Me marché presurosamente de Buenos Aires sin pagar por el alquiler del salón donde entrevisté al candidato presidencial. El gerente del hotel me ha informado de que estoy en deuda con su distinguido establecimiento. Argentino de corazón como soy, no sorprende que me encuentre endeudado. Se vive hoy, se disfruta hoy, se paga mañana o pasado mañana.

El canal de televisión me hizo llegar un cheque por el mes de noviembre con una rebaja sustancial del veinte por ciento de mis honorarios. El canal está en crisis. El cheque me llegó precisamente el día en que cumplí cuarenta años haciendo televisión, o saliendo en televisión, o haciendo el ridículo en televisión. Para celebrar el aniversario, manejé hasta el estudio e hice el programa de televisión sin efusiones de autocomplacencia ni cursilería. ¿A quién le importa que cumpla cuatro décadas haciendo televisión? A nadie. ¿Qué merito tiene? Ninguno. Sobrevivir no es un mérito, es el más poderoso instinto humano. Trabajar carece de mérito, es una forma de sobrevivir.

No estoy enfadado con los dueños del canal de televisión. Los comprendo. No es justo que yo gane el dinero que ellos pierden. Como ahora me pagan veinte por ciento menos, les dije que, en justicia, yo merecía trabajar veinte por ciento menos. Es decir que ahora solo haré el programa de lunes a jueves, cuatro días a la semana, y ya no los viernes, día en que el canal repetirá el mejor programa de la semana, o el menos malo. Ahora los viernes no iré a la televisión, qué alivio. Es el premio que me he concedido yo mismo por hacer televisión tantos años. Ahora me exhibiré menos en la televisión. Me iré retirando de a pocos, discreta y sigilosamente, como los gatos se esconden cuando presienten que van a morir. En un tiempo me tomaré también los jueves libres. Y después, con suerte, haré un programa los domingos por la noche.

La televisión es un espejismo, un juego de ilusiones. Cuando alguien habla mirando a una cámara de televisión, de pronto se siente importante, se siente poderoso, siente que el país entero lo está viendo, que millones de personas están pendientes de lo que diga o no diga. Entonces el busto parlante se envanece, levanta la voz, vierte frases sentenciosas, se empina sobre la mediocridad de su rutina y de pronto cree que le está hablando a la historia, que está haciendo historia. Pero no. Es un error de cálculo, un malentendido. Porque nadie o casi nadie está viendo ese programa. Nadie o casi nadie, salvo quizás sus amigos más leales y sus parientes más sufridos, presta atención a las frases sentenciosas que vierte el busto parlante masivamente maquillado. A nadie le importa. No le ven su madre ni su esposa ni sus hijas. El busto parlante le habla a la cámara y ni siquiera el camarógrafo se interesa, pues está viendo unos goles en su teléfono móvil. Entonces los que salen en televisión no se dan cuenta de que, aunque sigan perorando, pontificando, gobernando al mundo, ya están retirados, ya el público, que no es tonto, los retiró y se marchó a otra parte.

Ahora los viernes voy a pasar las tardes en pijama, en bata, leyendo y viendo películas, y luego voy a someterme a unas sesiones privadas de pilates en el segundo piso de un gimnasio. Liberado de las servidumbres de la vida pública, de los espantosos atascos del tráfico en las autopistas, trataré de hablar lo menos posible y de estirarme como un chicle gastado, sin azúcar, en las clases de pilates los viernes.

Sin embargo, los viernes, como todos los días de la semana, incluyendo los domingos, incluyendo el día de acción de gracias, incluyendo el día de navidad, seguiré grabando, en la sala de mi casa, con la ayuda de mi esposa, un breve despacho o reportaje sobre mi vida íntima, personal, familiar, despachos o reportajes que luego mi esposa, tan hábil en las cuestiones técnicas, se ocupará de subir a las nubes que ahora habitan los que ya no ven la televisión a la antigua. Soy entonces un corresponsal de guerra que narra las batallas desiguales de su propia vida, que cuenta las bajas de su menoscabada existencia. Para mi sorpresa, son centenares de miles los que, subiendo a mis nubes, entrando en ellas, quieren ser testigos de esa guerra que yo libro contra mí mismo.

El problema es quién va a darle de comer al gato del canal de televisión los viernes. Los días de lluvias copiosas como hoy, el gato se esconde, desaparece, no come. Y los fines de semana no voy al canal y entonces el gato tampoco come. Estoy pensando seriamente traerlo a vivir en mi casa. No me parece justo que siga siendo un pobre gato callejero que se moja cuando llueve y come solo cuando voy al estudio.

En apenas quince meses cumpliré sesenta años y quizás entonces me retiraré de la televisión, o me retiraré no solo los viernes sino también los jueves, o me reacomodaré de tal manera que solo salga una vez por semana, los domingos. Veremos cómo los dioses tiran los dados. No sé si en quince meses seguiré vivo o si el canal de televisión seguirá en pie. Iremos improvisando en el camino. Solo espero no morirme maquillado, hablándole a una cámara de televisión. Aunque, si ocurriera tal cosa, sospecho que miles de personas subirían a mis nubes a ver ese último suspiro, por fin el busto parlante callándose la boca.