para Doris Mary Letts,
pese a Doris Mary Letts
Hija de un hacendado próspero y una señora aficionada a los juegos de naipes que ya había parido cuatro hijos, mi madre nació el día en que la Alemania de Hitler invadió Dinamarca y Noruega. La llamaron Doris Mary. Yo creía que sus padres eligieron esos nombres inspirados por la actriz y cantante Doris Day. No fue así. Ese año Doris Day todavía no era famosa.
Alumna pía de un colegio de monjas al que no faltó un solo día de clases en la primaria ni en la secundaria, Doris Mary sabía que sus padres la querían, no dudaba de ello, pero estaba siempre al cuidado de su nana María, pues su padre prefería la vida en el campo, vigilando la buena marcha de su hacienda de naranjos y manzanos, una vasta propiedad a cuatro horas en auto desde la ciudad, y su madre no se daba abasto con tantos hijos pequeños y comprensiblemente se reunía con sus amigas para jugar a los naipes y compartir los últimos chismes de salón. No es exagerado decir entonces que Doris Mary creció con la inequívoca sensación de estar en la sombra, o de ser una criatura invisible a los ojos de sus padres, o de tener unos padres más o menos ausentes y una nana devota, siempre presente.
Dos virtudes adornaban el carácter de la niña Doris Mary y habrían de acompañarla el resto de su vida: el coraje ante toda forma de peligro y la incorruptible piedad religiosa. No por ser una niña, tenía miedo a las cosas que solían temer las niñas en aquella ciudad gris, melancólica, lamida por un mar que parecía enfermo. No temía a las olas más grandes, a las corrientes traicioneras, no temía morir ahogada en alta mar. Era valerosa e intrépida, tanto que casi parecía suicida. Siendo una adolescente que llamaba la atención por su belleza, entraba en las aguas bravas del mar Pacífico, acompañada por sus numerosos pretendientes y enamorados no correspondidos, pasaba la rompiente con naturalidad y luego, para asombro de todos ellos, sus admiradores, surcaba las olas a pecho o en colchoneta, con una destreza natural y una gracia olímpica.
También era sorprendentemente confiada en sí misma, y no parecía preocuparse por los riesgos de una caída, un accidente o una lesión, cuando montaba a caballo en el club hípico donde, desde temprana edad, hizo una carrera como amazona, campeona en saltos ecuestres. Amansaba a los caballos más chúcaros, los guiaba con autoridad y los hacía saltar los obstáculos más peligrosos, las vallas más elevadas. A veces se caía y se lastimaba, cómo no, pero enseguida se sacudía el polvo, sonreía y volvía a montar su yegua o su caballo. En los segundos en que ella y su yegua más querida franqueaban los escollos, superándolos como si de pronto volaran, Doris Mary parecía inmortal y acaso lo era.
Esa niña que había nacido para correr olas y saltar a caballo, y que amaba pasar los fines de semana en el campo, en la hacienda de su padre, se distinguía principalmente por la fe religiosa que ardía como un volcán en el centro mismo de su alma. Había nacido así, era un rasgo esencial de su carácter, la caja negra de su personalidad, su identidad. Ninguno de sus hermanos ni hermanas era tan religioso como ella, y no había explicación racional para entender por qué Doris Mary amaba a Dios, a la Virgen y al Espíritu Santo como habría de amarlos la vida entera. Después del colegio, y acompañada de su nana fiel, María Ramírez Quinto, a quien cuidó hasta cuando era una anciana y ayudó a morir en un asilo perjudicado, Doris Mary asistía a misa, comulgaba, rezaba el rosario. Nadie la obligaba a ello. Era su vocación más genuina y perdurable, la de amar a Dios, la de servir a Dios. Nunca se confundió en una temporada de dudas, silencios o reproches. Era una niña, y después una joven, que hablaba con Dios, los caballos y el mar.
Cuando terminó el colegio de monjas, no asistió a la universidad. Sus hermanos mayores sí lo hicieron, pero a ella, por ser mujer, le dijeron que mejor se buscara un marido y tuviera hijos. Doris Mary se quedó con la curiosidad de ser una doctora o una enfermera. De haber sido alentada por sus padres, habría estudiado medicina en alguna de sus formas. Pero sus padres no esperaban que ella fuese una profesional y se ganase la vida de forma independiente. Querían que se casara, se fuera de la casa y tuviera hijos, muchos hijos, todos los que Dios le enviase. Por eso, con apenas veinte años, Doris Mary, que no había sucumbido a la tentación de permitirse algún novio en la playa ni en el club hípico, se enamoró por fin, de un modo repentino y fulminante, de un hombre fornido que montaba en moto a gran velocidad, disparaba armas de fuego, se llamaba Jaime y era cinco años mayor que ella. Cuando le he preguntado a Doris Mary por qué se enamoró de Jaime, me ha dicho:
-Por sus manos. Vi sus manos moviendo el dial de la radio en el carro y en ese momento me enamoré para siempre de él.
Yo creo, sin embargo, que también se enamoró porque Jaime era cojo, lo era desde niño, había enfermado de un mal que le devoró el hueso de una pierna, y Doris Mary tenía vocación de enfermera o doctora. De no haber sido cojo, quizás ella no se habría enamorado de él. La cojera no tenía cura ni remedio, pero Doris Mary se propuso salvar el alma de ese hombre torturado que, en sus días aciagos, acaso se preguntaba por qué carajos Dios lo había castigado desde niño, volviéndolo cojo para el resto de su vida.
Se casaron y, como ambos eran muy religiosos, ella de misa diaria, él de misa dominical, católicos de rezar el rosario y confesarse a menudo, confiaron a la sabiduría infinita de Dios el número de hijos que habrían de tener. Naturalmente, dado que se amaban de un modo desigual, él imponiendo su voluntad, ella subordinándose, obedeciéndolo, complaciéndolo humildemente como si fuera su sierva o su esclava, en unos pocos años tenían ya seis hijos, dos mujeres y cuatro varones. La mayor de las mujeres se llamó Doris, como su madre, y el mayor de los hombres, Jaime, como su padre. De ambos se esperaban unas vidas inmaculadas, impolutas, de incorruptible piedad religiosa, unas vidas dedicadas a la virtud moral e incluso al heroísmo moral. La niña Doris no defraudó esas expectativas, pues creció y, acallando su voz musical de poeta, eligió ser monja de clausura en un convento en los Andes. El niño Jaime, por el contrario, resultó una bala perdida, un pecador culposo y sin embargo reincidente, un hombre chueco, torcido, una voz concupiscente, lujuriosa que decía y escribía las cosas que le dictaba el demonio.
Con los años, Doris Mary y su marido cojo se convirtieron, fue inevitable, así estaba escrito por los dioses malhumorados que al parecer gobernaban sus vidas, en adversarios distantes, mal avenidos, en críticos impiadosos uno del otro y, al final, en enemigos feroces, irreductibles, que vivían juntos, pero ya no dormían juntos, que vivían juntos, pero ya no se amaban ni se besaban ni se sonreían ni se hacían una tibia caricia tan siquiera. La fe religiosa los hizo ásperos, secos, recios para soportar la desdicha como si fuese una prueba dictada por Dios, ese humorista. Amaban a Dios, cómo no, aunque ya ni siquiera iban a misa juntos. Amaban a Dios, a la Virgen, al Espíritu Santo, pero ya no se amaban entre ellos, y cuando se miraban, sentados a la mesa del comedor, él emborrachándose y fumando, ella esquivándole la mirada, parecía que se odiaban, y no era fácil entender por qué esa pareja, separada por un océano helado de rencores y desdichas, había tenido, qué ironía, diez hijos, nada menos que diez hijos, más dos embarazos que ella perdió y aun ahora considera también como sus hijos. Es decir que no por tener más hijos, se amaban más o se amaban de veras. Quizás acabaron en una sorda guerra de guerrillas porque cada uno disponía de un ejército improbable: él, Jaime, el cojo, el regimiento de sus hijos machos y peludos, los hijos que más se le parecían, y ella, Doris Mary, la tropa de sus hijos tiernos, sensibles, los que más se le asemejaban genéticamente.
Cuando Jaime, el cojo, murió con setenta y un años, su viuda Doris Mary recuperó la libertad, volvió a sonreír y fue de nuevo una mujer sin miedo, la grácil amazona que no le temía a nada. Estaba tranquila, en paz, porque sentía que había cumplido la endiablada misión que Dios le había encomendado: la de cuidar a su marido, servirlo, acompañarlo y ayudarlo a morir, y la de darle a ese hombre todos los hijos que les enviase la Providencia. Entonces Doris Mary volvió a estar cómoda en sus huesos y sus nervios, se permitió una cierta coquetería que su marido no le habría tolerado, durmió por fin serenamente sin el temor de que él la asaltase por las noches, empezó a viajar por el mundo con sus amigas y se dejó querer, arropar, mimar y entretener por sus muchos hijos y nietos que la adoraban.
Más todavía, y como si los dioses hubiesen querido premiarla por una vida desprendida, signada por la bondad, Doris Mary, que había pasado casi medio siglo dependiendo de los dineros que le daba o no le daba su marido, heredó una fortuna de su hermano mayor, una fortuna que quizás su hermano no le hubiese legado de haber estado vivo Jaime, el cojo, el esposo pistolero de Doris Mary.
Ochenta y cuatro años cumplidos, pícara como una jovencita, atenta siempre a los aniversarios de los demás para hacerles los regalos más lindos con las tarjetas más amorosas, segura de que ha cumplido humildemente el destino que Dios le tenía reservado, Doris Mary siente que no ha vivido en vano cuando, desbordada de amor, los ojos iluminados por una antigua e incesante ternura, contempla a sus hijos, a sus nietos, a sus bisnietos, y espera serenamente el fin, extranjera a toda forma de miedo o temor, y sin dudar de que lo mejor está todavía por venir.