Durante las primeras dos décadas del siglo XX, los pueblos originarios conocidos como Osage se transformaron en los habitantes con el mayor ingreso per cápita del mundo. Concentrados en la esquina noreste del estado de Oklahoma (en el oeste estadounidense), los Osage tenían casas lujosas, autos de primer nivel, vestimentas impecables y normalmente un chofer los llevaba a todas partes. Este sirviente acostumbraba a ser, no pocas veces, blanco. Era una realidad invertida.

Poseedores por derecho propio de los pozos petroleros de la zona, los Osage se convirtieron en la envidia y posterior presa del cazador al acecho. El predador blanco, por cierto. Estadounidenses promedio que llegaron a la zona cargando esperanzas, ambición y sed monetaria, vieron acá la oportunidad de oro para construir un imperio siendo unos perfectos don nadie. El mecanismo consistía usualmente en casarse con una mujer originaria y luego hacer un trabajo no demasiado ortodoxo. Podía ser envenenarla sutilmente, eliminarla a descaro o, en el mejor de los casos, vivir con ella y aprovechar sus lujos.

Los Asesinos de la Luna (2023), de Martin Scorsese, cuenta la historia de uno de estos personajes. Se trata de Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), el no particularmente brillante sobrino del potentado ranchero local William King Hale (Robert De Niro), quien ha amasado una fortuna gracias a su buen ojo y sus tratos injustos con los nativos americanos. Hale tiene dinero, pero no el suficiente para llenar las arcas de su codicia. Su fortuna es el ganado, pero tal como le explica a Burkhart el futuro está en aquel oro negro que los Osage poseen.

Hale le recomienda a Ernest que se case con una muchacha del lugar y así es como lo transforma en chofer de Mollie (Lily Gladstone), una de las cuatro hermanas de una familia originaria. Lo que en principio parte como una vil artimaña para acaparar riqueza (y así lo entiende el propio Ernest) se transforma poco a poco en un genuino afecto. Es brutal observar cómo nuestro antihéroe va cobijando auténticos deseos de mantener cierta estabilidad con Mollie al mismo tiempo que su impasible tío manda doctores a su casa para que le inyecten un líquido que hacen pasar falsamente por insulina. La mujer es diabética, pero pocos creerían que el tío Hale va a enviar medicinas gratis. Salvo, claro, el no muy alumbrado Ernest.

Los paralelos de Los Asesinos de la Luna con otras películas de Scorsese son amplios y hay puntos en común con Pandillas de Nueva York (2002), su otra película fundacional sobre Estados Unidos. También, como corresponde en su cine, aquí hay sangre derramada y miserables de alto y bajo calibre.

La película tiene en general un ritmo pausado y las escenas de diálogos pueden ser muy largas. En sus tres horas y 26 minutos se nota que el realizador ha pasado del llamado “montaje cocaína” de Buenos Muchachos (1990) a la edición zen y contemplativa de quien viene ya de vuelta. Hay inyecciones y golpes de violencia acelerada, pero son sólo pinceladas de decoración en quien es dueño de su arte.

También hay más pesimismo. Los “pillos” como Henry Hill (Ray Liotta) en Buenos Muchachos o Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) en El Lobo de Wall Street (2013) ya no existen más. Ahora Henry Burkhart es sólo un rodamiento idiota en las ruedas de la masacre. Alguien que se da cuenta tarde, mal y nunca que la historia la escribieron otros. Tal vez su tío. Quizás el FBI. Pero no él ni los Osage.