Aquel verano inolvidable: un relato de Jaime Bayly
Mi vida cambió para siempre cuando, a un mes de cumplir dieciséis años, durante las vacaciones escolares del verano, conseguí, gracias a mi madre, mi primer trabajo, y acaso el que acabaría siendo el último de mis trabajos: ser periodista, un oficio que, si te apasionaba, lo sería para toda la vida, un oficio al que no podrías renunciar.
Mi vida cambió para siempre cuando, a un mes de cumplir dieciséis años, durante las vacaciones escolares del verano, conseguí, gracias a mi madre, mi primer trabajo, y acaso el que acabaría siendo el último de mis trabajos: ser periodista, un oficio que, si te apasionaba, lo sería para toda la vida, un oficio al que no podrías renunciar.
No hice ningún mérito para conseguir, todavía quinceañero, ese trabajo. No estaba preparado para ser periodista. Pero mi madre, preocupada por mi conducta díscola, angustiada por la guerra de guerrillas que librábamos mi padre y yo, habló con unos amigos religiosos, les rogó que me aceptasen como practicante no pagado durante el verano y les prometió que yo no habría de defraudarlos:
-Todo el día está leyendo -les dijo-. Se pasa el día leyendo periódicos y revistas. Sabe todas las noticias. Sabe mucho de política.
Por supuesto, mi madre exageraba. Tenía que hacerlo. Era mi madre y, en cierto modo, también mi agente. Aunque se encontraba cegada por el amor, consiguió ser una visionaria, penetrar en el futuro y advertir que yo, su hijo mayor, un perfecto inútil, un bueno para nada, podía ganarme la vida escribiendo las noticias, comentando las noticias o, si no había noticias relevantes, inventando las noticias.
Cuando subí por vez primera las escaleras crujientes del periódico conservador que me abrió sus puertas aquel verano inolvidable, y entré en la sala de redacción con unos balcones que se asomaban al jirón peatonal, y contemplé a un regimiento de locos, orates y chiflados que golpeaban sus vetustas máquinas de escribir como si estuvieran boxeando imaginariamente con las noticias, al tiempo que fumaban tabaco y bebían pisco y ron, comprendí que había llegado a un manicomio, una cantina, un burdel. Entonces me sentí en casa y supe que allí sería feliz, que ese era mi lugar en el mundo.
Mi jefe, un hombre grueso y peludo que había combatido como voluntario extranjero en la segunda guerra mundial y era ferozmente anticomunista, dirigía las páginas internacionales. Me encomendó la tarea de recortar los despachos cablegráficos de las agencias de prensa que, en un cuarto minúsculo y sombrío, se imprimían con estrépito en rollos de papel. Ese habitáculo era entonces mi diminuta oficina, donde los teletipos vibraban en medio de un fragor incesante y escupían en tintas de colores todo lo que estaba ocurriendo en el mundo. A mi jefe, que a veces entraba en aquella salita conspirativa de los teletipos y me contaba que había sido repasador a bayoneta de cuchillo en la segunda guerra, acabando de matar a los cuerpos de los alemanes que agonizaban, le obsesionaba la tercera guerra mundial, una conflagración que, alertaba a nuestros lectores, era inminente e inevitable. Por eso usaba las páginas internacionales del periódico para contar con minuciosa exactitud cómo sería la tercera guerra mundial, una guerra que destruiría al mundo tal como lo conocíamos. Sabía de qué ciudades rusas se dispararían los primeros cohetes nucleares, cuál era el poder destructor de esas armas escondidas bajo tierra, en qué ciudades europeas y norteamericanas caerían dichas bombas, cuánta gente moriría, cómo respondería con armas de exterminio masivo la civilización occidental: sabía entonces, improbablemente, ese hombre grueso y peludo, que tantos alemanes había matado en tierras francesas, cómo sería la guerra del fin del mundo, y por eso sentía la urgencia quemante de decirles a los lectores dónde podían ponerse a buen recaudo de la guerra atómica que estaba por comenzar. Al conocer a mi jefe y leer sus informes apocalípticos llenos de mapas y dibujos y trayectorias de misiles nucleares y ciudades chamuscadas, convertidas en gigantescos cementerios, comprendí que nuestra misión en la página de noticias internacionales no era informar de las cosas que pasaban en el mundo, sino de cómo estaba por terminar el mundo en unas pocas semanas.
-Este periódico está lleno de comunistas, de espías rusos -me decía mi jefe, bajando la voz, tensando los músculos del rostro, mirando con hostilidad a la redacción, que era el mentidero del diario donde los reporteros fumaban, bebían licores baratos, hacían apuestas hípicas y se entregaban con pasión al chisme y la maledicencia-. A ese comunista que dirige la página policial lo voy a ahorcar -me susurraba.
Cumplió su palabra: un día cogió del pescuezo al jefe de policiales, le dijo insultos feroces, lo acusó de rojo e infiltrado ruso y lo arrojó por el balcón del segundo piso. El reportero, que tenía fama de inventarse los crímenes que narraba con truculencia en las páginas policiales, cayó en el jirón peatonal, quedando contuso y maltrecho, pero salvó la vida. Mi jefe fue suspendido tres días sin goce de haber, días en los que permaneció en el sótano de su casa, temeroso de que comenzase la tercera guerra mundial.
El dueño del periódico, próspero hombre de negocios, defensor del capitalismo, exembajador y exministro de Hacienda, había muerto dos años atrás y, como no tuvo hijos y su viuda no quería saber nada de ese periódico que tantas amarguras y desdichas les había traído (pues tan pronto como enterró a su marido, ella, una aristócrata estadounidense, se marchó al exilio, donde se hallaba su colección de arte), el diario de derechas quedó a cargo de los mejores amigos del extinto dueño. Sin embargo, ninguno de esos amigos era empresario, ninguno sabía hacer dinero. Eran intelectuales, periodistas, historiadores, poetas. No estaban movidos por la codicia y el afán de lucro, las fuerzas que espoleaban a los grandes creadores de riqueza. Eran religiosos, en extremo religiosos. El diario era entonces de derechas capitalistas y, al mismo tiempo, de derechas conservadoras religiosas. Era un manicomio, una cantina, un burdel, pero sus jefes píos parecían ignorarlo, o tal vez querían convertir a los beodos en abstemios, a los mitómanos en gente honesta, de palabra, y a los putañeros en maridos virtuosos. Fracasaron, desde luego. Triunfó el vicio, la mentira, el mal. Triunfó ese modo antiguo de hacer periodismo, triunfaron las ficciones periodísticas sobre las religiosas.
Nunca había abundancia de dinero en el periódico, pues las ventas y los lectores declinaban, pero el poco efectivo que circulaba en los despachos de ese edificio ruinoso no lo controlaba el director, un alma buena, sino una de sus cuñadas, que era, a la vez, su secretaria, la jefa de la caja chica y el poder en la sombra que encumbraba a sus protegidos y castigaba sin piedad a sus enemigos amotinados. Ella, la secretaria, poseía los billetes, los contaba angurrienta con sus uñas bien pintadas y los repartía a manos llenas entre sus ahijados y entenados (uno de ellos, yo mismo), como adelantos de quincena, viáticos de unos viajes reales o imaginarios, préstamos a interés cero o premios por una primicia. Guapa, chismosa, solterona, fumadora compulsiva, secretamente de izquierdas, la cuñada y secretaria era, de facto, la jefa del periódico, y quien la desobedecía se quedaba sin adelantos de caja chica, sin gratificación por fiestas patrias y navideñas y a veces hasta sin trabajo.
Toda la familia del director, o casi toda, trabajaba en el periódico: su esposa, su hijo, sus dos cuñadas, el marido alcohólico de una de sus cuñadas, un hombre torturado que vendía publicidad y, cuando cerraba un contrato y cobraba en efectivo, se perdía una semana, consumiendo drogas y licores, y entonces había que salir a buscarlo en los burdeles del centro de la ciudad o de sus extramuros. Por eso, no siempre los dineros de los auspiciadores llegaban a las cuentas del diario o a la caja chica de la secretaria, pues a veces se extraviaban en los caminos del vicio y la perdición. Ese individuo atormentado, el vendedor de avisos, no era, desde luego, el único borracho insigne del periódico: la jefa del suplemento dominical era alcohólica; el jefe de la página financiera era dipsómano y lo encontraron muerto sobre un colchón en el piso, rodeado de decenas botellas vacías de vodka; los jefes de deportes eran todos grandes bebedores que escondían las botellas de ron en los cajones de sus escritorios de metal; el jefe de la página hípica se administraba tragos furtivos de una petaca de bolsillo, mientras escribía como un poseso; el jefe de la página editorial era un borrachín untuoso que solía recitar poesía, su propia poesía, en aquellas cuevas trepidantes; y el jefe de sociales, de quien se decía que era amante del jefe de la página hípica, mitigaba los conflictos de ser gay en esa ruidosa caverna de machos peludos, bebiendo delicadamente whisky con hielo en la cafetería del periódico. Todos entonces estaban borrachos o, para ser más exactos, todos estábamos borrachos cuando escribíamos las noticias. Solo mi jefe no bebía, pues no quería estar mareado cuando comenzara la guerra nuclear.
Una vez que concluyó aquel verano inolvidable como practicante no remunerado y volví al colegio religioso en que mi madre me había matriculado para salvarme de una vida licenciosa, el periódico, en reconocimiento a mis servicios de principiante, me contrató formalmente como empleado en planilla, con un buen sueldo y derecho a gratificaciones y vacaciones, obligándome a trabajar allí después de las clases escolares, de cuatro de la tarde hasta la medianoche, o hasta bien pasada la medianoche, vigilando abajo, en el sótano, en los talleres de la imprenta, que cada palabra estuviese bien escrita. Pasé a las páginas policiales, luego a las páginas deportivas, enseguida a las del suplemento dominical y finalmente, dos años más tarde, ya mayor de edad, con dieciocho años recién cumplidos, me dieron una columna diaria de opinión política, un año antes de que el periódico quebrase. Gracias a la clarividencia de mi madre, y al regimiento de los orates, locos y chiflados de la redacción que terminaron siendo mis grandes amigos, descubrí aquellos años inolvidables que mi vocación era el periodismo, el noble oficio de escribir las noticias, comentar las noticias o, cuando no había noticias relevantes, inventarme las noticias, o sea, escribir mentiras creíbles, verosímiles. Tal vez por eso, cuarenta años después de que desapareciera el periódico donde aprendí a escribir, soy novelista, que es una forma dudosamente respetable de escribir mentiras, haciéndolas pasar por verdades.
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