Se han cumplido dos años desde que mi hermana mayor perdió la vida, atropellada mientas montaba en bicicleta cerca de su casa en la playa. No se sabe quién la atropelló. Los auxilios médicos tardaron en llegar y fueron insuficientes. Murió antes de cumplir sesenta años.
A pesar de que soy agnóstico, a veces le hablo a mi hermana. Por lo general le digo: espero que estés en un lugar mejor, espero que sigas escribiendo poesía, espero que en el cielo haya muchos libros de poesía, espero que haya un mar o unos mares con unas olas que corres como solías correr las de los mares cercanos a tu casa. Con frecuencia también le pido favores. Por ejemplo: te ruego que me ayudes a que suba el rating del programa, te imploro que me ayudes a bajar de peso, te suplico que me des paciencia y humildad para no seguir peleándome con la familia entera, te pido que me cuides la salud porque mi hija menor me necesita vivo unos años más.
En los próximos días estaremos en las montañas nevadas y seguramente le pediré a mi hermana que me ilumine para bajarlas deslizándome en los esquís, zigzagueando, bailando en la nieve o con la nieve, y no rodando como una bola de grasa que se convierte en una bola de nieve. En las montañas nevadas presiento a los dioses escondiéndose tras los árboles, fisgoneando cómo hacemos el ridículo los humanos que no sabemos estarnos quietos, y al mismo tiempo presiento la majestuosa superioridad de la naturaleza sobre la insignificancia de nosotros los humanos y la cercanía de la muerte si das un mal paso, sufres un tropiezo, te desvías del sendero y te estrellas contra un árbol.
Tal vez porque nuestra gata lee mi inconsciente, penetra en las tinieblas de mi espíritu y avizora la muerte, mi propia muerte, es que ella, tan sabia, me ha buscado estos últimos días, se ha sentado en mi regazo y, ronroneando, me ha transferido su energía limpia, pura, sanadora, una energía que disuelve mis fuerzas autodestructivas y espanta al agazapado fantasma de la muerte. Yo no le tengo miedo a la muerte. Es un descanso, un alivio, un reposo. Es volver a ser lo que éramos antes de nacer: nada, la nada misma, polvo infinitesimal. Es liberarnos de la odiosa servidumbre de nuestra identidad y nuestro pasado, escapar de nuestro cuerpo tan venido a menos, huir de esta vida inútil e irrelevante de principio a fin. Dejar de ser uno mismo tiene que ser un premio: el castigo sería seguir siendo uno mismo toda la eternidad.
Pero tal vez la muerte abre las puertas de un viaje fascinante al más allá. En ese caso, si el espíritu pervive, si se transfigura en algo que no habrá de corromperse ni expirar, solo pido a los dioses en los que no creo y a las vírgenes a las que no adoro que me permitan ser otro, o ser otra, y no cargar con el baldón de la vida miserable que he vivido, y cambiarme de nombre y apellido, y hablar otras lenguas, y tener otras nacionalidades o todas las nacionalidades, y encontrarme con mi hermana, y con mis abuelos, pero no con mi padre, a menos que mi padre ya no esté molesto, ya no esté borracho, ya no cojee, ya no siga insultándome. Si me apuran, yo prefiero no hacer ese viaje, prefiero morir del todo. Últimamente me da pereza salir de viaje, y un viaje a la eternidad me da una pereza infinita.
Han sido días tristes en la isla porque una mujer de sesenta y seis años fue atropellada, mientras montaba en bicicleta, y perdió la vida. No es raro que los humanos nos atropellemos unos a otros: es la historia de la humanidad y el deporte más popular de este país en el que vivo hace tantos años. Yo dejé de montar en bicicleta porque sufrí un accidente en el que salvé la vida de milagro. Solo salgo a caminar al final de la tarde. Todo está tan peligroso que ahora salgo a caminar con casco.