A 45 años del estreno de Alien, el octavo pasajero (1979), una de las mejores y más influyentes películas de ciencia ficción de la historia, llega Alien: Romulus (2024), la séptima parte de la franquicia. Es una propuesta bastante certera e inteligente que por un momento olvida toda la mitología de sus inmediatas predecesoras Prometeo (2012) y Alien: Covenant (2017). A cambio de eso, va al grano en cuanto a la tensión, el suspenso y el grito al borde del asiento que poseían Alien. El Octavo Pasajero (1979) y Aliens (1986).
Después de tanta cháchara seudo-filosófica, se podría decir que lo mejor es dejar escapar unos cuántos balazos y ver como los musculados bicharracos interestelares destripan cuerpos humanos. No hay que malinterpretar: este largometraje del especialista de horror uruguayo Fede Álvarez (Posesión infernal, No respires) no es una orgía de sangre ni un matadero audiovisual, pero sí un producto que tiene claro que las elucubraciones tienen fecha de vencimiento si hay que arrancar de los malos.
De cierta manera Alien: Romulus combina lo mejor de dos mundos: el misterio y suspenso de la película de Ridley Scott de 1979 y la acción implacable de la cinta de James Cameron de 1986. No está la búsqueda de David Fincher de 1992 ni la disparatada trama de Jean-Pierre Jeunet de 1997. Curiosamente aún queda algo del discurso anticorporativista que Ridley Scott imprimió a la saga cuando la retomó en los trabajos del 2012 y el 2017.
La trama de esta “intercuela” transcurre en un período indeterminado entre Alien, el octavo pasajero y Aliens. O sea, entre Alien 1 y Alien 2, para no complicar demasiado. Estamos en la colonia minera galáctica de Jackson, un destino infame para los humanos sin dinero y los androides que los asisten en sus funciones obreras. Se trata de un planetoide donde nunca sale el sol y la esperanza de vida es mínima debido a las enfermedades que se contraen en las minas.
Una muchacha que debe tener poco más de 20 años y que se llama Rain (Cailee Spaeny) trabaja justamente en la extracción de recursos de la tierra, condenada al mismo fin prematuro que sus padres. Halla algo de solazo junto en un simpático androide que responde al nombre de Andy (David Jonsson) y que está fallado de fábrica: tiene ataques semi-epilépticos y hay que reiniciarlo.
Esta pareja es una de las fortalezas del filme y su suerte se sellará cuando el también veinteañero Tyler (Archie Renaux) le pida a ambos que los acompañe en una misión para optar a una vida mejor. ¿En qué consiste la oferta? Tomar el control de una nave espacial sin tripulación y sin rumbo que momentáneamente planea sobre los cielos de Jackson. Una vez arriba pueden viajar a un planeta con mejores condiciones de vida.
Como a ciertos humanos de baja estofa no se les permite ingresar a este tipo de artefactos, Tyler y sus tres compinches (su hermana Kay, su amigo Bjorn y su novia Navarro) le imploran a Rain que el amable y bonachón Andy ingrese las contraseñas de reconocimiento.
Tras los esperables titubeos de la ocasión, Rain accede y, en fin, nuestra patrulla juvenil interespacial se embarca en un viaje del infierno a bordo de una nave que estará infestada de los conocidos y horripilantes villanos que ya sospechamos.
Ellos no lo saben, pero nosotros sí. Lo que nadie adivina es el tipo de sorpresas y homenajes a la primera de las películas que Fede Álvarez y su guionista Rodo Sayagués incluyen en esta vigorosa aventura contra los xenomorfos. ¿Xeno qué? Xenomorfos, es decir el nombre que se le otorga a estos inmemoriales, ubicuos e inextinguibles parásitos espaciales.