Arcade Fire en Lollapalooza 2024: todos los colores
El cierre con Wake up se permitió un desvío conmovedor, con parte de la letra traducida por Butler al castellano. Ya sabíamos que los coros de esa canción elevan el ánimo a la primera escucha, pero en vivo —y anoche en Chile, en particular— la altura tomó otra fuerza, acaso espiritual.
La primera vez que Arcade Fire tuvo un show en Santiago —hace diez años y en las similares circunstancias del cuarto Lollapalooza-Chile—, su energía era la de una banda brillante pero que aún cargaba con el deber de la promoción, con todo por delante y una identidad en camino a fortalecerse. Este sábado 16, en cambio, en su tercera visita al país, la audiencia chilena se reencontró con un grupo que ya puede ostentar una historia, y que por lo tanto plantea su concierto como un recorrido de pasos firmes, que de inicio a fin consigue concentrar temas muy populares, aunque también permitirse desvíos formales que nunca debilitan la emocionante construcción de su sonido ambicioso y multicolor.
A menos de veinticuatro horas de haber hecho un show en Buenos Aires, Arcade Fire tomó el escenario de su única cita del año en nuestro país con otro orden en su repertorio, energía sincera y sorpresas memorables.
El arco dado a la selección de canciones comprometía en simultáneo escucha, cuerpo y emoción: partir con Ready to Start, pegar a medio camino Rebellion (Lies) y las dos partes de The Lightning, y luego avanzar hacia un final con Wake up es fórmula segura para impedir cualquier planicie (el que puede, puede). La banda avanzaba así por su discografía sin privilegiar un disco sobre otro (Neon Bible tuvo solo una cita, pero todos los demás dos o tres), dándolo todo en instrumentos al servicio de esos crescendos pop que son su marca: a veces, dos baterías; a veces, un piano adelante; siempre, guitarras enérgicas.
Son ocho músicos sobre el escenario. En disco, el contraste entre las voces de Win Butler y Régine Chassagne es seductor, pero en vivo aquello se potencia por una impronta escénica que también es dual; tan aplicado y empático él, tan vivaz y encantadora ella.
En dos momentos diferentes del show, los vocalistas bajan y caminan por entre la audiencia, volviendo así las canciones Afterlife y Sprawl II (Mountains Beyond Mountains) un lazo de empatía que se suma a su irresistible construcción sonora. Son canciones enormes, capaces de sostenerse solas, pero que la banda quiere fijar como una experiencia en vivo en sí mismas.
Al fin, es eso lo que busca quien asiste a un concierto y sabe que no hay experiencia que se compare a la de la música entregada con corazón.
El nivel emocional ya era alto cuando, hacia el final, el grupo presentó a “nuestra nueva mejor amiga”, y entonces Javiera Parra y su charango se sumaron a una interpretación colectiva para Gracias a la vida que no tuvo nada de esquemática. La admiración era evidente en los cruces de sus miradas, de lado y lado.
El cierre con Wake up se permitió un desvío conmovedor, con parte de la letra traducida por Butler al castellano. Ya sabíamos que los coros de esa canción elevan el ánimo a la primera escucha, pero en vivo —y anoche en Chile, en particular— la altura tomó otra fuerza, acaso espiritual. Cerraba un concierto planteado como una celebración auténticamente colectiva y sin exclusiones, capaz de hacer parecer que todo el movimiento, ruido e imposturas alrededor de un festival podían detenerse en favor de otro tipo de sintonía.
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