Columna de Rodrigo González: De Noche con el Diablo: El Rating del Horror
Lo mejor de De Noche con el Diablo es su ritmo. Su ominosa sombra nos toma por la solapa en medio de ninguna parte y nos introduce en un torbellino de desgracias sin darnos cuenta.
Los postreros años 70, que en Chile significan Pinochet y Don Francisco, en Estados Unidos fueron Jimmy Carter y Johnny Carson. Fue una época de gloria para la televisión y una invitación a hacer lo imposible con tal de escalar en el rating. Nuestro inveterado showman lo sabía y por eso fue a la fuente original a aprender y trasladar las mil triquiñuelas de la pequeña pantalla estadounidense hacia nuestra pintoresca realidad compuesta de censura, ovnis y festivales de la canción.
Es un período brutalmente creativo en el cine estadounidense (Scorsese, Coppola, Spielberg, todos los conocidos clásicos de la época), pero también una era de filmes de horror definitivos como El exorcista (1973), La masacre de Texas (1974), La profecía (1976), Carrie (1976) y Halloween (1978), por nombrar algunos. Y también es la década de Network (1976), la película de Sidney Lumet en que un conductor de televisión enloquece y decide suicidarse en vivo y en directo.
Todo aquel universo alimenta una película sorprendente y vertiginosa como De noche con el diablo (2023), de los australianos Cameron y Colin Cairnes. Está hecha a modo de falso documental, en tiempo casi real y utilizando la pantalla semi-cuadrada de la televisión de la época. Su historia intimida, pero no tanto por el terror o miedo en estado puro, sino que por la imparable marea de sinsentidos, riesgos y situaciones límite que significan querer ser el número uno en la televisión.
El malogrado héroe es Jack Delroy (Dvid Dastmalchian), un hombre que alguna vez fue una promesa de los late nights (programas de conversación nocturnos) y que ahora está alojado en el pozo del desamparo y la caída en picada en audiencia. Para agregarle más tragedia a su espiral de infortunios, su joven esposa acaba de morir de cáncer al pulmón sin nunca haber fumado un cigarro y, por si eso fuera poco, al pobre Delroy lo vinculan con extraños cultos de inciertos orígenes, algo tan de moda también en los 70.
En esta encrucijada profesional, el equipo de producción de Jack decide jugarse el todo o nada y en la noche de Halloween invitan a una galería de freakies, charlatanes y vendehumos del horror para poder sacarle ventaja alguna vez en la vida al late night de Johnny Carson, amo y señor del rating en la época. Ser un secundón tiene harto a Delroy, pero peor aún, a los auspiciadores. La cesantía está a la vuelta de la esquina y del estudio de televisión.
Primero aparece un psíquico que dice conectarse con las almas muertas, luego un cazador de impostores que alguna vez fue también farsante de lo sobrenatural y, finalmente, una parapsicóloga acompañada de una adolescente que sobrevivió al suicidio colectivo de un culto demoníaco. Todo sea por escalar en el rating y vaya que subirá, en particular con el caso de la muchacha, una especie de Regan MacNeil (la chica de El exorcista), pero con algunos años más.
Lo mejor de esta película es su ritmo. Su ominosa sombra es capaz de tomarnos por la solapa en medio de ninguna parte e introducirnos en un torbellino de desgracias sin darnos cuenta. Para que el trago no sea tan amargo, los hermanos Cameron y Colin Cairnes se las arreglan para nunca perder el sentido del humor y soltar las amarras de vez en cuando.
Lo que no es broma esta vez es que un mal programa de televisión se transformó en una pesadilla.
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