Hasta mediados de los años 90 uno acostumbraba a ver este tipo de películas en la cartelera de cuánto cine local hubiera. En medio de los grandes estrenos de James Cameron, Steven Spielberg o Robert Zemeckis, se colaban thrillers psicológicos o propuestas de suspenso erótico como Daños corporales (1993) de Harold Becker, Bajos instintos (1992) de Paul Verhoeven o Misery (1990) de Rob Reiner. Se podría decir que había hambre de vueltas de tuerca, finales desconcertantes y de rompecabezas para armar.
Hoy ya nadie parece tener tiempo ni interés en ir al cine a quebrarse la cabeza ni en plan de detective privado. Tal vez la vida allá afuera se hizo tan difícil que el cine volvió a su estadio primitivo de feria de diversiones y de escape a la miseria cotidiana. Así las cosas, resulta bastante milagroso encontrar una película como Instinto materno (2024) en su multicine más cercano.
Es un clásico largometraje que cae en el molde del estreno semanal de Netflix y podría estar perfectamente entre los más vistos. Tiene un diseño de producción impecable y “bonito de ver”, dos actrices top y una trama que al menos en sus primeros dos tercios no deja de plantearnos dudas e intrigas.
El problema se produce en el tramo final. Es un tercer acto que parece no tomar en serio a nadie y que, como decía Michael Corleone cuando estaba a punto de matar a su cuñado abusador de mujeres, “insulta la inteligencia”. En este caso, del espectador.
Aun así, Instinto materno vale la pena y hay que reconocer que el aquí debutante realizador y veterano director de fotografía francés Benoît Delhomme sabe mantener las riendas del carruaje sin que se le desboque el caballo al menos hasta pasada la mitad del camino. Como es de esperar, la visualidad es uno de los puntos fuertes de este remake del filme belga Duelles (2018), de Olivier Masset-Depasse, a su vez basado en el bestseller Dobles, de la también escritora belga Barbara Abel.
Todo parte en un idílico suburbio estadounidense de inicios de los años 60, cuando Kennedy corre en carrera para ser presidente de Estados Unidos y, bueno, el sueño americano aún está vivo. La metáfora puede ser gruesa, pero funciona como marco para la historia de las entrañables amigas Celine (Anne Hathaway) y Alice (Jessica Chastain), dos esposas y amas de casa de punta en blanco, siempre impecablemente vestidas, madres de dos hijos que son modélicos –Max (Baylen D. Bielitz) y Theo (Eamon O’Connell)- y casadas con dos tipos (a cargo de Josh Charles y el noruego Anders Danielsen Lie) sacados de un casting de esposos americanos de los 50 y 60.
Es decir, van de sombrero y traje, se mueven en un espacioso sedán, trabajan duro de 8 a 5 de la tarde y luego aceitan la vida con algo de whisky frente al televisor del living. Mientras tanto, sus mujeres mantienen la casa tan brillante como sus propias sonrisas.
Hasta ahí todo bien, aunque presentimos que esto es sólo un prólogo para una tragedia mayor, empezando por la vida familiar de Celine, bastante más “dañada” que su amiga Alice debido a su dificultad para concebir hijos.
Anne Hathaway y Jessica Chastain hacen lo que pueden para mantener este barco a flote y enfrentan el oleaje con garbo hasta que se hace evidente que como contador de historias el buen Benoît Delhomme es un gran fotógrafo.