Como mis padres vivían en una casa en el campo a una hora de la ciudad, la cocina estaba llena de moscas y colgaban del techo unas cintas adhesivas amarillas donde las moscas quedaban atrapadas, agonizaban y morían. Era espantoso ver a tantas moscas sobrevolando en la cocina o tratando de escapar de aquellas cintas colgantes.
Cuando yo tenía hambre, entraba en la cocina a ver si podía comer un plátano o una manzana, pero éramos tantos hermanos, dos mujeres, ocho hombres, diez en total, que mi madre, harta de que sus hijos asaltásemos todo el tiempo la nevera y la despensa, decidió cerrar con un candado grueso tanto la despensa como la nevera, y solo ella y la cocinera tenían las llaves donde se escondían los botines que nosotros, sus hijos, queríamos rapiñar.
No tardó uno de mis hermanos, el más apto genéticamente para el hurto y el latrocinio, en obtener una copia de ambas llaves, lo que le permitía saquear la refrigeradora, comiendo a toda prisa los quesos y los jamones, y a continuación desvalijar la despensa, tragando los dulces importados que mi madre compraba en una tienda que los traía de contrabando. Muy rara vez mi hermano, que era un toro, y me intimidaba físicamente, me permitía acompañarlo en sus asaltos furtivos a las cosas más ricas de la cocina.
Los fines de semana yo pasaba menos hambre porque mi padre estaba en casa y en su honor la venerable cocinera hacía unos desayunos pantagruélicos, con abundancia de huevos y salchichas (mi padre hacía alarde de su virilidad, tragando a veces los huevos crudos, lo que me parecía asqueroso). Pasado el mediodía, mi padre empezaba a tomar whiskey, al tiempo que sintonizaba en la radio las noticias en inglés de la BBC de Londres y fumaba una de sus tantas pipas. Cuando se aburría, entraba en la cocina, cogía un matamoscas y sucumbía a una de sus pasiones favoritas: aplastar moscas, dándoles golpes con el enrejado de plástico alargado que era el matamoscas. Mi madre no se atrevía a cerrar con candado la nevera ni la despensa cuando mi padre estaba en la casa, porque él era el dueño y señor de la casa y comía lo que le daba la gana, cuando le daba la gana. No le gustaban los dulces, tampoco las frutas, en eso yo no me parecía nada a él. A mí me encantaba comer un plátano, una manzana, unas uvas verdes, no digamos ya un chocolate importado. Mi padre prefería comer aceitunas, quesos, salchichas, jamón serrano. Era una bestia para comer y para beber. Siempre estaba bebiendo y comiendo, y por eso los fines de semana yo podía deslizarme sigilosamente en la cocina y sacar algo deprisa de la nevera o la despensa, gracias a que mi padre le prohibía a mi madre cerrarlas con candado.
A veces mi padre me retaba a un juego de ajedrez, pero dejó de desafiarme cuando empecé a ganarle. No era bueno perdiendo, se enojaba con facilidad, sus gestos se crispaban y su mirada se enturbiaba. Solía estar molesto con la vida, con su vida en particular. No había tenido suerte, o él pensaba que no había tenido suerte, porque cuando era niño se enfermó de los huesos y se volvió cojo. Tenía cuatro hermanos menores, todos muy listos, todos muy guapos, y ninguno era cojo, salvo él. Probablemente pensaba, pero no lo decía, o no me lo decía a mí, que la vida se había ensañado con él, que el destino había sido injusto con él, que Dios lo había castigado, rebajándolo a ser cojo desde niño. Vivía en una casa en el campo muy bonita, con muchos empleados domésticos que lo servían, y tenía una esposa devota y abnegada que lo quería, y diez hijos que lo respetaban o le temían, y una colección impresionante de armas cortas y largas, pero nada de eso compensaba la antigua tristeza o la rabia incurable de ser cojo. Seguramente pensaba, porque era creyente: ¿por qué carajos Dios me castigó con la cojera cuando solo tenía ocho años? ¿Qué hice de malo para que Dios me hiciera cojo el resto de mi puta vida?
Además de sufrir la humillación de ser cojo desde niño sin haber hecho nada para merecerla, mi padre fue nuevamente emboscado por el azar y castigado por la saña de los dioses, quienes decidieron, con la intención de humillarle nuevamente, que yo sería su hijo mayor y el que llevaría su nombre y su apellido. Cojo y jodido, cojo y bebiendo, mi padre esperaba que su hijo mayor, el que llevaba su nombre y su apellido, fuese diseñado genéticamente como él: un hijo rudo, recio, tosco, pendenciero, un hijo pistolero y cazador de animales, un hijo que tragase huevos crudos y enseguida eructase de un modo ruidoso. Pero tuvo la peor suerte del mundo, porque a la infamia de ser cojo se sumó improbablemente, por mandato de los dioses, la vergüenza insoportable de que yo fuese su hijo mayor: un hijo sensible, delicado, femenino, un hijo que no quería disparar armas de fuego ni matar animales, un hijo afectado e intelectual, idéntico a su madre, contrario a él, un hijo que se asqueaba y vomitaba si lo obligaban a tragar un huevo crudo. Entonces mi padre se odiaba a sí mismo por ser cojo, odiaba a la vida por haberlo rebajado a ser cojo y enseguida me odiaba a mí por haberle salido un hijo fallido, defectuoso, un hijo genéticamente chueco, torcido, ahembrado. Ni su cojera ni mis defectos genéticos tenían cura ni remedio, y por eso mi padre disolvía sus rabias bebiendo whiskey, limpiando sus pistolas y saliendo de cacería con sus amigos.
Por suerte, después de mí, que le hice sufrir tanto, que le infligí sin querer una derrota dolorosa en su orgullo, mi padre tuvo luego no uno, sino siete hijos varones, y todos le salieron machos bien machos, rudos, recios, toscos, pendencieros, amantes de las pistolas y las cacerías, y entonces encontró en ellos, sus hijos genéticamente afines a él, la complicidad y la amistad que nunca pudo hallar en mí, porque yo era completamente mi madre, idéntico a mi madre, y mi padre me observaba con desdén y seguramente veía a su esposa en miniatura, con una dotación genital masculina. Harto de ser cojo, harto de ser mi padre, vengaba esas afrentas bebiendo, insultándome, burlándose de mí, diciéndome señorita, mariquita, bailarina, cosas así. En sus peores momentos de rabia y frustración, mi padre me obligaba a bajarme los pantalones de espaldas a él, se sacaba el cinturón y me daba golpes en las nalgas, como si yo fuera una mosca en la cocina, como si su correa fuese un matamoscas, como si al golpearme estuviese matando a la mosca odiosa, zumbona, impertinente, que era yo, su hijo mayor. Mi padre quería que le saliera un hijo águila y le salió una hija mosca, cómo podía no odiarme, cómo podía no lastimarme con el matamoscas que era su correa. Ahora lo entiendo: como él era cojo, quería que yo fuese cojo también, quería hermanarnos en la cofradía de la desdicha, y por lo visto lo logró, pues sentir que mi padre me detestaba me hizo cojo del espíritu, lisiado del alma, así que los dos terminamos cojos, jodidos y odiándonos la vida entera.
Ahora vivo en una casa en una isla, una casa bastante más pequeña que la casa de campo de mi infancia, y por fortuna no hay moscas ni matamoscas en la cocina, aunque siempre hay plátanos, manzanas y uvas verdes, y quienes vivimos en esa casa podemos comer lo que nos dé la gana, cuando nos dé la gana, sin llaves ni candados. Pasada la medianoche, cuando mi esposa y mi hija duermen, me permito la indulgencia de bajar a la cocina y comer los chocolates más ricos. Hacia las tres de la mañana, dejo de leer, apago las luces y a veces le digo a mi padre: espero que estés en un lugar mejor, un lugar donde ya no seas cojo y puedas correr y bailar como tus hermanos, un lugar donde ya no estés molesto conmigo porque salí idéntico a mi madre, mil disculpas, papá.