La dura infancia de Joan Turner: “Siempre me acostaba preguntándome si lograríamos sobrevivir la noche”

Joan Turner (Archivo Fundación Víctor Jara)
Joan Turner (Archivo Fundación Víctor Jara)

En medio de la segunda guerra mundial y con una familia fragmentada, la niñez de la bailarina, recientemente fallecida, no fue del todo sencilla. Aún así, fue precisamente en esos años de convulsión donde se enamoró por completo de la danza, misma disciplina que la llevó a echar raíces en nuestro país.


La infancia de Joan Turner, la mujer cuya vida se unió a la de Víctor Jara, estuvo marcada por la inminencia de la muerte. Tenía 12 años cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial y por entonces vivía con su familia en una antigua casa de tres pisos ubicada en el corazón de Londres. Las bombas, el humo y el color rojo que teñía el cielo con el reflejo de los incendios quedaron grabados en su memoria con nitidez y protagonizaron una buena parte de sus recuerdos.

Durante varios años dormimos todas las noches en un refugio antiaéreo del jardín, adonde nos retirábamos incluso antes de que sonaran las sirenas”, escribió Turner en Víctor, un canto inconcluso, las memorias donde recopila parte de su historia compartida con Víctor Jara. “Hubo largas temporadas en que los bombarderos alemanes zumbaban en lo alto noche tras noche, y yo permanecía despierta en la cama, escuchando el silbido de las bombas que caían y las retumbantes explosiones que rompían los cristales de las ventanas. Siempre me acostaba preguntándome si lograríamos sobrevivir la noche”.

Entre el caos y la violencia, la danza apareció como una luz que, en la medida de lo posible, logró abstraerla de la oscuridad de la guerra. Nunca olvidó la fecha exacta en que se enamoró de esa disciplina. Fue en julio de 1944 cuando, en el peor momento de los ataques con bombas volantes en la capital inglesa, su madre la llevó al Haymarket Theatre para ver La mesa verde, protagonizada por la compañía de danza moderna Ballets Jooss.

De ahí en adelante todo cambió para la niña Joan. En total sintonía con lo que sucedía en Europa por esos días, La mesa verde era un montaje que, emulando la mesa de conferencias de una cumbre de dirigentes de la política mundial, otorgaba un potente mensaje sobre el efecto que tienen los horrores de los conflictos bélicos en los seres humanos.

Joan Turner. Archivo Histórico / Cedoc Copesa.
Joan Turner. Archivo Histórico / Cedoc Copesa.

“En una de las escenas, una mujer veía a su marido partir a la guerra y decidía, en contra de su propia forma de ser, luchar con la resistencia guerrillera”, recordó Turner en sus memorias. “La danza de aquella mujer carecía por completo de las convenciones de otros ballets que yo había visto. Era vital, dramática e impulsiva. Me pareció que era una mujer de carne y hueso, tal vez una campesina, que bailaba con todo su ser. Entonces tomé la decisión de que algún día interpretaría aquel papel”.

La danza siempre fue parte de su vida. “Había bailado para mí desde pequeña, improvisando durante horas el ritmo de una serie de viejos discos que había en casa”, comenta en el texto, e incluso recorrió regularmente las calles durante los ataques aéreos para asistir a clases de baile. Aún así, nunca antes pasó por su cabeza la idea de dedicarse profesionalmente a ello.

Su etapa escolar la pasó en la North London Collegiate School, una escuela ubicada en el barrio alto de Londres donde los niños ricos eran preparados para asistir a la universidad. Sin embargo, la situación de Joan era distinta a la del resto de sus compañeras.

Joan Turner, bailarina y profesora de danza. Fotografía: Archivo Fundación Víctor Jara
Joan Turner, bailarina y profesora de danza. Fotografía: Archivo Fundación Víctor Jara

Mientras que la mayoría de los padres eran pastores protestantes o coroneles del ejército, su papá era un zapatero sin educación formal, que ahora tenía un buen pasar gracias a su trabajo como administrador de una importante fábrica de máquinas de escribir y, posteriormente, como vendedor de antigüedades. Un hombre orgullos de su origen obrero y habilidad manual que se reconocía a sí mismo como marxista. Su madre, 20 años más joven, también tenía raíces socialistas: participó en el movimiento de las sufragistas y trabajó como secretaria voluntaria para Fenner Brockway, activista y político británico, en el marco de diversos mitines.

La soledad de la guerra

Joan era la menor de sus hermanos y recuerda haber sido criada prácticamente como hija única. Así, la soledad que penetraba en su hogar era tremenda. La relación entre su madre -que había abandonado su vida política para dedicarse a las labores domésticas- y su padre no era la mejor (casi no cruzaban una palabra), y el resto de sus hermanos ya había abandonado la casa, varios de ellos reclutados por las fuerzas armadas.

La madre de Turner se sentía atrapada, despojada de su autonomía, y las oportunidades de romper ese ambiente de resentimiento silencioso eran mínimas. “En la escuela, mi vida familiar era un secreto vergonzoso que ni si quiera podía compartir con mis mejores amigas. Intenté fingir que era como ellas y hablar con el mismo acento de aquellas, ocultando siempre mi auténtica identidad. Sólo cuando bailaba me sentía realmente libre, feliz y en pie de igualdad”, consignó sobre esa época.

Luego de un año, el Ballets Jooss volvió a presentarse en Londres, y Joan logró descifrar la forma perfecta para escabullirse entre las boleterías y entrar gratis a ver todas las presentaciones. En total, logró ver La mesa verde una treintena de veces.

Joan Turner

El útlimo día de la temporada, la joven pudo superar su timidez y acercarse a la entrada de artistas para decir que quería hablar con Kurt Joss, el prestigioso coreógrafo alemán que estaba a la cabeza del ballet. Allí, le manifestó sus ganas de ser parte de su escuela. “Me explicó que en aquel momento Ballets Jooss carecía de escuela propia -al comenzar la guerra habían tenido que cerrar la que existía en Dartington Hall-, pero que podía ir a su casa en Cambridge, donde me vería bailar”, rememora Joan en su libro.

Una semana después realizó una prueba, casi paralizada por los nervios. Para su sorpresa, la respuesta de Jooss fue que valía la pena que realizara una formación profesional completa y que la veía como una futura integrante de su compañía. Así fue como en 1947 comenzó a prepararse a la tutela de Sigurd Leeder, otro destacado coreógrafo con el que Leeder compartía formación, y luego de tres años logró sumarse al equipo de Kurt. Este nuevo paso significó abandonar Inglaterra y mudarse a Alemania, donde la compañía estaba recomponiéndose tras el fin de la guerra.

Ese cambio de vida tuvo muchas repercusiones para Turner a nivel humano. “Trabajar en Ballets Jooss significó convivir con personas a las que me habían enseñado a considerar enemigos. Jamás había intentado hacer la menor distinción entre el pueblo alemán y los nazis, de modo que encontrarme en el seno de un grupo cosmopolita en el cual al menos la mitad de mis colegas eran alemanes y habían participado en la guerra, fue una buena lección sobre relaciones humanas”, escribió.

Pero esa no fue la única forma en que la danza cambió su destino. Además de impulsarla a rechazar una beca para estudiar historia en la Universidad de Londres, fue en la compañía de Jooss donde donde Joan estableció sus primeros lazos con Chile. “De un total de veinticuatro bailarines había diez nacionalidades distintas y se hablaban siete u ocho idiomas. Entre ellos figuraban dos chilenos a los que Jooss había contratado tras una visita que hizo a Chile en 1948″.

Esos chilenos eran Alfonso Unanue y Patricio Bunster. El primero se convertiría en un amigo de toda la vida, mientras que el segundo terminaría transformándose en su esposo, con el que más tarde emigraría a nuestro país. El resto ya es una historia conocida.

Sigue leyendo en Culto

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.