Uno de sus primeros aliados fue Julio Cortázar. A inicios de 1962, Mario Vargas Llosa decidió suspender las correcciones de Los impostores, la novela que había comenzado a escribir en 1958 en Madrid y que terminó en París con más obstinación que inspiración. Estaba decidido a publicarla. Le envió una copia al escritor argentino de Bestiario, quien se sintió conmovido por la violenta historia de un grupo de cadetes de un colegio militar en Perú. Vargas Llosa presentó el manuscrito a editores franceses, pero solo recibió rechazos. Comenzó a dudar de su trabajo: “¿Para qué publicar algo inconcluso, todavía deforme?”, se preguntaba. Entonces Cortázar escribió a la editorial Joaquín Moritz en México: “Es un libro de una violencia, de una fuerza nada común en nuestros países. Un libro exasperado, por así decirlo, pero al mismo tiempo escrito con un dominio total de la lengua y una maestría que solo puede dar un talento natural para la novela”.
En paralelo, Vargas Llosa envió el manuscrito a Carlos Barral, fundador de Seix Barral en Barcelona. El editor quedó deslumbrado. Para asegurar la publicación decidió otorgarle el Premio Biblioteca Breve que ya tenía cinco versiones y convocaba el interés de los medios. Así, en octubre de 1963 se publicó la primera novela de Mario Vargas Llosa, que llegó a librerías apoyada por la publicidad del premio y con el título definitivo de La ciudad y los perros.
Sesenta años después, el escritor y premio Nobel peruano publicó su novela número 20, Le dedico mi silencio, su despedida del género. Hace dos semanas, también se despidió del periodismo de opinión: publicó su última columna en el diario El País.
Días antes del lanzamiento de la novela, el periodista y escritor Juan Cruz visitó a Mario Vargas Llosa en Madrid.
-Estaba de buen humor, hablamos de libros, de la novela que iba a salir, de que esta sería, en efecto, su última novela, y que ahora estaba haciendo acopio de información y memoria para escribir el que ahora será su último libro, en este caso de ensayo, sobre Jean Paul Sartre -cuenta.
A los 87 años, el escritor y premio Nobel peruano comenzó su retiro literario. Autor de novelas, cuentos, ensayos y piezas para el teatro, Vargas Llosa es también el último de los autores del boom latinoamericano, el grupo de escritores que cambió el paisaje literario y que internacionalizó la narrativa del continente.
Un fenómeno editorial que comenzó precisamente en 1963. El gran estallido, anotó José Donoso en Historial personal del boom, fue la publicación de la novela de Vargas Llosa. “La ciudad y los perros hizo hablar a todo un continente”, afirmó.
Reescribir la historia
No fue una generación ni un movimiento, pero sí un fenómeno literario, un éxito sin precedentes de lectores y de crítica para la novela latinoamericana.
“Lo que se llama boom y que nadie sabe exactamente qué es -yo particularmente no lo sé-, es un conjunto de escritores -tampoco se sabe exactamente quiénes, pues cada uno tiene su propia lista- que adquirieron de manera más o menos simultánea en el tiempo cierta difusión, cierto reconocimiento por parte del público y de la crítica”, dijo Vargas Llosa en 1971.
“Para mí que el famoso boom no es tanto un boom de escritores como un boom de lectores”, escribió García Márquez.
Hay cierto consenso entre los críticos en que el canon central del boom lo integran Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez y Carlos Fuentes. En una posición menos protagónica aparecen el cubano Guillermo Cabrera Infante y el chileno José Donoso.
Con la Revolución Cubana como gran influencia, en un momento de efervescencia creativa en las artes y el existencialismo como la filosofía en boga, los autores del boom “trataron de hacer en la ficción lo mismo que la revolución cubana trataba de hacer en la realidad: reescribir la historia”, dice el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez.
Gran retrato de las tensiones de la sociedad peruana, así como una crítica corrosiva al autoritarismo militar, La ciudad y los perros se enfrentó a la censura franquista. A regañadientes, Vargas Llosa aceptó hacer cambios al texto, entre ellos reemplazar la palabra “cetáceo” para referirse al director del colegio militar -término que al censor le pareció ofensivo- por “ballena”.
Lo que no pasó la censura fue el texto que Julio Cortázar escribió para la contratapa: “Implacable testigo del infierno, su alucinante experiencia puede ser también fórmula de redención el día en que nuestros pueblos descubran la libertad profunda que espera su hora enterrada al pie de las estatuas ecuestres de las plazas”.
Rápidamente la novela conquistó a la crítica y a los lectores. Aun antes de publicarla, Barral fue a la Feria de Frankfurt y comenzó a “mitificar” la novela, “resultado de lo cual hay muchos, demasiados editores teóricamente interesados en ella”, le contó.
El boom aún no se llamaba boom, pero ya tomaba forma. Carlos Fuentes, que en 1962 había publicado La muerte de Artemio Cruz, era uno de sus más activos promotores. En febrero de 1964 le escribió a Vargas Llosa: “Ahora, al leer una detrás de la otra El siglo de las luces, Rayuela, El coronel no tiene quién le escriba y La ciudad y los perros, me siento confirmado en este optimismo: creo que no hubo el año pasado otra comunidad cultural que produjera cuatro novelas de ese rango”.
Vargas Llosa respondió en abril: “Yo también creo que el foco neurálgico de la narración está hoy en América Latina y que ahí tienen que nacer la energía, los mitos, los procedimientos capaces de salvar el género, que aquí en Europa todos parecen decididos a liquidar de un modo o de otro”.
En 1965 el autor peruano terminó su segunda novela, La casa verde, una narración que alterna tiempos y espacios entre la costa peruana y el Amazonas y donde extrema las innovaciones narrativas. Uno de sus primeros lectores fue Julio Cortázar. El escritor argentino temía que la novela fuera inferior a la primera, como le escribió por carta, pero a las pocas páginas “ya estaba yo totalmente dominado por tu enorme capacidad narrativa, por eso que tenés y que te hace diferente y mejor que todos los otros novelistas latinoamericanos vivientes”.
Si La ciudad y los perros inauguró el boom, quien realmente lo universalizó fue Gabriel García Márquez.
Xavi Ayén, autor de la crónica más exhaustiva del grupo, Aquellos años del boom, dice que el “fenómeno masivo no empieza hasta Cien años de soledad, en 1967, porque esa es la obra que realmente multiplica el mercado y el número de lectores, provocando el efecto arrastre en todas las demás”.
En años sucesivos, Carlos Fuentes recibe el Premio Biblioteca Breve Seix Barral por Cambio de piel (1967); Julio Cortázar publica Modelo para armar (1968), y Vargas Llosa edita una de sus obras maestras, Conversación en la Catedral (1969). A ellos se suma José Donoso con su mundo de monstruos en El obsceno pájaro de la noche, en 1970.
El ojo en tinta
Artífice del éxito comercial fue la agente catalana Carmen Balcells. Para ella, las estrellas indiscutidas eran Vargas Llosa, el más brillante, y García Márquez, el genio.
“Mario es un intelectual, alguien con la cabeza muy bien amueblada, que atesora conocimientos eruditos sobre múltiples materias y, a la vez, es capaz de crear grandes obras (...) Es el primero de la clase, un cum laude. Por el contrario, Gabo es un genio en el sentido de que es un monstruo creador, una fuerza de la naturaleza, alguien tocado por la mano de Dios, que tiene un don y no se dedica a elaborar teorías o análisis sobre la cultura”, dijo.
Vargas Llosa y García Márquez se conocieron en 1967 y se hicieron muy amigos. El colombiano fue el padrino del segundo hijo del peruano, bautizado como Gabriel Rodrigo.
Ese año el autor de Cien años de soledad se radicó en Barcelona, convertida en el epicentro de la literatura en español. Tres años después llegó Vargas Llosa y se instaló en una casa a una cuadra del colombiano. José Donoso también se trasladó a Barcelona y luego a Cadaqués, y tras el golpe en Chile en 1973 aterrizó Jorge Edwards.
Para entonces la Revolución Cubana, que de algún modo los había aglutinado, comenzó a dividirlos. “Estoy sumamente inquieto, apenado y asustado con lo que ocurre en Cuba”, le escribió Vargas Llosa a Carlos Fuentes en 1969.
La censura y la persecución a los escritores incómodos, especialmente el caso del poeta Heberto Padilla, acusado de contrarrevolucionario, abrió una grieta que fue profundizándose. Vargas Llosa se alejó, mientras Cortázar y García Márquez mantuvieron su apoyo a Fidel Castro.
Finalmente, el abismo quedó sentenciado en Ciudad de México, el 12 de febrero de 1976. Aquella tarde, en el estreno privado del filme La odisea de los Andes, García Márquez fue a saludar a su amigo. Vargas Llosa lo recibió con un derechazo en el rostro que lo arrojó al suelo, al parecer por un lío de faldas. La escritora Elena Poniatowska corrió a buscar un filete crudo para el ojo del colombiano. De este modo terminaba la historia de amistad del boom, “con un filete ensangrentado en el ojo de Gabo”, anotó Xavi Ayén.
Sartre y Bovary
En París, donde terminó su primera novela, Vargas Llosa se enamoró de Flaubert y Madame Bovary, una de las influencias centrales de su trayectoria. Así lo recordó en febrero de este año, al integrarse como miembro de la Academia Francesa.
“Vargas Llosa es una Madame Bovary. Si ella se enamoró del amor de las novelitas románticas que leyó de joven, él se enamoró de la novela como tal. Ha escrito 20″, dice Arturo Fontaine. “Sugiero leer o releer La ciudad y los perros, Conversación en la catedral, La guerra del fin del mundo, Historia de Maita o La fiesta del chivo para sentir la fiesta que puede llegar a ser una novela. Hasta aquí llega su bovarismo. Pues el amor de Vargas Llosa, a diferencia del de Bovary, ha sido una continua revelación y afirmación de la vida en su multiplicidad. Además, ha escrito con lucidez sobre la novela misma, y sobre tantos novelistas de ayer, de ahora, de siempre. Así, desde luego, hay que leer y releer su libro sobre Madame Bovary o ese, tan actual, que se llama La utopía arcaica. Ahora escribe sobre Sartre”.
En marzo, Vargas Llosa cumplirá 88 años. “Es una edad que requiere, para escribir, para pensar, para poner por escrito lo que se piensa, mucha memoria, sin la cual es imposible escribir novelas o cualquier cosa. Por supuesto que también para escribir artículos”, dice Juan Cruz.
-A sus lectores nos fastidia, pero a él, a su vida, ya le viene bien dejarnos con lo escrito, y no está nada mal que su pluma sea la que nos diga lo que merece ser dicho, por él al menos, sobre el personaje que en un tiempo más le influyó y luego más lo desconcertó: Jean Paul Sartre -concluye.
Opinión de Carlos Franz: El retiro de Vargas Llosa
En alguna parte leí que entre las innumerables estatuas que adornan Praga hay una que representa a cierto santo campesino que domesticó a un demonio, lo unció a su arado y lo hizo trabajar para él. Cuando recuerdo a ese santo pienso en Vargas Llosa. El novelista peruano suele llamar “demonios” a las obsesiones literarias que lo condujeron a escribir decenas de miles de páginas. Esta metáfora, de origen romántico, no es muy original. Mucho más interesante es constatar que, en realidad, Vargas Llosa hizo lo contrario: fue él quien condujo a sus demonios, con santa paciencia los ató al arado de su escritorio e hizo que labraran para él su vastísima obra literaria.
Ahora, Vargas Llosa ha anunciado que no escribirá más novelas ni columnas. Ya no arará más. Y yo me pregunto: ¿Qué pasará con esos diablos desuncidos de su arado? ¿Volverán a su estado salvaje para atormentar los últimos años del escritor jubilado? Espero que no. Prefiero pensar que el novelista y sus demonios domesticados descansarán juntos contemplando, satisfechos, su obra terminada: el inmenso campo fértil que cultivaron.