-Me voy, gringa -le dijo Ignacio Martínez, el loco, a su esposa.
-¿Adónde te vas? -preguntó Diana Maxwell, su esposa, la gringa.
-Al carajo -dijo el loco.
Llevaban diez años casados. Tenían tres hijos pequeños. Vivían en una casa muy bonita al pie de los acantilados, con vistas al océano.
-¿Dónde queda el carajo? -preguntó la gringa, sonriendo, pensando que era una broma.
-Lejos de acá -respondió el loco, muy serio-. A diez horas en carro.
El loco no trabajaba ni quería trabajar. Alto, flaco, barbudo, parecía Jesucristo, con la diferencia de que no predicaba, sino fumaba marihuana. Era pintor aficionado. Vivía de los dineros que le pasaban sus padres, prósperos empresarios.
-¿Cuánto tiempo te vas? -preguntó la gringa, de pronto alarmada por la mirada del loco, una mirada luminosa, centelleante, una mirada que expulsaba fuego.
-Para siempre -dijo el loco, ahuevado de la vida burguesa, familiar.
Hija de diplomáticos, la gringa hablaba en inglés mejor que en español y era tan perfectamente bella y agraciada que parecía una modelo. Nadie entendía por qué se había enamorado del loco. Era refinada, sofisticada, sensible a la moda y a los lujos que provenían del dinero. Su marido era una bestia peluda que vivía elevado de cannabis, escuchando música y pintando en el taller de su casa. Cuando su hermana menor le preguntaba por qué se había enamorado de un hombre tan sucio y desaliñado, que no trabajaba ni quería trabajar, que no ganaba dinero porque regalaba sus cuadros a sus amigos, la gringa le decía:
-Es un tigre en la cama.
Antes de abandonar a su esposa y sus tres hijos, el loco encendió una fogata y arrojó a las llamas todos sus documentos de identidad: su partida de nacimiento, su libreta electoral, su pasaporte, su libreta militar, su acta de matrimonio, su licencia de conducir, sus carnés del club de playa y del club de golf. Sorprendidos, la gringa y sus hijos miraban cómo los papeles del loco ardían en ese fuego que él veía justiciero, redentor, una hoguera que reducía a cenizas su pasado e incineraba su identidad, mientras él reía, como si estuviese gozando de aquella ceremonia autodestructiva, como si estuviera volviendo a nacer.
-El carro se lo he regalado a Pedrito -le dijo el loco a su esposa, sin remordimientos.
Se refería a su mejor amigo, un pintor aficionado como él, Pedro Silva, el poeta, quien se quedó con el auto del loco, un coche que este había recibido como regalo de sus padres, cuando se casó con la gringa.
-¿Y qué carro voy a manejar para llevar a tus hijos al colegio? -preguntó la gringa, consternada.
-No sé -respondió el loco-. Mándalos en el bus y no jodas.
Sin besar ni abrazar a su esposa y sus hijos, sin despedirse de ellos, el loco se alejó, cargando una mochila. No dijo adónde se dirigía, dónde podían encontrarlo. Quería desaparecer, ser una sombra, volverse translúcido, una criatura espectral. Tomó un taxi al centro de la ciudad, abordó un autobús y viajó diez horas hasta llegar a las montañas. Una vez que descendió del autobús, llegó andando a las tierras que habían sido de sus padres, una hacienda expropiada por la dictadura militar y luego abandonada por los campesinos. La casa principal estaba parcialmente destruida, los techos agrietados, desfondados, así que el loco siguió caminando hasta el río y se instaló en la precaria casa de huéspedes, aún en pie. En ella había solo un colchón agujereado en el suelo. No había luz eléctrica, agua potable, teléfono, cocina a gas. Allí se propuso vivir el resto de su vida, sin ver a nadie. Allí nació por fin el loco misántropo que tenía aversión a la gente, incluyendo a su familia. Pasaba el día sacando peces del río para comérselos, fumando marihuana y pintando.
Humillada porque su esposo la había abandonado sin dejarle siquiera el auto de regalo, la gringa tuvo que reconstruir su vida. Sus padres se encontraban lejos, en misión diplomática. Consiguió un trabajo como decoradora de una tienda de muebles y alfombras. Llamaba la atención por su belleza, simpatía y buen gusto. Por eso los clientes querían que ella fuese a sus casas y las decorase. Con su sueldo, la gringa mantenía a sus tres hijos, les pagaba los colegios y, en el verano, los llevaba de campamento a la playa. Tuvo, sin embargo, que vender la residencia al pie de los acantilados y mudarse a una casa más modesta. No se deprimió, no se rindió, no pidió ayuda a nadie. Pero estaba destruida. Jamás imaginó que el loco habría de desaparecer como se esfumó. Se arrepintió de no haberle hecho caso a su madre, que tantas veces le dijo:
-Ese hombre no te conviene. Está poseído por el diablo.
Ahorrando con gran esfuerzo, la gringa consiguió comprar una camioneta usada. Sus hijos asistían a un colegio religioso. Desayunaba con ellos y los mandaba en el bus amarillo del colegio. Los niños preguntaban a menudo por su padre.
-Está en el cielo -respondía la gringa.
No sabía dónde estaba el loco, pero sospechaba que podía encontrarse en las tierras expropiadas por la dictadura, en la casa hacienda a medio caerse que había sido de sus suegros en los años dorados, cuando el loco no parecía tan loco y la gringa parecía predestinada a ser la mujer más dichosa en esa ciudad de cielo gris y gente melancólica.
-¿Podemos ir a verlo? -preguntaban los niños.
-No -decía la gringa-. Se ha vuelto invisible.
Curiosamente, a veces extrañaba al loco. Lo odiaba, pero, al mismo tiempo, lo echaba de menos. Ningún hombre la había deseado tan poderosamente como él, ningún hombre la había poseído como él. No extrañaba a su esposo, pero añoraba a su amante, un amante fogoso, virulento, insaciable. Sin embargo, cada tanto se permitía un novio. El problema era que todos sus novios estaban casados y entonces tenían que verse a escondidas, en hoteles. Todos sus novios eran ricos. Se enamoró, o casi, de un banquero prófugo de la justicia. Se enamoró, o casi, del dueño de un restaurante de pollos a la brasa. Se enamoró, o casi, de un embajador europeo acreditado en esa ciudad. Ninguno de esos amantes le cumplió en la cama como solía rendirle el loco. Por eso se cansaba de ellos y los dejaba.
Hasta que llegó un verano y la gringa les dijo a sus hijos que se irían de paseo al campo, al norte, a las montañas. Subieron a la camioneta familiar y condujo diez horas hasta llegar a la hacienda que había sido de sus suegros. Luego caminaron, llamando a gritos al loco:
-¡Ignacio! ¡Ignacio! ¡Ignacio!
Lo encontraron bañándose desnudo en el río, revirado de marihuana. Salió corriendo, abrazó a sus hijos, besó a la gringa y les dijo:
-Métanse al río. Está fresquito.
Los niños y su madre quedaron en ropa interior y se metieron temerosamente al río. A la noche, como la casa frente al río estaba llena de arañas y no tenía camas, la gringa y sus hijos fueron en la camioneta hasta el pueblo más cercano y durmieron en un hostal. Pasaron una semana allá arriba, en las montañas, visitando todos los días al loco y descansando en el hostal. El loco no había cambiado: fumaba, pintaba y quería follarse a la gringa. Aunque herida en su orgullo, ella todavía lo amaba y por eso se dejaba poseer por su marido. Una semana después, la gringa y sus hijos regresaron a la ciudad.
-Nunca más iré a visitarlo -se prometió ella, y honró su palabra.
Los niños crecieron, se graduaron del colegio, asistieron a buenas universidades. Un buen día, la gringa se enamoró de un hombre solo, solitario, ensimismado, un hombre muy rico, descendiente de austríacos, dueño de una cadena de hoteles, amante de las flores, un hombre llamado John King, el señor de las orquídeas. Era tranquilo y taciturno, de pocas palabras, y poseía una inteligencia penetrante, y amaba a la gringa con una serenidad, una constancia y una certeza que ella no había conocido en ninguno de sus amantes inconstantes. La gringa pudo entonces vivir la vida que siempre había soñado: la de una señora muy rica, muy bella, muy deseada, una señora de alta sociedad, que vivía en una mansión, atendida por numerosas criadas. Tantos años después de la humillación que le infligió su marido, el loco, quien murió ahogado en el río, cerca de su casa, allá arriba en las montañas, la gringa encontró al gran amor de su vida en el señor de las orquídeas y fueron felices viajando, construyendo hoteles y sembrando flores preciosas y exóticas en los jardines de esos hoteles, como exótica y preciosa fue la vida de Diana Maxwell, quien murió de un infarto a los ochenta años, cuando hacía ejercicios en el gimnasio de su casa.