No hay plata esta Navidad: un cuento de Jaime Bayly

Jaime Bayly

No ha sido fácil comprar los regalos navideños. Afectado por un recorte sustancial en sus ventas publicitarias, el canal de televisión ha rebajado mis honorarios en veinte por ciento. En consecuencia, mi presupuesto navideño ha entrado en crisis. Muy a mi pesar, me he visto obligado a gastar menos en los regalos. Pido disculpas públicas a los damnificados.


No ha sido fácil comprar los regalos navideños. Afectado por un recorte sustancial en sus ventas publicitarias, el canal de televisión ha rebajado mis honorarios en veinte por ciento. En consecuencia, mi presupuesto navideño ha entrado en crisis. Muy a mi pesar, me he visto obligado a gastar menos en los regalos. Pido disculpas públicas a los damnificados.

Por lo pronto, no me he regalado nada a mí mismo, en señal de austeridad. Además, hemos cancelado el viaje familiar y obtenido reembolso por los boletos aéreos. Pasaremos las fiestas en esta isla, este barrio, esta ciudad en la que vivo hace treinta años. En tiempos de crisis, toca viajar menos.

Sin embargo, no he querido usar el hacha para hacer leña de los regalos de mi esposa y mi hija menor, quienes viven conmigo. Esta tarde fuimos a comprarlos. El tiempo estaba espléndido, la decoración y la música de las tiendas eran propicias a una despreocupada felicidad, les dije que eligieran lo que quisieran, sin detenerse a mirar los precios. Nuestra hija, muy juiciosa, eligió productos de maquillaje. Mi esposa compró unas zapatillas y un pañuelo de seda. Decidí que merecían todo lo mejor porque el esfuerzo que hacen para acompañarme en esta casa tiene un valor inestimable.

A mis hijas mayores, a quienes no veré en estas fiestas, porque estarán con su madre en la ciudad del polvo y la niebla, allá lejos donde no hemos querido ir, les haré llegar el perfume francés de siempre, Hermès. No es un regalo espectacular, tampoco uno despreciable. Es un regalo que cumple. Mi asistenta, al comprar los perfumes, me preguntó si debían ser de cincuenta mililitros o de cien mililitros. No lo dudé. Si elegíamos los de cincuenta solo para gastar menos, mis hijas iban a sentirse no halagadas, sino agraviadas, puesto que siempre les he regalado ese perfume, de esa marca, en presentación de cien mililitros.

Sin embargo, debo confesar que me asaltó la tacañería al elegir, mediante mi asistenta, el regalo para mi madre. Normalmente le hubiese regalado, como a mis hijas, un Hermès de cien. Pero como estoy en crisis y debo recortar mis gastos en veinte por ciento, mi asistenta y yo decidimos que le compraríamos a mi madre un perfume Clinique de cien, que costaba la mitad del Hermès y parecía presentable. Ofrezco sentidas disculpas a mi querida mamá.

Mi familia biológica es muy numerosa. Tengo siete hermanos, seis cuñadas, una hermana díscola y un cuñado artista. Es decir que eso me obligaba a comprar, en total, quince regalos para adultos. Empero, a mi hermana díscola no voy a regalarle nada porque está distanciada de la familia por cosas de dinero y porque cometió el error de enjuiciar a la familia, reclamando más dinero, un juicio que de momento ha perdido y la obligará a pagar fortunas en los costos legales de las partes en litigio. Por consiguiente, debía conseguir catorce regalos para los hermanos, las cuñadas y el cuñado artista.

Normalmente a mis hermanos les regalo corbatas Hermès o Ferragamo. Esta vez les he regalado una corbata Ferragamo a cada uno. Pero me he permitido una picardía que espero ellos no adviertan, al abrir sus regalos. No son corbatas nuevas. Son usadas. Las he usado en la televisión, noche a noche. Están, pues, trajinadas, y además impregnadas de mi baba, mis gestos y mi energía bipolar. Para disimular que son de segunda mano, mi asistenta les ha colocado unos cintillos con el precio, fina cortesía de un vendedor de la tienda Ferragamo que nos los obsequió. Como mis siete hermanos no leen esta columna semanal, espero que no se den cuenta de que las corbatas han sido ya estrenadas en mi programa y, más que un regalo, constituyen un legado cultural o una donación de valor incierto.

A mis cuñadas, en tiempos de prosperidad y esplendor, les regalaba pañuelos de seda Hermès o perfumes de esa marca. Pero como estoy en tiempos de vacas flacas, y la única vaca gorda en esta casa soy yo mismo, les he comprado a todas mis cuñadas, siguiendo el sabio consejo de mi asistenta, unos perfumes marca Jimmy Choo, que no había comprado nunca, que estaban en descuento y costaban la tercera parte de lo que costaban los Hermès de cien mililitros. En esos seis perfumes Jimmy Choo, que costaban incluso menos que el Clinique para mi madre, he gastado, en total, apenas trescientos dólares, a cincuenta dólares cada uno, y si compraba los Hermès habría gastado ciento cincuenta dólares por cada cuñada, o sea la friolera de novecientos dólares en total. Espero que mis cuñadas no se sientan rebajadas o menoscabadas por esa marca, Jimmy Choo, fundada en Londres por un malayo chino de dudosa reputación, pero el hachazo en esos seis perfumes me ha permitido un ahorro nada desdeñable de seiscientos dólares.

También he ahorrado considerablemente en los regalos de mis sobrinos, que son numerosos. A las cuatro hijas de mi hermana díscola no les regalaré nada porque estamos oficialmente peleados, aunque ya no recuerdo por qué nos distanciamos, solo recuerdo que me mandaron una carta diciéndome que yo no conocía el amor, una observación o una impugnación filosófica que no sé si sería capaz de refutar. Pero, con excepción de ellas, mis sobrinas y mis sobrinos son muchos y todos merecen un regalo, desde luego. El conteo oficial es que son ocho sobrinos varones (y todos bien varones, ninguno ha salido suavizado como yo) y doce sobrinas, es decir un gran total de veinte jóvenes y niños a quienes deseaba naturalmente hacer un buen regalo. Pero los buenos regalos salen caros y el mantra que profeso estos días de materialismo salvaje es el mismo que anuncia el presidente argentino: no hay plata esta Navidad.

Así las cosas, a mis ocho sobrinos, tan queridos todos, les he regalado un mísero billete de cien soles peruanos a cada uno, el equivalente a unos treinta dólares, a ver si con eso se compran unos calzoncillos o unos calcetines. Estoy seguro de que no van a recibir mi regalo con entusiasmo ni gratitud. En otros tiempos, cuando la televisión pagaba fortunas, le regalaba a cada uno de mis sobrinos un billete de cien dólares americanos, uno de cien libras esterlinas y uno de cien dólares canadienses. Ahora mi regalo se ha jibarizado a la suma minúscula de cien soles peruanos o treinta dólares americanos, pero la crisis me ha obligado a recortar severamente esos planes familiares, los así llamados planes platita.

A mis doce sobrinas, todas tan lindas, les he regalado, siguiendo el sabio consejo de mi asistenta draconiana, los perfumes del malayo Jimmy Choo, pero no los de cien mililitros, sino a duras penas los de cincuenta, un frasco pequeñito que se ofrecía a inmejorable precio de descuento. El problema que avizoro, claro, es que ellas, mis sobrinas, al abrir los perfumes del malayo de dudosa reputación, habrán de compararlos con los que les he regalado a sus madres, y entonces advertirán, porque tontas no son, de que en sus madres me he gastado el doble, perfumes de cien, y en ellas he ahorrado la mitad, adjudicándoles con vergonzosa ruindad los míseros perfumes de cincuenta. Es probable que mis sobrinas piensen entonces: el tío Jaime me quiere la mitad de lo que quiere a mi mamá, porque mi regalo cuesta la mitad de lo que ha gastado en mi mamá. Con lo cual el regalo, lejos de dejar contenta a su beneficiaria, la dejaría ofuscada o incluso humillada, un riesgo que por lo visto estoy dispuesto a correr.

Finalmente, a mis compañeros de trabajo en el canal de televisión les he obsequiado perfumes Ferragamo a los hombres y Calvin Klein a las mujeres, pero me he permitido la insolencia moral o el abuso deshonesto de regalarles no perfumes nuevos, sino probadores o “testers”, que, si bien no estaban abiertos, se ofrecían en unas cajas o envases que no lucían tan bien como los perfumes nuevos, regulares. En la farmacia ya saben que tengo una debilidad por los perfumes en cajas de probadores o “testers” porque suelen costar treinta por ciento menos que los nuevos. No creo que mis compañeros de trabajo se sientan ofendidos porque les he regalado perfumes en envase corriente, de cartón blanco, que se anuncian como probadores y en teoría no están a la venta. Una vez que los abres, es el mismo contenido, el mismo aroma, el mismo volumen. Si les sirve de consuelo a mis colegas, que sepan que en esa farmacia yo solo compro mis perfumes en versión de probadores o “testers”.

A las dos empleadas domésticas que trabajan con nosotros en esta casa, les hemos regalado los deliciosos chocolates de tejas de la legendaria marca Helena, solo que anoche, víctima de un antojo, abrí las dos cajas y me comí una chocoteja de cada una, y ahora espero que las señoras no adviertan que falta una chocoteja en su respectiva caja, pero sentí que yo también merecía un regalo.

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