Cierta fama tardía, otoñal, persigue a Barclays en su periplo europeo. Personas que hablan la noble lengua española desean conocerlo, retratarse con él y darle regalos. Lo ven regularmente en las apariciones diarias que, fatigando la vanidad, relatando las minucias de su intimidad, hace en las plataformas digitales, ya no en la televisión, ese artilugio del pasado. Lo quieren, lo consideran parte de su familia, se preocupan por su salud. No todas, empero, son desinteresadas. Algunas quieren dejarle un manuscrito inacabado para que Barclays encuentre la manera de publicarlo, otras alegan dolencias y achaques para pedir dinero prestado o mejor aún donado.

Desde que se casó por segunda vez y fue padre por tercera ocasión, Barclays prefiere viajar acompañado. A pesar de que le gusta estar a solas, elige viajar con su esposa y su hija menor porque ellas embellecen considerablemente la travesía, le cuidan la salud menoscabada y lo protegen del inesperado asedio de los más leales espectadores y lectores del peripatético escritor, autor de veinte libros, orgulloso de ninguno.

La esposa de Barclays, apenas treinta y cinco años, escritora también, ejerce una tiranía blanda en la familia. Por eso, cuando llegan al hotel, da instrucciones en la recepción, en conserjería y en portería para que, si alguien llama preguntando por Barclays, o aparece con deseos de verlo y dejarle un regalo, el personal uniformado niegue enfáticamente que los Barclays están durmiendo allí. Bloqueados y desconectados los teléfonos, lubricados con propinas los conserjes y recepcionistas, los Barclays duermen hasta las dos de la tarde, confiando en que, al despertar, ningún simpatizante los emboscará en el hotel o en las afueras.

Pues se equivocan. Como la esposa de Barclays y su hija suben sus fotos a las redes sociales, los espontáneos las reconocen desde lejos y las sorprenden en el bar del hotel, en el vestíbulo, incluso en los baños. Son peruanos, ecuatorianos, venezolanos, españoles, colombianos, chilenos. Viven en esa ciudad, Ginebra, y son pícaros para sortear la férrea vigilancia del hotel. Cuando Barclays baja por fin, anonadado de pastillas, hinchado de chocolates, lo asaltan con efusión de afectos, abundancia de regalos y pedidos urgentes de fotos (pero sácate el sombrero, sácate los anteojos, agáchate un poquito). Si bien viven en Ginebra o alrededores, no son del todo suizos y añoran sus tierras de origen. Regalan casi siempre cosas para comer. Barclays está obeso y sus lectores y espectadores saben que ama los chocolates, más todavía si son suizos. Barclays termina entonces desayunando en el bar del hotel con seis, ocho, diez personas, y es como si estuviera haciendo una tertulia para la radio o un programa itinerante de televisión. Se siente querido. Se siente leído. Se siente acompañado. Se siente exitoso. Pero, sobre todo, se siente gordo. Gordo y cansado.

Caminando los Barclays hacia el cementerio de los reyes para visitar la tumba de Borges, unos hermanos portando una bandera llaman al escritor a los gritos, se quejan de que los han echado con malos modales del hotel, mintiéndoles, diciéndoles que Barclays no está alojado allí, que no se encuentra en la ciudad, que no existe, que es una criatura diseñada por la inteligencia artificial, y a continuación, vengándose de esas asperezas, se hacen fotos con él, quien suspende la respiración para meter la panza o contraer el abdomen, y le piden que firme la bandera. Enseguida Barclays agravia la bandera con su firma vacilante, mientras ellos hacen fotos.

Más tarde, Barclays y su familia visitan una relojería y preguntan por el precio de los relojes usados. Barclays queda espantado. Cuestan miles de francos suizos: los más baratos cuestan cinco o seis mil francos, y son de segunda mano. El escritor sufre entonces un leve vahído, el preludio de un soponcio, y ruega que le sirvan una coca cola para no desfallecer. Todo es caro, obscenamente caro. Al volver al hotel, encuentran a un español y su novia china, quienes aguardan pacientemente para hacerse las fotos tan deseadas. No dejan regalos ni piden plata. La china no tiene idea de quién es Barclays y lo mira como si mirase una palmera, un cactus, una rara, lánguida flor.

En la habitación de los Barclays, quinta planta, vistas al lago, hay tantas cajas de chocolates regaladas para él y su familia que el escritor, preocupado, se pregunta cómo diantres meterá todo eso en sus maletas. No van a entrar, piensa. Sin embargo, en mi estómago sí que caben, razona. Me llevaré los chocolates en el ancho maletín portátil que es mi barriga, concluye. Por eso, en las noches, después de cenar, ataca la chocolatería que ha reunido en su habitación, fina cortesía de sus espectadores y lectores. Despierta cada dos horas, víctima de los desajustes en el huso horario, pues viene de América, y entonces come chocolates, mordisquea sus pastillas para dormir y sigue durmiendo el sueño de los justos o los glotones. Por supuesto, no se atreve a subir a la balanza del baño, ni escudriñar los contornos de su cuerpo en los espejos. Ya después bajaré de peso, piensa. Por ahora debo complacer a mis admiradores, haciendo de catador de chocolates.

En el hotel en Ginebra, restaurante italiano, cenan con un amigo de Barclays de toda la vida, un amigo del colegio británico, un amigo al que Barclays no ha visto en muchos años. Se llama Germán y es un artista. Vive solo, no trabaja, es un hombre libre y feliz. Nunca se casó, no tiene hijos, es escritor y también músico. Eres un escritor que hace música, no un músico que escribe, le dice Barclays. Germán ama a las mujeres y es amigo de todas las mujeres que han sido sus novias. También ama a los animales, en particular a los perros. En su apartamento cercano a la estación del tren, ha puesto un árbol en la sala, como si fuesen las navidades todo el año, y a media tarde abre las ventanas, deja comida para los pájaros y celebra que los gorriones y los cuervos entren a comer y lo acompañen. Al lado de su cama, hay una colonia de hormigas a las que alimenta cuidadosamente con terrones de azúcar.

Germán trae regalos para los Barclays: quesos y una tabla suiza para calentarlos, objetos de arte, gorros y sombreros, pero no chocolates, mucho mejor así, piensa Barclays. Cuando lo vio entrando en el restaurante, mojado por la lluvia, Barclays lo abrazó fuertemente, lo besó en las mejillas y sintió que Germán y él ya estaban viejos, desmejorados, y no les quedaba mucha vida. Han prometido verse en seis semanas, en una feria del libro, donde Germán presentará una de sus exquisitas rarezas literarias.

Poca gente reconoce a Barclays en Zurich. Un chileno en bicicleta le dice que ha venido desde Friburgo manejando su auto y le pide que firme un libro. Una señora cubana se desborda de afecto en la calle de las tiendas caras. Una mujer peruana le lleva plátanos al hotel. La esposa de Barclays habla la lengua alemana porque estudió en un colegio alemán, y por eso se siente a gusto en Zurich y oficia de traductora para su esposo y su hija. Los Barclays entran en la tienda de las famosas cuchillas suizas. De pronto Barclays recuerda a su padre ausente y se emociona. Era un coleccionista de aquellas navajas. En honor a su memoria, compra una y Silvia adquiere otras para sus amigos. Preguntan por los precios de los relojes, pero son elevados y no se animan a gastar tanto. Ya tengo cuatro relojes, para qué quiero más, piensa Barclays. Recuerda a Borges: el lujo es una vulgaridad.

No será fácil volver a casa. Será un vuelo de diez horas o más. Cruzarán el océano, saldrán de día, llegarán aún de día. Dejarán en el hotel de Zurich todos los chocolates que Barclays no alcanzó a comer, los dulces que no entraron en sus maletas. Les ha entristecido dejar en Ginebra un panetón de limón hecho en Lugano, regalo de una señora ecuatoriana. Les apenará dejar en Zurich todos los quesos que les han obsequiado. Si Barclays comiera todo lo que sus espectadores y lectores le han dejado de regalo, estallaría de un infarto, no llegaría a casa. Gordo y cansado, recuerda lo que leyó en la lápida de Borges, la arenga de un líder a su ejército diezmado, antes de morir frente a una horda de vikingos: “y que no temieran”. Es decir: que no temieran a la muerte, que vivieran con coraje y murieran con coraje.

A mi edad, y con mi sobrepeso, en cada viaje a Europa, cada atracón de chocolates, me juego la vida, pero morir endulzado por el abismal cariño de la gente sería una muerte digna, aunque exenta de coraje, piensa Barclays.