Cuando la pesada hoja triangular de acero cayó sobre la cervical de Maximilien Robespierre, cortando su cabeza y su vida, un bullicioso grito de júbilo explotó desde los miles de asistentes que habían llegado hasta la plaza de la revolución la soleada tarde del 10 de Termidor del año II (28 de julio de 1794). Los testimonios de la época dicen que los aplausos siguieron por largo rato, algunos los precisan hasta en 15 minutos, pero como sea, eran una sincera expresión de alivio. Un período de ejecuciones sumarias había llegado a su fin y la Revolución Francesa se encaminaba hacia un momento de calma.
“La caída de Robespierre fue universalmente aplaudida, pues simbolizaba el final de las ejecuciones a gran escala. La expresión ‘el sistema del Terror’ fue utilizada por primera vez dos días después por Barère”, apunta Peter McPhee en su libro La Revolución Francesa, 1789-1799: una nueva historia. Fue así que desde el primer momento se subrayó para la posteridad la responsabilidad de Robespierre, el “incorruptible”, en un régimen que hizo de la guillotina y la persecución a los enemigos, su norte.
Abogado de profesión, frugal en sus costumbres y un excepcional orador, Robespierre se había convertido en un hombre clave en el proceso, como dirigente de los jacobinos. Defensor del sufragio universal y en principio opositor a la pena de muerte, había logrado consolidarse como una de las figuras del proceso, merced a su habilidad en el debate público y su postura inflexible. El 9 de Termidor del año I (el 27 de julio de 1793), entró al Comité de Salvación Pública, el órgano ejecutivo de la Convención Nacional, en un momento de extrema tensión, con guerras civiles en el interior y guerra externa ante las potencias europeas que buscaban acabar con el proceso revolucionario.
Fue así que Robespierre se vio en el pináculo del poder político. Decidido a salvar todo lo ganado, no dudó en hacer de la guillotina el símbolo del proceso: así, se ejecutaba opositores como una potente señal de escarmiento y se restringían libertades cívicas que la misma revolución había garantizado.
En el intertanto, la Revolución Francesa presentaba cambios en el plano simbólico. Imbuidos del ideario racionalista de la Ilustración los revolucionarios impusieron nuevos sistemas de pesos y medidas y hasta un nuevo calendario con semanas de diez días, de forma tal que la gente no sabría cuál era el día domingo, el antaño día del señor. Su intención era regenerar el orden existente y borrar todo vestigio de la Iglesia Católica, firme opositora a la revolución.
Pero la situación se fue estabilizando, y las tropas de la Guardia Nacional comenzaron a ganar las batallas ante la coalición de países que invadieron el territorio francés. Asimismo, se recuperaba el control de zonas como la Vendèe, donde se había registrado un violento levantamiento contra el proceso. Mientras, en las ciudades, las carrozas no paraban de llevar a los desgraciados al cadalso. ”Los meses de diciembre de 1793 y de enero de 1794 constituyeron el punto álgido de las ejecuciones: 6.882 de las 14.080 personas sentenciadas por los tribunales en el año del Terror murieron durante esos meses”, detalla McPhee.
Mientras, el ala más radical de los revolucionarios, liderados por Jacques-René Hébert (quien había tomado el control del grupo tras el asesinato de Jean Paul Marat), impulsaba la descristianización de la sociedad. Así, los sans-culottes, aquellos militantes más radicales salidos desde los sectores populares, persiguieron a los curas y atacaban los conventos.
Más aún, se intentó establecer un nuevo culto. “El 10 de noviembre la catedral de Notre Dame fue desacralizada para albergar el templo de la razón, mediante una fiesta en la que, entre representaciones de filósofos como Rousseau y Voltaire, la ciudadana Mailliard, actriz de ópera, hizo las veces de una bella diosa de la Razón totalmente cubierta de tela blanca. La implantación del nuevo culto, sin embargo, estuvo siempre envuelta entre espectáculos burlones en los que los sans-culottes ridiculizaban a la Iglesia imitando carnavalescamente sus ritos, vestimentas y costumbres. Danton protestó ante lo que le parecía una burla, y Robespierre estaba de acuerdo”, detalla Íñigo Bolinaga en su Breve Historia de la Revolución Francesa.
“El incorruptible” advirtió que lo de la religión le podría abrir un problema. “Robespierre no podía arriesgarse a una rebelión masiva de compatriotas, hasta entonces fieles, que podían renegar de la revolución a causa del ateísmo rampante impuesto por la extrema izquierda. Además, en el líder de la Montaña también pesaba un poderoso elemento de estrategia política que, años más tarde, será retomado por Napoleón: no importa cuál, pero para asegurar la estabilidad del Estado y la fidelidad de los ciudadanos, toda nación precisa de una religión, el gran pegamento social”, señala Bolinaga.
Precisamente, las persecuciones, las ejecuciones sumarias y la presencia constante de la guillotina habían colmado también a los revolucionarios más moderados como Georges Danton y Camille Desmoulins, quienes ante las victorias militares, comenzaron a exigir el cese del terror. Pero Robespierre, simplemente decidió atacar a los radicales y a los moderados. Así, se las arregló para enviar a sus líderes a la guillotina, y así afianzar su propio poder. No podía permitirse una insurrección popular de los sans-culottes y a la vez, ver cuestionada su obra.
El líder entendía que la guillotina no era tan solo para salvaguardar a la Revolución ante las amenazas. “Para Robespierre y especialmente para sus correligionarios, el Terror tenía un propósito mucho más elevado que el de ganar la guerra simplemente. La visión de Robespierre de una sociedad regenerada, virtuosa y abnegada, era para él, la única razón de ser de la Revolución”, detalla Peter McPhee.
La caída de Robespierre
Sin enemigos a su izquierda y a su derecha, Robespierre pudo consolidar su poder e incluso intentar su propia versión de un nuevo culto, al Ser Supremo. La Convención Nacional autorizó la instauración e incluso se fijó un día para su primera celebración, el 20 prairial (8 de junio de 1794) como día del Ser Supremo. “Fue una espléndida escenografía a cargo de Jacques-Louis David, y con Robespierre, entonces presidente de la Convención, dirigiendo la procesión vestido con su chaqueta azul claro favorita y sosteniendo un ramillete de flores azules”, explica McPhee.
Pero no todos los asistentes interpretaron la ceremonia de la misma manera. No pocos pensaron que se trataba de una manera simbólica de cerrar el período más brutal del terror y así volver a la normalidad. Más, cuando llegaban alentadoras noticias desde el frente: la República Francesa había vencido a los austríacos, se había recuperado Bélgica y las tropas incluso habían logrado algunas conquistas territoriales más allá de las fronteras. “Los enemigos exteriores habían sido vencidos y ya no amenazaban Francia. Se había logrado dar la vuelta a la guerra y ahora eran los revolucionarios quienes ocupaban regiones extranjeras. La guerra ya no era tan urgente para la supervivencia”, dice Íñigo Bolinaga.
La sorpresa fue mayúscula cuando la represión se hizo todavía más excesiva, lo que generó una contradicción con los triunfos militares que aseguraban la supervivencia del proceso; “de acuerdo con la ley del 22 Pradial (10 de junio), 1.376 personas fueron guillotinadas en solo seis semanas”, detalla McPhee. Por ello, comenzaron a surgir las voces disidentes, más cuando Robespierre cometió una torpeza. “A estas alturas, pocos dudaban de que Robespierre, a su pesar y al de sus convicciones más sinceras y profundas, no era más que un tirano. El 26 de julio de 1794, 8 de termidor del calendario republicano, Robespierre dio un discurso en la Asamblea en el que lanzó una amenaza velada a determinados diputados que, sin haber sido mencionado su nombre, se vieron ya sin cabeza. No cabía más demora. Había que actuar”, apunta Bolinaga.
Un grupo que integraron Fouché, Collot d’Herbois, Frèron y Barras tramaron el arresto y deposición de Robespierre. Como Julio César en las idus de marzo ante el Senado, la escena se desarrolló en la sala de sesiones de la Convención, en el Palacio de la Tullerías. “El 27 de julio de 1794, 9 de termidor del Año II, cuando Saint-Just (NdR: un partidario de Robespierre) tomó la palabra ante la Convención, le interrumpió el diputado Tallien, quien azuzado por el encarcelamiento de su prometida, la española Teresa Cabarrús, acusó a Robespierre de aspirar a la tiranía. Robespierre se sintió aludido y quiso responder, pero una avalancha de voces ahogó la suya, apoyando a Tallien y pidiendo la detención del Incorruptible y sus adeptos como traidores a la República y la revolución. ‘¡La sangre de Danton te ahoga!’, le gritó Garnier, recordando el infausto hecho”, relata Bolinaga.
Los opositores no dejaron hablar a Robespierre, quien escapó del lugar apoyado por sus más leales, incluyendo a su hermano Agustín, quien pidió correr su misma suerte. Pronto, la Convención aprobó una orden de arresto contra él y sus partidarios. Mientras, el “incorruptible” se refugió en el edificio del ayuntamiento, apoyado por Hanriot, el comandante de la Guardia Nacional, que sería destituido en el acto para darle el mando a Barras. Ahí se intento llamar a una insurrección popular de los sans-culottes, pero muy pocos llegaron. “La política de Robespierre había logrado desactivar la fuerza del sans-culottismo parisino mediante el asesinato de sus líderes y perdió así muchos de sus apoyos, básicos para mantener el poder”, explica Bolinaga.
Con un nuevo mando, la Guardia Nacional atacó el ayuntamiento para arrestar a Robespierre y sus partidarios. “La mayoría se entregaron; otros se suicidaron de un pistoletazo, como Lebas; otros intentaron escapar por la ventana sin éxito, como el hermano menor de Robespierre; y otros, como el mismo Robespierre, no se sabe si intentaron matarse o fueron víctimas de disparo ajeno. El hecho cierto es que de aquella acción, el Incorruptible salió con la mandíbula destrozada por una bala”, detalla Íñigo Bolinaga. Así, el vibrante orador, se veía acallado por una bala en el peor momento de su carrera y no podría alzar la voz para defenderse.
Los soldados se llevaron a Robespierre tumbado en un tablón hasta la sede del Comité de Salvación Pública. Alguien le ató la destrozada mandíbula con un pañuelo. Sanguinolento, pasó su última noche medio moribundo y soportando un intenso dolor que a ratos lo hacía desvanecerse. A la mañana siguiente, temprano, fue llevado al tribunal junto a Saint-Just, Couthon, Hanriot y otros tantos que habían permanecido con él hasta el final. La sentencia sumaria fue la muerte y desde ahí, se les condujo en carruaje hasta la plaza donde serían guillotinados. A su paso, la multitud insultó y abucheó al otrora líder de la revolución. Cabizbajo, y con el pañuelo cubriéndole la cara, apenas se le veía. Los testimonios dicen que una mujer se le acercó y le gritó: “Ve ahora, malvado, baja a tu tumba cargado con las maldiciones de las esposas y madres de Francia”.
En total, esa tarde subieron 22 personas a la guillotina. Robespierre fue el décimo. Subió al cadalso por sus propios medios e incluso logró sacarse la chaqueta ensangrentada que aún llevaba puesta desde el día anterior. El verdugo le ató las manos y le arrancó el pañuelo que le sostenía la mandíbula para facilitar el corte de la guillotina, lo que le hizo lanzar un desesperado alarido de dolor. Lo tumbaron sobre la plancha de la máquina y sin más, la pesada cuchilla nacional le arrancó la vida. El terror había terminado.