“Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos”, decía Maquiavelo. Una máxima aplicable al poder en cualquier momento de la historia. Bien la debió tener en cuenta Bernardo O’Higgins, Director Supremo y prócer de la independencia de Chile al manejar ciertos asuntos espinosos de su vida privada. Sobre todo, su relación con la joven criolla Rosario Puga. Una historia de amor y ruptura en pleno mandato del chillanejo.
El círculo íntimo de O’Higgins estaba integrado por mujeres. Durante toda su vida, pese a los momentos de distancia, tuvo consideración por su madre, Isabel Riquelme, quien incluso lo acompañó hasta el exilio. Cercanía que también mantuvo con su hermana Rosa, fruto de un matrimonio posterior de doña Isabel, quien también pudo llevar el apellido O’Higgins y fue una de sus personas de máxima confianza.
Aunque taciturno y compuesto, se sabe que O’Higgins tuvo un interés amoroso durante sus años de estudiante en Reino Unido (cuando aún no llevaba el apellido de su padre). La joven en cuestión se llamaba Charlotte Eels, hija de la dueña de la pensión en que residía el futuro patriota chileno, en Richmond. Pero los sentimientos hacia la joven preocuparon al joven chileno. Se alejó de la residencia, pero mantuvo el recuerdo. De hecho, se cuenta que hasta en sus días de exilio en el Perú mantuvo en su poder un retrato de la muchacha.
Una historia tormentosa
El gran amor de O’Higgins fue la joven María del Rosario Puga y Vidaurre. Nacida en Concepción, según se sabe hacia 1796, en el seno de una distinguida familia local dueña de tierras. Su padre era Juan de Dios Puga, quien con los años llegó a ser general en el ejército patriota.
No se sabe con precisión cuándo ocurrió el primer encuentro. Es probable que haya acontecido durante el primer semestre de 1817, cuando O’Higgins llegó a la capital del Biobío como flamante Director Supremo de la Nación. Ella tenía 21 años y el prócer 39.
Como se estilaba por entonces, la joven Puga había sido entregada en matrimonio. El esposo era José María Soto Aguilar, un pretendiente que logró ganarse a su familia. Pero la atracción pudo más y poco a poco surgió el interés entre Bernardo y Rosario, que ya estaba separada de hecho.
La relación se formalizó hacia 1818. ”El romance empezó en Concepción, durante el sitio de Talcahuano”, explica a Culto el periodista e investigador histórico, Alfredo Sepúlveda, autor de Bernardo, una biografía del prócer.
Contraviniendo las normas sociales, Rosario acompañó a Bernardo a Santiago en ese mismo año. Para dar una muestra de que lo suyo iba en serio, Puga solicitó formalmente a las autoridades religiosas y civiles su divorcio de Soto Aguilar. Para ello, alegó el subterfugio de maltrato y crueldad por parte de su esposo legitimo. El juicio de separación fue el comidillo de los saraos y tertulias de la capital. Cómo era posible que el Director Supremo conviviera con una joven separada, se decía.
En Santiago, Rosario se instaló en una elegante casona que había pertenecido a los los Marqueses de la Pica (la familia Irarrázaval y Bravo de Sarabia), cuya filiación realista les llevó a dejar la ciudad tras la victoria de los patriotas en la guerra. “La casa de Rosario estaba situada en Esmeralda con Miraflores y O’Higgins vivía con ella mientras estuvieron juntos durante su gobierno”, apunta Alfredo Sepúlveda. Allí se refugió, cuando llegó herido tras el desastre de Cancha Rayada (marzo de 1818).
Tiempo después, Rosario se mudó a una casa en Santo Domingo 623, la que habría sido costeada en parte, por el mismo O’Higgins, según se detalla en el texto Cinco mujeres en la vida de O’Higgins, de Gustavo Opazo Maturana. Allí habría dado a luz a Pedro Demetrio en junio de 1818. El niño fue bautizado el mismo día por el Capellán del Ejército, Domingo Jaraquemada. “Puse óleo y crisma a Pedro Demetrio, hijo de padres desconocidos”, anotó en su libro de registro. Como le pasó a él mismo, O’Higgins no quiso reconocer a su primogénito.
No fue el único asunto en que la relación golpeó a O’Higgins. “Hay un juicio que le puso a O’Higgins el exesposo de Rosario y en el que se hace referencia a la existencia de ella -apunta Sepúlveda-. Yo me atreví a especular cuando escribí el libro que esto a O’Higgins lo mandó a una depresión, porque coincide con el ascenso al poder de José Antonio Rodríguez, que en la práctica lo suplantó en 1822-23, pero es solo una especulación que no haría si hubiera escrito el libro hoy”.
Pero los asuntos del poder, poco a poco enturbiaron la relación. Se cuenta que Rosario, de personalidad fuerte y reconocida belleza, le reprochó a Bernardo el no haber reconocido a su hijo. Además, le culpó, como hicieron otros, por las muertes de los hermanos Carrera y Manuel Rodríguez Erdoíza, el legendario guerrillero.
En 1820, en pleno gobierno de O’Higgins, vino el quiebre. Como si fuera una historia de nuestros días, de inmediato surgió la disputa por la custodia de Pedro Demetrio, pero esta quedó en manos de Isabel Riquelme. Cuando el prócer debió abdicar y partir al exilio en Perú, en 1823, se llevó consigo a su hijo. Rosario nunca más lo volvió a ver.
La historia tuvo otros recovecos. Rosario volvió a casarse en 1829, esta vez con José Antonio Pérez Cotapos, un coronel que había sido cercano a los Carrera, los acérrimes rivales de O’Higgins. “Rosario lo dejó (a O‘Higgins) por un carrerista con el que después formó familia, o sea fue una cuestión política también”, señala Alfredo Sepúlveda.
Para Sepúlveda hay otras lecturas sobre el romance de O’Higgins y Rosario Puga. “Lo que es interesante en este episodio es el relajamiento de los estándares supuestamente conservadores de la sociedad colonial, probablemente debido a la guerra o porque, simplemente, eran mucho menos cartuchos que la gente de hoy porque todo el mundo vivía menos tiempo”.