La franquicia de El Planeta de los Simios, iniciada en 1968 con la formidable película homónima de Franklin J. Schaffner (Patton, Papillon) basada en la novela del francés Pierre Boulle ha sorteado con increíble habilidad los estragos del tiempo y las modas. En los años 70 hubo cuatro secuelas, una serie de televisión y una animada, con resultados dispares. Luego se depositaron demasiadas esperanzas en la fallida versión de Tim Burton del año 2001 y cuando todo parecía perdido la nueva trilogía (del 2011 al 2017) resucitó un animal que se creía muerto y enterrado para siempre.
En la recién estrenada en cines El Planeta de los Simios: Nuevo Reino (2024) seguimos en el período de la precuela, pero ahora mucho más cerca de la época que dio origen a toda la franquicia. O, para resumirlo, más próximos a la famosa escena del actor Charlton Heston y la Estatua de la Libertada semihundida en una playa atlántica. En ese marco espacio-temporal los simios se parecen un poco más a los belicosos habitantes del filme inicial y los humanos son tan indefensos como en aquel.
El noble líder primate César (Andy Serkis en la trilogía previa) es ya un lejano recuerdo de tiempos mejores y el mundo simiesco se divide entre clanes relativamente pacíficos y un reino dictatorial gobernado por una especie de bonobo en esteroides que se autodenomina Proximus César (Kevin Durand). Tarde o temprano las huestes del tirano arrasan el llamado Clan del Águila y el único que se escabulle es Noa (Lewis Teague), un primate tipo chimpancé bastante más inteligente que la media. Sus razones y sus emociones de cierta manera le hacen justicia al modélico César.
En la escapatoria, Noa conoce al sabio orangután Raka (Peter Macon), quien desprende toda la autoridad de un viejo Jedi. Ambos luego se topan con Mae (Freya Allam), una humana que les roba comida y que en principio parece tan indefensa como sus congéneres, por lo general todos mudos, tribales y al final de la escala predatoria.
A diferencia de la trilogía anterior, El Planeta de los Simios: Nuevo Reino no tiene tantas metáforas ni alegorías, no pretende pasar gato por liebre ni quiere disfrazar de profundidad lo que es una entretenida y enérgica aventura post-apocalíptica.
Las escenas de acción están filmadas con especial verbo, los efectos digitales son tan convincentes como la trama y hay algo de vieja superproducción de los años 50 que le otorga enganche a todo lo que vemos pasar frente a nuestros ojos. Utilizando terminología de streaming, no se nota el algoritmo en el guión.
Sin ser una película que se pase de lista (o “listilla”), esta historia dirigida por Wes Ball (trilogía de Maze Runner) tampoco es puro popcorn. La trama no se divide en blancos y negros y así como Mae es seguramente más de lo que aparenta, los monos están lejos de alcanzar el nivel tecnológico que alguna vez detentaron sus primos humanos, a los que llaman “ecos”.
Es por esta razón que el brutal Proximus César quiere apoderarse de lo que hay en el interior de una gigantesca bóveda electrificada de metal al borde del mar. Sospecha que es una caja de Pandora con interminables colecciones de dispositivos tecnológicos, libros, conocimientos y, sobre todo, armas. También cree que el ultra-dotado Noa puede ayudarlo a abrir ese depósito semi-oxidado que a diario se cobra la vida de un batallón de gorilas que mueren electrocutados al intentar descerrajarlo.
Una vez apresados Noa y Mae en manos de los esbirros de Proximus (entre ellos un gorila de espalda plateada particularmente amenazador), conocen a un tal Trevathan (William H. Macy), humano que sólo sobrevive porque les relata cuentos e historias al líder simio. Ha perdido su dignidad, no cree que la humanidad pueda dar vuelta la historia e intenta convencer a Mae para que lo acompañe en su vida parasitaria.
Pero así como se sabe que Noa es único en su especie, tal vez Mae lo sea en la suya. La película puede estar llegando al punto de pavimentar la equiparación de fuerzas entre simios y humanos. En ese estado de eventual guerra fría, sólo un real líder podrá evitar que la estatua de la libertad sea una cabeza en la arena.