Eran las once de la noche cuando salí del canal de televisión conduciendo una camioneta negra de fabricación alemana por un barrio desangelado y pobretón en la periferia de la ciudad. Me detuve a dejar latas de comida a unos gatos callejeros, les hablé con diminutivos en el antiguo lenguaje del amor, subí a la camioneta y reanudé la marcha. Si no había obras en la autopista, ni un accidente, llegaría a casa una hora después, hacia la medianoche.
De pronto, el hilo delgado e invisible de la felicidad se rompió, como si mis enemigos me hubiesen tendido una emboscada. La vida humana, o mi vida humana, es la reiteración predecible de unos hábitos más o menos sosegados que componen la rutina, y de la observancia a esa rutina se desprende algo parecido a la felicidad. Hasta que algo ajeno a nuestro control y nuestra voluntad quiebra el hilo invisible de la felicidad, interrumpe la placidez de la rutina y nos asalta con saña, perfidia y mala leche.
Al advertir que la camioneta temblaba y avanzaba con dificultad, una rueda delantera haciendo un ruido extraño, pedregoso, y al ver las alarmas amarillas que se encendieron en el tablero electrónico informándome con estridencia de que un neumático tenía una crisis de aire, comprendí que una goma delantera se había estropeado. Angustiado, me detuve, bajé y comprobé que una llanta estaba baja, totalmente baja.
Para un hombre recio y hábil, apto para las tareas manuales, que se pinche un neumático es un problema menor que resolverá en pocos minutos. No es mi caso ciertamente. No soy un hombre recio, hábil ni apto para los trabajos manuales. Soy un inútil. Soy un hombre delicado. Soy una señora. No sé cambiar un neumático, nunca he cambiado uno. En mi caso, ver la rueda perforada, desinflada, es una tragedia, una crisis terrible, un problema grave, gravísimo. Consciente de mis patéticas limitaciones, me propuse manejar hasta la gasolinera más cercana, a ver si alguien se compadecía de mí y me ayudaba a cambiar la llanta. Cuando llegué a la estación de servicio, la camioneta avanzaba a duras penas, lentamente, y el caucho desinflado la hacía temblar y ladearse a la derecha.
Había una máquina de aire para inflar ruedas pinchadas, pero se activaba con monedas de veinticinco centavos, así que le pedí al cajero que me cambiase un billete por monedas, pero el joven me dijo que no podía hacerlo porque ya había cerrado la caja. En ese momento pensé que hacía muchos años dejé de llevar monedas de veinticinco, diez, cinco centavos. Antes llevaba un monedero de cuero, ya no lo hago más. Eché en falta las benditas monedas. Quise activar la máquina de aire con mi tarjeta de crédito, pero no lo conseguí. Derrotado, humillado, pensé en rendirme, llamar a un taxi y dejar la camioneta allí mismo. Sin embargo, tuve suerte. Un hombre de acento venezolano, chofer de taxi, me reconoció de la televisión, se acercó amablemente y me ofreció ayuda.
Enseguida el venezolano y yo nos abocamos a la tarea de sacar el neumático de repuesto y cambiarlo por el caucho agujereado. Sin embargo, por mucho que buscamos, fue imposible encontrar una llanta de recambio. Entonces el buen samaritano me dijo que mi camioneta era tan moderna que no traía una goma de repuesto y que no convenía inflar el caucho estragado con la máquina de aire de la gasolinera, pues la rueda era asimismo tan moderna que solo funcionaba con un inflador de alta tecnología que venía con la camioneta. El buen hombre trató entonces de inflar la goma con el aire de alta tecnología comprimido en el inflador moderno de la camioneta, pero fracasó, porque el inflador no tenía aire tecnológico, se encontraba vacío. Yo no lo podía creer. La camioneta no tenía llanta de repuesto y el inflador de aire tecnológico no servía. Pensé echarme en el asiento trasero, romper a llorar, pedir una ambulancia y dirigirme a cuidados intensivos de un hospital cercano para que me sedasen de inmediato. Pero el venezolano, indesmayable, sacó sus propias monedas, activó la máquina de aire y comenzó a inflar la goma a la antigua, con un aire digamos antiguo, no con el aire de alta tecnología que supuestamente debíamos usar. Una vez que la rueda engordó y se hinchó, el hombre me dijo que condujese deprisa, pero no por las autopistas, sino por calles y avenidas, y que, si la llanta perdía todo el aire más allá, me detuviese en otra gasolinera a inflarla nuevamente, y así hasta llegar a mi casa. Le di una propina, lo abracé y salí manejando como un demente.
A pesar de que soy agnóstico, un agnóstico inconstante, de pronto me volví creyente, pío, devoto, fanático religioso, y al tiempo que aceleraba la camioneta, a sabiendas de que el neumático habría de desinflarse más o menos pronto, le pedía a la Divina Providencia que me ayudase, me socorriese, me permitiese llegar a salvo a mi casa, sin necesidad de llamar a grúas o auxilios mecánicos. Unos kilómetros más allá, la camioneta empezó a temblar y escorarse a la derecha, las alarmas amarillas del tablero chillaron como insultándome y la rueda averiada comenzó a girar con creciente dificultad, lo que me obligó a detenerme en otra gasolinera, donde el cajero, un señor cubano, camiseta roja y pelo canoso, se apiadó de mí, comprendió que soy un inútil, un hombre delicado, una señora, y metió la manguera de aire en el inflador de la goma y procedió a hinchar de nuevo la llanta baja, mientras yo, a punto de llorar y llamar a una ambulancia, pensaba que necesitaba que me metiesen la manguera a mí también y me echasen aire porque estaba perdiendo aire aceleradamente y sentía como si fuera a desmayarme, a desfallecer, a colapsar.
De nuevo salí conduciendo a toda prisa como un fugitivo, mientras rezaba, pidiéndole a Dios que la goma aguantase un poco más, que no quedase chata y vacía tan pronto, que me llevase a casa sin más pascanas ni sobresaltos. Pero, comprensiblemente, Dios no atendió mis plegarias oportunistas y cuando el caucho volvió a quedarse sin aire, entré en la tercera estación de servicio, el tercer y último grifo de aquella noche espantosa que de buenas a primeras me había puesto a sufrir.
Detenido frente a la máquina de aire de la gasolinera, sin monedas para hacerla funcionar, sentí de pronto una voz amiga, con marcado acento argentino, preguntándome si necesitaba ayuda. Era un muchacho en bicicleta, vestido con ropa deportiva, que no vaciló en acercarse y socorrerme, y a quien prometí una propina generosa. Mientras sacaba sus monedas de cuartos y metía aire en la goma de la desgracia, el joven me dijo que se llamaba Tiago y había servido en las fuerzas militares de su país. Luego, con una sonrisa encantadora, de rodillas frente a la rueda pinchada, me miró a los ojos y me dijo que él, como todos los argentinos, amaba a los peruanos, y entonces, emocionado, solo alcancé a decirle que yo también amaba a los argentinos, a todos los argentinos, o a casi todos, y a él en primer, primerísimo lugar. Por eso le di una buena propina, además de mi tarjeta, y le dije que estaba a sus órdenes. Gracias a los buenos oficios de Tiago, salí disparado de la gasolinera, conduje hasta mi casa y llegué con el neumático todavía resistiendo. Era la una de la mañana cuando entré en mi casa, saludé al perro y a la gata, abracé a mi esposa y entonces, recién entonces, rompí a llorar, al tiempo que le decía soy un inútil. Luego pensé en Tiago.