La primavera de 1970 traía tensión en el ambiente. En las elecciones presidenciales del 4 de septiembre, el candidato de la izquierdista Unidad Popular, el doctor Salvador Allende Gossens había conseguido la primera mayoría relativa, con poco menos de 40 mil votos de diferencia respecto al candidato que había conseguido el segundo puesto, el expresidente de derechas, Jorge Alessandri Rodríguez.
Como por entonces no había balotaje, la Constitución de 1925 determinaba que era el Congreso pleno el que debía decidir. Pronto comenzaron las negociaciones para obtener los votos claves de la Democracia Cristiana. Pero mientras la elección comenzaba a decidirse en los pasillos del Congreso y los salones de las sedes de los partidos políticos, en Washington miraban con atención lo que pasaba. El gobierno de Richard Nixon no podía tolerar que al sur del continente, un marxista llegara a la presidencia. Menos si era por las urnas.
“No veo por qué tenemos que permitir que un país se haga comunista tan sólo porque su pueblo sea irresponsable”, dijo el secretario de estado, Henry Kissinger, en una reunión del Consejo Nacional de Seguridad. Con la posibilidad cierta de la ratificación de Allende en el Congreso, que iba a sesionar el día 24 de octubre, el presidente Richard Nixon comenzó a mover las piezas.
“La embajada no tiene que participar. Hay 10 millones de dólares a nuestra disposición, más si es necesario. Plena dedicación, con los mejores hombres que tenemos. Hay que arruinar la economía. El plan tiene que estar listo en 48 horas”, anotó el jefe de la CIA, Richard Helms, tras una reunión en la Oficina Oval el 15 de septiembre de ese año, según se comprueba en documentos desclasificados.
Días después, Kissinger escribió al agente de la CIA en Santiago, Henry Hecksher. “La política establecida y continuada es que Allende sea derrocado mediante un golpe. Sería preferible que ocurriera antes del 24 de octubre, pero los esfuerzos para lograrlo continuarán pasada esa fecha. Seguiremos ejerciendo las máximas presiones y utilizando todos los recursos apropiados para alcanzar el objetivo. Es imperativo que estas acciones se realicen de forma clandestina y segura, para que el USG [Gobierno de EE UU] y los norteamericanos queden a resguardo. Ello nos obliga a ser muy selectivos al hacer contactos militares”.
Para concretar un golpe y así impedir la ratificación de Allende, la CIA necesitaba contar con los militares chilenos. Pero el comandante en jefe del Ejército, general René Schneider Chereau, era un firme defensor del respeto a la institucionalidad. Así lo dejó en claro en una entrevista a El Mercurio, en mayo de 1970 y en sus declaraciones posteriores en que subrayó las obligaciones constitucionales de neutralidad y prescindencia política. Su postura, que se llegó a conocer como la “Doctrina Schneider”, fue un formidable obstáculo a las pretensiones de la CIA. Mientras estuviera él al mando, el Ejército no se iba a prestar para una aventura golpista, por entonces algo común en Latinoamérica.
Por ello, la idea de Washington era generar las condiciones para una sublevación militar. “El complot era pagar y apoyar una acción contra Schneider, porque era un comandante en jefe, el militar de más alto rango, que apoyaba la Constitución y, por ende, las elecciones y sus resultados. Los otros generales de rangos más bajos no podían movilizar sus tropas sin su permiso. Sin él, significaba que el general Camilo Valenzuela podía escalar”, apunta Peter Kornbluh, autor de Pinochet: los archivos secretos (Memoria Crítica, 2003) en declaraciones a El País.
La violencia fue en aumento. Grupos organizados vinculados a la extrema derecha hicieron explotar bombas en las Torres de Tajamar, el aeropuerto de Pudahuel, Canal 9 de televisión, los supermercados Almac de Américo Vespucio y de Vitacura, el Instituto Geográfico Militar, la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, la estación eléctrica de Colina, y la Bolsa de Comercio de Santiago. Incluso, hubo hasta intentos de atentar contra el mismo Salvador Allende.
El 22 de octubre, un comando extremista vinculado al general Roberto Viaux (quien encabezó el “Tacnazo” en octubre de 1969) intentó el secuestro del general Schneider. Allí figuraban jóvenes que con los años han sido vinculados al naciente Movimiento nacionalista Patria y Libertad. Habían fallado en unos intentos previos, pero a eso de las 8.10 de la mañana, lograron interceptar el automóvil en que se desplazaba Schneider en la calle Martín de Zamora, casi al llegar a Américo Vespucio. “Actuaron con armamento proporcionado por la CIA que les entregó el coronel Paul Wimmert (agregado militar de la Embajada de Estados Unidos) y recibieron 25.000 dólares”, detalla el investigador Mario Amorós en su libro Allende, la biografía.
Los secuestradores se bajaron, rodearon el automóvil de Schneider y destrozaron a martillazos los vidrios y la puerta lateral derecha. El general buscó su revolver para defenderse, momento en que los extremistas le dispararon sin más. Le impactaron tres tiros, pero bastaron para dejarlo malherido.
El general fue trasladado al Hospital Militar, donde agonizó tres días. En Washington la noticia llegó al salón Oval. Los documentos desclasificados revelen que Kissinger le comentó a Nixon lo que había ocurrido en el secuestro fallido, “El movimiento siguiente debería haber sido la toma de posesión del Gobierno [por parte de los militares], pero no ha ocurrido”. Finalmente falleció la madrugada del 25 de octubre, un día después de la ratificación de Allende por el Congreso Pleno. La sangre derramada del general, no había servido de nada.