Los zorros y las zorras: un relato de Jaime Bayly
Al llegar al aeropuerto de Carrasco en Montevideo, sorprende la primera señal de eficacia y modernidad: una máquina lee el pasaporte azul de los Estados Unidos, reconoce tu rostro y te permite ingresar al país en menos de un minuto, de modo que, siendo estadounidense, es más fácil entrar al Uruguay que a los Estados Unidos.
Al llegar al aeropuerto de Carrasco en Montevideo, sorprende la primera señal de eficacia y modernidad: una máquina lee el pasaporte azul de los Estados Unidos, reconoce tu rostro y te permite ingresar al país en menos de un minuto, de modo que, siendo estadounidense, es más fácil entrar al Uruguay que a los Estados Unidos, pues no hace falta entregar el pasaporte a un agente uniformado ni contestar las odiosas preguntas acostumbradas: a qué viene o por qué viene, cuánto tiempo se quedará en este país, dónde se hospedará. Es decir que nada más pisar la bendita tierra uruguaya, uno siente que el país te recibe con amabilidad y nadie te somete a un interrogatorio.
El hotel Sofitel Casino Carrasco, una joya arquitectónica erigida frente al río, está a solo diez minutos en auto del aeropuerto. Se llega entonces enseguida, sin grandes atascos de tráfico, mientras el conductor, que no llevaba un cartel con mi nombre y me ha saludado en el aeropuerto como si fuéramos amigos del colegio, me cuenta que hace poco llevó a las playas de José Ignacio a un pariente mío llamado Felipe. ¿Será mi hermano Felipe?, le pregunto, sorprendido. No, no, me aclara o me confunde el chofer. No se llama Felipe Bayly, se llama Felipe, es peruano y dice que es su pariente, pero tiene otro apellido. ¿Qué apellido?, le pregunto. No recuerdo, me dice. Si dice que es mi pariente, pues será mi pariente, le digo. Luego pienso: a lo mejor es mi pariente y no me he enterado.
Después de pasar una noche en Montevideo, regresamos al aeropuerto de Carrasco y volamos en helicóptero hasta Punta del Este. El día está espléndido y parece propicio para volar. El piloto Sebastián me permite sentarme a su lado. Mi esposa y nuestra hija van en la fila de atrás. Volamos a unos doscientos kilómetros por hora, pero allá arriba no se siente la velocidad, incluso parece que vamos despacio, al tiempo que Sebastián bordea la línea costera: Atlántida, Piriápolis, Punta Ballena, Punta del Este, La Barra, José Ignacio, y luego se aleja del mar, dirigiéndose al hotel en el campo, a unos diez kilómetros de las playas. Todo el tiempo voy pensando en el expresidente chileno Piñera y en el banquero argentino Brito, quienes perdieron la vida en accidentes de helicóptero, uno al sur de Chile, el otro al norte de Argentina, pero no los nombro, no le pregunto al piloto por qué Piñera, guiando su propio helicóptero, cayó al lago y no pudo salvar la vida. Atrás, mi esposa toma fotos y graba vídeos. En menos de media hora, aterrizamos en el helipuerto del hotel, después de sobrevolar la estancia de la familia Brito, donde el rostro del banquero fallecido está dibujado en su helipuerto, en homenaje a su memoria.
El hotel Fasano de Punta del Este supera de inmediato las expectativas y no deja de maravillarnos por su buen gusto, su atención a los detalles, su refinamiento sin alardes, sus libros y mapas antiguos y su aire noble, campestre. Construido sobre una amplia extensión de pastos verdes y árboles centenarios de casi quinientas hectáreas, cuenta con solo diez habitaciones y veinte casitas. Hemos reservado dos casitas y nos asignan un carro de golf por cada una. Mi esposa y nuestra hija duermen en la casita número cuatro, yo en la tres. Ellas despiertan a las diez de la mañana y toman desayuno. Yo revivo a la una de la tarde y no desayuno. Desde la terraza de cada casita, el paisaje es precioso: ningún humano, ningún edificio, ningún ruido urbano, solo una vasta y al parecer interminable extensión de campos verdes. Oteando el horizonte, respirando el aire limpio del campo, uno siente que ha llegado al paraíso y que allí habrá de descansar como merece.
El hotel tiene tres piscinas: una en el campo, rodeada de piedras; otra en el edificio modernista de tres pisos; y una en el spa. Manejar en el carro de golf de la casita a la pileta en el campo es el colmo de la pereza: es tan corto el trayecto que uno llega en menos de tres minutos. Dado que no bebo alcohol, paso la tarde tomando jugos de frutas y cafés. De pronto aparecen, amigables, confianzudos, los zorros de monte que viven en el hotel. Nunca había visto tan cerca a un zorro. Aquellos zorros uruguayos parecen perros, solo que tienen un hocico más alargado, unas orejas cortas y erguidas y una cola más voluminosa. No son como los zorros grises, son más pequeños y suelen ir en pareja o en grupos de tres. Para mi sorpresa, no vacilaron en acercarse a nosotros, esperando que les diésemos de comer. Aunque los muchachos que atendían en la piscina nos sugirieron no arrojarles comida, resultó inevitable amigarnos con los zorros y ofrecerles comida. Siendo zorros, eran astutos, inteligentes, oportunistas, y ya sabían que nosotros los queríamos y encontraríamos la manera discreta de alimentarlos. Yo les daba todo: jamones, quesos, pedazos de pechuga de pollo, trozos de lomo, pizza margarita, pan con mantequilla, huevos revueltos, todo. Incluso cuando ya no teníamos carnes, quesos ni panes, les tirábamos frutas y las comían todas: sandías, melones, plátanos, piñas. Quedé fascinado con esos zorros perros. Uno se me acercó tanto que le puse la mano en el hocico y la lamió, en señal de amistad o gratitud.
Al final de la tarde, hacia las seis, antes del crepúsculo, volvíamos a las casitas y los zorros, tan astutos, ya sabían que yo estaba en la casita número tres, y entonces me esperaban en la parte trasera de ese bungalow, echados en los vastos jardines cada tanto interrumpidos por largos cactus erectos. Entonces yo abría el mini-bar y les tiraba a los zorros las cosas más insólitas, pensando que no las comerían, pero comían todo, literalmente todo: papitas fritas, barras de granola, chocolates, alfajores, manís, pistachos. Había uno que, cuando se acababa la comida, se ponía a aullar como un demente, y sus gritos parecían los de un humano en peligro, a punto de morir, y entonces yo le servía coca cola en un vaso de plástico y el zorro quejumbroso la bebía y aullaba con más estridencia, quizá azuzado por la cafeína y el azúcar.
Hasta que una tarde, al pie de la piscina en el campo, la gerente del hotel se acercó con rostro adusto y me riñó en tono severo por darles de comer a los zorros, diciendo que, debido a ello, es decir por mi culpa, los zorros se acercaban a los huéspedes en la pileta, mortificándolos. Por supuesto, le pedí disculpas a la señora, pero pensé que su amonestación tal vez era injusta, porque los zorros ya se encontraban merodeando la pileta antes de que yo llegase al hotel, y a buen seguro seguirían curioseando por allí, a la espera de que algún turista compasivo, de buen corazón, les arrojase algo de comer, cuando nosotros, sus amigos, ya no estemos alojados. Es un error ver a los zorros como una amenaza o unos enemigos. Al contrario, la presencia de aquellos animales enriquece la experiencia en ese hotel en el campo y dota a los viajeros de unos recuerdos memorables. Quiero decir, los zorros mejoran al hotel, no lo empeoran en modo alguno, sino que lo hacen pintoresco e inolvidable. Esos zorros uruguayos viven en promedio cinco o seis años. Las zorras quedan preñadas todos los años y suelen parir en primavera entre tres y seis cachorros. Curiosamente, dicen que los zorros son monógamos, pero no me consta. Siendo tan astutos, quizás fingen ser fieles a una sola zorra, pero se aparean con varias a escondidas.
Una tarde, el piloto Sebastián nos llevó en helicóptero a la playa, y aterrizó literalmente en la playa, en el helipuerto de un amigo, y me permití un corto y accidentado baño de mar, corto porque el mar estaba frío y accidentado por sus olas crispadas que me revolcaron. Otra tarde, el hotel nos organizó un paseo a caballo, y el abnegado caballo que soportó mis cien kilos sobrevivió a duras penas al suplicio de llevar tan pesado lastre sobre su lomo.
Probablemente lo que más recordaremos de ese hotel son sus zorros y los vuelos en helicóptero. Debido a ello, estamos pensando volver el próximo verano.
El piloto Sebastián nos llevó en helicóptero de regreso a Montevideo, un vuelo corto, menos de media hora. Es posible volar en helicóptero de Punta del Este a Buenos Aires, dos horas de vuelo, no tenía idea. Esta vez me senté en la segunda fila, al lado de las mujeres que gobiernan mi vida. De nuevo, no me atreví a preguntarle a Sebastián por qué el expresidente Piñera cayó al lago y no pudo salir a tiempo de su helicóptero.
Una vez en Montevideo, cenamos en el restaurante Manzanar, altamente recomendable, y comimos helados en la legendaria heladería Los Trovadores del barrio de Pocitos, que en octubre cumplirá noventa años de fundada. El helado de menta granizada que nos invitaron Gustavo y su hijo Mauro será otro de los recuerdos estelares de ese viaje memorable al paraíso en el coño sur. Con suerte, volveremos el próximo verano, cuando me resigne a celebrar, o mejor dicho a conmemorar, mi sexagésimo aniversario.
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