, deudores de su habitual pulcritud en la puesta en escena y donde se van colando canciones de Manuel García, algunas reversionadas para el filme. Es probable que a veces la música sobre, pero por otro lado funciona como un recurso necesario para acompañar (o suavizar) los tramos más duros de la película.
A la larga, en cualquier caso, el mejor recurso es el tiempo y la dedicación que Paulina Urrutia le entrega a Augusto Góngora. Es una muestra de amor inclaudicable, tamizado con risas, lágrimas y las miradas que ambos se prodigan entre sí. Va quedando eso y el gato curioso que los acompaña en casa. O eso y el atisbo de un recuerdo que se le escapa para siempre a Augusto. O eso y un chiste sobre el cerebro humano que hace reír a Paulina.
Eso es, después de todo, el lazo emotivo de una pareja, la tabla de salvataje en un imprevisto naufragio. Ojalá todos tuviéramos aquel salvoconducto en tiempos de guerra.
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