Solo había visitado Puerto Plata en una ocasión, hace treinta y cinco años, el año en que mi esposa Silvia nació. Viajé en autobús desde Santo Domingo, subiendo y bajando montañas de exuberante verdor, leyendo una novela de Terenci Moix, “No me digas que fue un sueño”, un recorrido que demoró cuatro horas. A pesar de mi juventud, o precisamente por eso, yo conducía un programa de televisión en Santo Domingo y me gustaba viajar solo y conocer las playas de esa isla bendita.
Aquella vez quedé maravillado en Puerto Plata. Me había propuesto pasar una semana sin beber alcohol, sin fumar marihuana, sin aspirar cocaína, una semana de desintoxicación en una apacible playa dominicana. Eran los años al filo de la cornisa, bordeando el abismo. Después de grabar mis programas en Santo Domingo, volaba a Lima cargado de dólares en efectivo, vivía en la suite de un hotel de Miraflores y, bajo los efectos combinados de la marihuana y la cocaína, escribía o trataba de escribir unos relatos sombríos, desalmados, autodestructivos. Es decir que los dólares que ganaba en Santo Domingo los dilapidaba en Lima, jugando con mi estado de ánimo, cifrando mi incierto futuro en las palabras que aleteaban como mariposas heridas alrededor de mí, tratando de capturarlas, aprehenderlas, poseerlas, hacerlas mías.
Aquellos días lejanos en un hotel en Puerto Plata bailé como nunca había bailado en toda mi vida. Bailaba solo, de noche, todas las noches, en el centro mismo de la pista de baile, en la discoteca de un hotel cuyo nombre he olvidado, en medio de unas luces rosadas, amarillas, celestes, que giraban alrededor de mi cuerpo esmirriado y a menudo lo iluminaban, exhibiéndolo, dejando en evidencia aquella ceremonia impúdica, autocomplaciente y ensimismada a la que me entregaba con total indiferencia a las miradas de los demás, aunque a veces alguna turista italiana o alemana me aplaudía y decía un piropo. Al bailar, al sentir la música recorriéndome, al transpirar, mi cuerpo me pedía drogas, pero yo no se las daba, no quería dárselas, y más tarde, ya durmiendo, despertaba sobresaltado, agitado, sudoroso, soñando con el polvillo blanco del que era adicto. Mientras yo bailaba solo en la discoteca de un hotel de Puerto Plata, una niña nacía en la maternidad de Miraflores, en Lima, y era llamada Silvia. Veinte años más tarde, ella y yo nos conocimos. Ahora estamos casados y tenemos una hija llamada Zoe.
Tantos años después, he vuelto a Puerto Plata con mi esposa y nuestra hija. Era un viaje arriesgado: quizás mis recuerdos de la insólita belleza de su playa más bonita, Playa Dorada, eran tan longevos que ya no se correspondían con la realidad, quizás el mar se había contaminado, las playas se habían llenado de turistas ruidosos, la proverbial amabilidad de los dominicanos había cedido a un trato más distante e impersonal. Pues no: hemos pasado unos días en Puerto Plata y me he sentido en el ombligo flácido del paraíso.
Aunque he procurado disimularlo, me ha emocionado volver a Puerto Plata siendo un hombre de familia contento y agradecido, un hombre que no fuma marihuana, no aspira cocaína, no bebe alcohol, no baila solo. Ni en mis sueños más salvajes habría imaginado hace treinta y cinco años, bailando conmigo mismo en la discoteca de un hotel de Puerto Plata, tratando de liberarme de aquellas adicciones perniciosas, que regresaría a esas playas siendo quien ahora soy, el individuo que, acertando y errando, ensayando y equivocándose, persiguiendo sus sueños, he llegado a ser: un esposo tranquilo y leal, un padre desbordado de amor, un escritor con dieciséis novelas publicadas en España y América, un periodista trotamundos con cuarenta años a sus espaldas haciendo televisión. No podría decir que el solitario y ensimismado bailarín de Puerto Plata ha triunfado, tampoco podría decir que ha fracasado, lo justo sería decir que, mal que mal, ha cumplido su destino.
Mi esposa Silvia había estado conmigo en Santo Domingo hace diez o doce años, cuando imprudentemente acudí a presentar un monólogo de humor en el hotel Jaragua, y en Punta Cana, donde un ruso trató de seducirla, prometiéndole volar en su avión privado, una promesa que yo no podía igualar. Nuestra hija, sin embargo, no había pisado la bendita isla de La Española, que fue la primera isla de las Indias Americanas que pisaron los conquistadores, acaso pensando que habían llegado a la China, al Lejano Oriente. Es decir que ambas no conocían Puerto Plata y no sé si me creían cuando yo les decía que en esas playas dominicanas seríamos más felices que en las Bahamas, donde habíamos estado hace pocos meses:
-En ningún lugar del mundo te atienden mejor que en República Dominicana -les decía, animándolas a viajar-. No hay gente más amable y servicial que los dominicanos.
Seguramente pensaban que yo exageraba, o que era un viejito gagá, tilingo, recordando sus años gloriosos, cuando era una celebridad en ciertas costas del Caribe donde se emitía mi programa de televisión. Pues no: esos días en Puerto Plata he confirmado que los dominicanos te sirven con una gracia, un esmero, una dedicación, una alegría, que no he visto en otros países, ni siquiera en el país en que nací, el Perú.
Nos trataron tan mal en el mostrador de la aerolínea en Miami, con tanta rudeza, con un humor tan espeso y avinagrado, que casi nos hicieron perder el vuelo y casi me hicieron perder la vida de un infarto. Las señoras uniformadas de aquella aerolínea innombrable, no obstante que atienden en el mostrador de clase ejecutiva, son a menudo verdaderas arpías que parecen solazarse torturando al viajero. No solo no tratan de ayudarlo, sino que tratan de no ayudarlo. Son unas brujas horribles, endemoniadas. Son criaturas desdichadas que esparcen su desdicha como si fuera un veneno. Primero nos exigieron que llenásemos unos formularios electrónicos en una esquina del aeropuerto. Pero no había buena conexión de internet, entonces era lento y laborioso llenar los odiosos formularios. Luego se negaron a darnos los pases de abordar con asientos confirmados, alegando que habíamos tardado tanto llenando los formularios que ya el vuelo había cerrado. Finalmente, y como todo lo hacían mal esas brujas, no nos registraron apropiadamente en la categoría de viajeros frecuentes TSA que nos permitía eludir o sortear ciertas colas. Fueron minutos en verdad espantosos, todo por culpa de esas brujas. Tuvimos que correr como unos locos hasta la puerta de embarque porque el tren del aeropuerto estaba averiado. Increíblemente, no perdimos el vuelo, no perdí la vida. Sentados en el avión, le dije a mi esposa:
-Cuando la vida te obliga a sufrir tanto como hemos sufrido ahora, después viene el premio.
Y el premio fue, en efecto, pasar cuatro días en el hotel Casa Colonial de Puerto Plata, el mejor hotel de esa ciudad, el mejor hotel dominicano y uno de los mejores hoteles que he conocido en todo el Caribe. Es una propiedad extensa, de arquitectura elegante y jardines lujuriosos, sentada en Playa Dorada, frente al mar. Ocupamos las mejores suites, decoradas con un gusto exquisito. Yo dormí en la suite Don Isidro, en homenaje al fundador del hotel, don Isidro García, empresario visionario, soñador, cuya hija Sarah dirige ahora el hotel cinco estrellas, elevándolo a un nivel de excelencia que me impresionó. Todo es perfecto, insuperable: las tumbonas bajo la sombra bienhechora de unos árboles en la playa, la atención de los camareros Rafael y Nelson vestidos de blanco que ofrecen comidas y bebidas y todo lo resuelven con una sonrisa, los platos deliciosos que sirven en el restaurante Lucía donde brilla el atento servicio de la señora Luz Marina, la piscina y los jacuzzis en el piso superior con unas vistas sobrecogedoras al mar, todo estaba bien pensado, bien diseñado, bien ejecutado. Y entonces yo pensaba: si fuese el dueño de un hotel en el Caribe, sería exactamente como este hotel. Además, no es caro. Los precios son razonables, comparados con los que hemos pagado, por ejemplo, en el Four Seasons de Bahamas, en el Como de Turks and Caicos, en el Rosewood o el Maroma de Playa del Carmen.
Pero lo mejor del hotel Casa Colonial de Puerto Plata es que, cuando estás en la playa, hay muy poca gente porque esa sección de la playa es privada, propiedad del hotel, y porque los días que elegimos no estuvieron congestionados de turistas, que a buen seguro llegarían el día en que nos marchamos, en vísperas del día de Acción de Gracias. Entonces estábamos solos en la playa, y yo le pedía a don Rafael, todo de blanco él, que me trajera un jugo de lechosa, un jugo de chinola, un jugo de naranja, unos guineos picados, y recordaba que los dominicanos tienen ese modo tan curioso de hablar:
-¿Crees que va a llover, Rafa? -le preguntaba.
-Completamente -me decía él.
En otro momento le mostré mi brazo derecho y le pregunté:
-¿Estas picaduras son de mosquitos?
Rafa me respondió, risueño, jovial:
-No, son de pajaritos.
-¿Pajaritos? -pregunté, sorprendido, pensando que me estaba tomando el pelo.
-Sí -dijo Rafa-. Son unos pajaritos invisibles, chiquiticos. Son pajaritos insectos que te pican y no los ves.
Por supuesto, amé a Rafa, amé a todos los camareros del hotel, a la gerente Vilma, a mi amiga de las reservas Ana María, al barman Francis, al chofer José Ramón, a todos, quienes me recordaron que no hay gente más amable, bondadosa y servicial que la dominicana. Hace treinta años, cuando le pregunté al chofer del autobús cuando duraría el trayecto entre Santo Domingo y Puerto Plata, me respondió:
-Matemáticamente, cuatro horas.
Es decir que los dominicanos usan y exprimen los adverbios como si fueran frutas tropicales.
Volveremos entonces a ese secreto, escondido paraíso que las turbas de viajeros todavía ignoran, Puerto Plata, el hotel Casa Colonial, y de nuevo seremos felices en sus playas apacibles, sosegadas, tomando jugos de lechosa y chinola, celebrando que el solitario y ensimismado bailarín de Puerto Plata es ahora el hombre que soy, un hombre que consiguió curarse de sus peores males y que improbablemente encontró el amor.