Habitualmente ocupado en trazar maniobras militares y negociaciones diplomáticas, Napoleón Bonaparte (hoy retratado en la cinta de Ridley Scott con Joaquin Phoenix en el protagónico) solía descargarse en sus cartas sobre otros asuntos más mundanos. Entre estos, su particular relación con las mujeres. Los estudios históricos han trazado a un general tímido y torpe al tratar con ellas, lejos de su habitual aplomo y confianza cuando enfrentaba una batalla.
En cuanto a la presencia de las mujeres en la sociedad, Napoleón no pensaba muy distinto al hombre común de su época; ellas debían circunscribirse solo al hogar. Por entonces ni siquiera gozaban de derechos políticos. “Las mujeres están en la base de todas las intrigas –decía– es necesario mantenerlas en el hogar, lejos de la política. Corresponde prohibirles que aparezcan en público, excepto con falda y velo negros, o con el mezzaro, como en Génova y Venecia”.
En alguna de sus cartas, Bonaparte dio a entender que uno de sus primeros encuentros sexuales ocurrió con una meretriz. Pero ese tipo de testimonios, dicen los entendidos hay que leerlos con cuidado. “(Napoleón) fue un escritor frustrado, autor antes de cumplir los treinta y seis años de unos setenta ensayos, piezas filosóficas, crónicas, tratados, panfletos y cartas públicas”, destaca el historiador Andrew Roberts, en declaraciones recogidas por ABC. Es decir, pudo ser una exageración o derechamente, una ficción.
Lo que sí está respaldado, es que uno de los primeros amoríos de Napoleón fue con la hija de un comerciante, llamada Désirée Clary. Por entonces, el corso era un capitán empobrecido sin muchas perspectivas, con su familia exiliada de Córcega y una carrera militar que no iría más allá, de momento. Y aunque ella le escribía, finalmente la rechazó.
“El mismo Napoleón reconocía que (Désirée) no era una dama especialmente agraciada, pero, como melómano confeso, comparaba su voz con ‘la de un ruiseñor o una pieza de Paesiello, que agrada únicamente a las personas sensibles’ -dice Juan Antonio Granados Loureda en su Breve historia de Napoleón-. Si a eso unimos la admiración que sentía por sus ‘blancas manos’ y su carácter discreto y tímido, se puede comprender que Désirée Clary representaba el verdadero arquetipo femenino del joven capitán”.
Tal parece que Napoleón tenía claros sus gustos en cuanto a las mujeres. “Sin lugar a duda disfrutaba de su compañía, pero su mundo era esencialmente masculino -sigue Granados-. Se sabe que, en lo formal, gustaba de las damas de manos y pies pequeños, tiernas y femeninas”.
La amada Josefina
En esos días convulsos, el corso no perdía el tiempo. “En sus periódicas visitas a París buscaba la compañía de mujeres de la ‘Revolución’ cultas y sofisticadas: la actriz mademoiselle Constant, de la Comedia Francesa, mademoiselle de Chastenay, Thérésa Tallien, que con su belleza y dotes de seducción había impelido a su futuro marido Jean Lambert Tallien a enfrentarse a Robespierre para salvarla de la guillotina, precipitando de paso la caída del tirano”, escribe Granados.
En la ciudad luz conocerá a la mujer que marcará sus años de ascenso al poder. “A través de su amiga Thérésa Tallien había conocido a una mujer que le fascinaba, y a la cual entonces en la sociedad parisina se la conocía como Rosa de Beauharnais”. Era María Josefina Rosa Tascher de la Pagerie, vizcondesa de Beauharnais, nacida en Martinica, a quién él prefería llamar Josefina. “Napoleón se sintió fascinado inmediatamente por su hablar criollo, apenas pronunciaba la erre, y por la dulce conversación de Josefina”, apunta Granados.
“Menuda de estatura, apenas un metro cincuenta, de figura esbelta y rostro agradable sin ser bello, lo esencial en Josefina de Beauharnais era su buen sentido y su carácter naturalmente amable, rasgos que le permitían competir en pie de igualdad con los dones de las damas más hermosas y cultas de los círculos elegantes de París como madame Tallien y madame Récamier. Su talón de Aquiles era su mala dentadura, razón por la que apenas abría la boca al hablar”, cuenta Granados.
Tras compartir lecho por primera vez, en enero de 1796, Napoleón le escribió una apasionada y empalagosa carta. Será la tónica de todas las siguientes.
“Siete de la mañana.
Desperté colmado de ti. Tu retrato y el recuerdo de la tarde embriagadora de ayer no han dado reposo a mis sentidos. Tierna e incomparable Josefina, ¡qué extraños efectos provocas en mi corazón! ¿Te sientes disgustada? ¿Acaso triste? ¿Estás preocupada? En ese caso, mi alma se siente dolorida y tu amigo no puede descansar... Pero tampoco puedo descansar cuando me entrego al profundo sentimiento que me abruma y recibo de tus labios una llama que me quema. ¡Ah, la última noche! ¡Comprendí claramente que el retrato que tengo de ti es muy distinto de tu verdadero ser! Dentro de tres horas te veré. Hasta entonces, mio dolce amore, miles de besos; pero no me beses, porque tus besos me encienden la sangre”.
¿Qué le llamó la atención de Josefina a Napoleón? “La sofisticación de Josefina, su conocimiento de las cosas del mundo, su ‘experiencia’ de la vida, todo eso subyugaba a Napoleón -explica Granados-. Pero había algo más: Josefina se interesaba por los asuntos de su carrera, prestaba oídos a las reflexiones que Bonaparte le exponía con su parlamento seco, lleno de aquella extraña determinación”. En todo caso, ella al principio era mucho menos entusiasta. “Caben dudas de que la criolla alguna vez recorriese del todo ese camino -apunta el mismo autor-. De hecho, mientras recibía las encendidas cartas de amor de Napoleón, ella dudaba sobre la fuerza de sus propios sentimientos”.
El matrimonio civil de Napoleón y Josefina, la noche del 9 de marzo de 1796 (en una fría y rápida ceremonia), coincidió con el inicio de la primera -y exitosa- campaña del general a Italia. Pero mientras él sumaba sorpresivas victorias, ella no temía en dejarse ver con su amante. Pese a las infidelidades y el riesgo que corrió Bonaparte al apoyar el golpe del 18 del Brumario del año VIII (9 de noviembre de 1799), el vinculo de la pareja siguió adelante. Todo cambió cuando el corso fue coronado emperador, en 1804. Desde entonces su obsesión fue tener un hijo.
Josefina tenía dos hijos, ya jóvenes, al momento de casarse con Napoleón. Pero sucedió que no pudieron concretar un vástago. Los papeles se habían invertido: ser una emperatriz que no era capaz de engendrar, ponía a la criolla en una situación muy delicada. Así, ella se aferró y en los salones no dudó en señalar al corso como un “inepto” en la cama.
“Viendo que su matrimonio peligraba y que no lograba alumbrar a un niño, quiso echarle las culpas a él. Hay varios testigos de la época que afirmaron que Josefina puso en duda la virilidad de Napoleón, aunque ella nunca deja constancia de ello directamente. Fue una estratagema para dificultar un posible divorcio y ridiculizarle ante los demás”, dice a BBC la historiadora Ángeles Caso, autora de Napoleón y Josefina. Cartas en el amor y en la guerra.
Como sea, empujado por el interés de asegurar descendencia y decidido a comprobar que sí podía engendrar, el emperador frecuentó a otras mujeres. Una de estas fue Éléonore Denuelle, una joven divorciada que no llegaba a los 20 años, quien le fue presentada en 1806 por su hermana menor, Caroline. A los pocos meses, esta quedó embarazada y dio a luz a un hijo llamado Carlos, conocido como el conde León. Napoleón lo vio apenas una vez y a Éléonore, tampoco le siguió tratando.
La razón es que Napoleón había perdido la cabeza por otra mujer; la condesa polaca María Walewska, apasionada patriota. “De veinte años de edad, era hija de un noble polaco que le inculcó un profundo amor a una patria esquilmada por los poderosos reinos que la rodeaban, Rusia y Prusia. La joven veía en Napoleón al hombre capaz de devolver a Polonia su territorio y su dignidad. Lo admiraba profundamente antes incluso de tener la oportunidad de conocerle”, escribe Granados.
Se conocieron precisamente en Polonia. “Valiente como era, y sabiendo que su admirado héroe había llegado finalmente a Varsovia, el día de año nuevo de 1807, tomó un ramo de flores y un traje de simple campesina y fue a saludarlo al pase de su berlina de guerra -relata Granados-. Casi subida al pescante pudo decirle: ‘Bienvenido, Sire, mil veces bienvenido a nuestro país...Polonia entera se siente abrumada de sentir vuestro paso sobre su suelo’”. Napoleón quedó encantado.
Marie Walewska visitó con frecuencia al emperador francés e incluso hasta lo siguió a algunas campañas. También le dio un hijo, Alejando José. Formalmente, dejaron de verse en 1810, año en que finalmente Bonaparte se divorció de Josefina (aunque se siguieron carteando) para casarse con la hija del emperador austríaco, María Luisa de Habsburgo-Lorena, quien le dio el heredero que tanto anhelaba, Napoleón II, Rey de Roma. María Luisa había impuesto una condición: Napoleón debía alejarse de su “esposa polaca”, como la llamaban a Marie Waleska entre los pasillos de palacio.
Pese a la distancia, Marie Walewska se mantuvo leal a Bonaparte, quien había mostrado un gesto a su pueblo al fundar el Gran Ducado de Varsovia. Aunque su estrella había menguado, lo visitó durante su primer exilio, en la isla de Elba. En esa estadía, Napoleón se enteró de la muerte de Josefina en mayo de 1850, a causa de una gripe que se le complicó en demasía. Para entonces, el general ya entraba en sus últimos años. El exilio final, en la remota isla de Santa Helena, lo mantuvo alejado de sus amores. Se cuenta que en sus últimas palabras condensó sus pasiones: «France, l’armée, Joséphine» («Francia, el ejército, Josefina»).