Procedió con calma. El tumulto congregado en el salón del Tribunal de Consulado, aquella mañana del martes 18 de septiembre de 1810, vio cómo el gobernador de Chile, el octogenario Mateo de Toro y Zambrano ponía suavemente el bastón de mando -símbolo por excelencia del poder en el Chile colonial- sobre la mesa central dispuesta en la sala.
Pasadas las 9 de la mañana, cerca de 350 personas habían llegado para llevar a cabo una idea que venía rondando con fuerza en la lejana posesión española de la Capitanía General de Chile. Tras el ineludible intercambio de palabras entre los asistentes, la multitud se silenció respetuosa ante la entrada de Toro y Zambrano, el conde de la Conquista.
Tras colocar el bastón, el silencio se apoderó del lugar. Las miradas atentas y expectantes no se despegaban de la escena. Toro, con gran entereza, simplemente dijo:
“Aquí está el bastón, disponed de él, y del mando”.
A continuación, se dirigió hacia su secretario, José Gregorio Argomedo, y le dijo: “Secretario, cumpla con lo que le he prevenido”.
Y a continuación, Argomedo se levantó de su asiento, tomó un respiro y se dirigió a la audiencia.
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El Chile de 1810 encontrará a sus ciudadanos incorporando a su vida diaria algunos cambios en el vestuario. En los trajes de hombres y mujeres —quienes lentamente tomaban la costumbre del baño de tina diario— se impuso el modelo “Imperio”, llegado desde Francia, más ligero, ceñido y de diseño más sencillo. Pantalones, levita y chaleco, para ellos; camisones vaporosos ajustados bajo el busto y con los brazos al desnudo, para ellas. De alguna manera, era el símbolo de una sociedad que comenzaba a abrirse a los nuevos tiempos.
Precisamente, el país europeo indirectamente también influyó en los hechos que llevaron al cabildo del 18 de septiembre. En 1808, Napoleón Bonaparte invadió España, aunque en principio no iba a apoderarse de ese reino, sino marchar hacia Portugal, con el fin de someter a los portugueses quienes no habían respetado el bloqueo comercial que el emperador de los franceses impuso en toda Europa contra Inglaterra.
El pueblo español se resistió al paso de la Grand armeé, hubo un levantamiento que se conoció como el motín de Aranjuez, donde el rey Carlos IV, abdicó a favor del príncipe, Fernando VII, un tipo mujeriego, fumador empedernido y de apetito voraz. Pero entonces ocurrió lo increíble: las querellas entre padre e hijo continuaron, y Napoleón los reunió a ambos en Bayona, donde tomó una decisión drástica. Obligó a Fernando a devolverle la corona a su padre, y a este, a que se la entregase. Algo así como unas sillas musicales monárquicas. El nuevo rey de España sería José Bonaparte, el hermano del emperador, y Fernando fue tomado prisionero.
En América las noticias llegaban de manera alarmante. Nadie sabía muy bien qué ocurriría. En España, para resistir la invasión, se levantó un Consejo de Regencia. Esta gobernaría el país mientras durara el cautivo del rey, y además a las colonias americanas. Las cuales, también comenzaron sus propios procesos internos para ver cómo reaccionar.
El 25 de mayo de 1810, en Buenos Aires, un grupo de criollos porteños destituyó al virrey Cisneros y formó una junta de gobierno. Dado que no se reconocía la jurisdicción del “Consejo de Regencia” formado en la península, puesto que los territorios americanos eran patrimonio directo del rey, no del pueblo español.
Ese mismo año, el 19 de abril, también se proclamó una junta en Caracas, en la Capitanía general de Venezuela. El 20 de julio, se formó una junta en Bogotá, en el virreinato de Nueva Granada. El año anterior, se habían formado juntas en Quito y La Paz, las que fueron duramente reprimidas.
Los criollos contra “El Africano”
A Chile, las noticias llegaron a través del correo de Buenos Aires, por entonces, la ruta comercial favorita de los criollos, debido a que eludían el difícil y tempestuoso Cabo de Hornos. En ese momento, la tensión se concentraba en el palacio de gobierno. En febrero de 1808 falleció el entonces gobernador Luis Muñoz de Guzmán. Según las leyes españolas, quien debía sustituirlo era el militar de mayor graduación del reino, este nombre era el de Francisco Antonio García Carrasco.
García Carrasco era un militar rudo y de trato áspero quien estaba acuartelado en Concepción. Durante su permanencia en la zona enfrentó los embates de la frontera bajo duras condiciones de vida. A la capital llegó con su secretario, Juan Martínez de Rozas, un astuto abogado nacido en Mendoza —por entonces parte de la Capitanía General de Chile— y será un nombre relevante más tarde.
Una vez en el poder, el nuevo mandamás escuchó un inquietante rumor; los criollos querían levantar su propio gobierno mientras estuviese cautivo Fernando VII. Con el instinto de estratega, notó que había una amenaza en ciernes.
Por ello, de inmediato dejó en claro que no toleraría ninguna intentona de junta, como había ocurrido en otros rincones de sudamérica. “Para García Carrasco y los miembros de la Real Audiencia, la resistencia frente a las fuerzas francesas era posible y, por tanto, no era legítimo instituir una junta de gobierno local —señala el historiador y académico de la USS, Gabriel Cid—. Para la mayoría de la elite capitalina, la península estaba perdida y era necesario establecer una junta, a semejanza de otras regiones del continente. Una salida política perfectamente fidelista, por lo demás”.
Pero la actitud del gobernador solo lo alejó más de sus súbditos. “García Carrasco no fue un gobernante querido por la aristocracia de Santiago que incluso lo miraba bastante en menos por su origen —cuenta a Culto el historiador y académico de la Universidad de Chile, Cristián Guerrero Lira—. Había nacido en Ceuta, posesión española en África y por eso lo apodaban ‘El Africano’”.
Apodos más, apodos menos, el hecho concreto es que el tosco García Carrasco no realizó una buena gestión a cargo del reino. “No tuvo un gobierno muy feliz y constantemente se enfrentó al Cabildo y otras instituciones”, apunta Guerrero. Así, fue creando fricciones con los criollos.
“Desde el día uno hubo tensiones, hubo problemas que solamente fueron creciendo —explica el historiador Cristóbal García-Huidobro—. En parte por las circunstancias que venían de afuera, desde las noticias que se recibían de España. Además, por la tensión que se produjo por la visita de una fragata británica que vino a recolectar fondos para la corona española”.
García-Huidobro, también profesor de la facultad de Derecho de la USACH, añade que el gobernador era un hombre de un carácter bastante difícil. “Creaba conflictos artificiales. Por angas o por mangas, como se dice tradicionalmente, terminó por crear la convicción tanto en la Real Audiencia, como en el Cabildo de Santiago, de que lo que había que hacer era derrocarlo”.
Y esa convicción se llevó a los hechos a partir de una decisión que molestó a los vecinos de Santiago. Una noche fueron arrestados tres criollos ilustres que simpatizaban con la idea de crear una junta de gobierno propia. Eran Juan Antonio Ovalle (procurador de Santiago), José Antonio de Rojas (un eminente miembro de la aristocracia capitalina) y el abogado Bernardo Vera y Pintado (quien años más tarde escribiría la letra del primer himno nacional de Chile). Se les acusó de conspiración.
Sin embargo, el entuerto le costó caro al “Africano”. Hubo protestas generalizadas a causa de estas detenciones sumarias. El gobernador terminó sin el respaldo ni de la Real Audiencia ni del Cabildo, y sucumbió a las presiones de los influyentes criollos que no le perdonaban los arrestos cometidos.
Así, la tarde del 16 de julio de 1810, y en medio de los gritos de una muchedumbre que se reunió en el patio del palacio del gobernador (el actual edificio de Correos de Chile, en la Plaza de Armas de Santiago), García Carrasco finalmente dimitió. En su acta de renuncia colocó que su decisión se debía “por el estado de su quebrantada salud” y por la continua agitación en que vivía.
“Se hizo un movimiento con militares, García Carrasco es arrestado, sometido a un juicio de farsa y después lo embarcaron de Valparaíso al Callao”, cuenta García-Huidobro.
En el momento en que García Carrasco estampaba la firma de su renuncia, un grito se escuchó tres veces en el patio del palacio: “¡Junta queremos!”.
Sin García Carrasco, la Real Audiencia se apresuró en hacer cumplir la ordenanza española sobre la sucesión del cargo. ¿Quién sería el elegido?
El hombre que compró un título
83 años contaba Mateo de Toro y Zambrano cuando fue nombrado gobernador de la Capitanía General de Chile, en reemplazo de García Carrasco, siguiendo lo establecido por la ley española, pues fue quien quedó como el militar de mayor graduación. Se trataba de uno de los hombres más adinerados del reino, quien se había hecho millonario primero en base al negocio de los géneros, pero luego apuntó alto y adquirió las haciendas Huechún, San Diego y Perquin, además de algunas chacras y casas.
También había empezado a acumular cargos públicos. Primero fue regidor en el Cabildo de Santiago, luego alcalde de aguas, alcalde de moradores, corregidor, justicia mayor de Santiago, superintendente de la Casa de Moneda y juez diputado del comercio.
Además, acaparó cargos militares: lugarteniente de capitán general y teniente de alcalde mayor de minas, comandante del Regimiento de Milicias de la Princesa y brigadier de los reales ejércitos.
Pero el palo al gato lo dio en 1770. Ocurre que en el siglo XVIII, necesitada de fondos, la corona española había empezado a otorgar títulos nobiliarios a quien pudiese pagarlos. Así, tras desembolsar una importante cantidad, le fue entregado el pomposo título de conde de la Conquista. Ello significó un trampolín en su carrera pública.
Para un grupo de criollos, su nombramiento a la cabeza del país no fue una buena noticia, puesto que esperaban establecer una junta de gobierno, como las que venían naciendo en la América colonial.
Así, en esos días se formaron dos bandos. Uno, liderado por el Cabildo de Santiago, donde la idea de la junta de gobierno inflamaba los ánimos de sus miembros; el otro, desde la Real Audiencia y la Iglesia, quienes eran partidarios de no realizar mayores cambios.
Cada uno de los bandos por su lado pujaba al anciano gobernador, quien solo se limitaba a escuchar. Por su avanzada edad y senectud, era incapaz de tomar una decisión. Para muestra, la primera determinación que tomó al llegar al poder fue...hacer circular una proclama. En ella recomendaba mantener el orden público, en un tono que rayaba en lo paternal.
“Evitándose los escándalos y pecados públicos, las enemistades y rencillas que con ocasión de cualquier ocurrencia se hayan podido promover, lo que se oIvidará enteramente, conservándose todos el más cristiano amor, y la más constante armonía observada hasta aquí entre españoles, europeos y criollos”, rezaba parte de la proclama.
Cual campaña política, los realistas y peninsulares tomaron la proclama como un triunfo, y prestos, se apresuraron a hacer circular otra por la calles de Santiago donde le daban la bienvenida a Toro y Zambrano y se sumaban a sus deseos.
Pero los partidarios de la junta decidieron jugar de manera estratégica. En vez de lanzar proclamas a la calle, optaron por colocar cerca del nuevo gobernador a dos de los suyos: Jose Gregorio Argomedo, como secretario, y a Gaspar Marin, como asesor letrado.
Así, ambos bandos comenzaron a pujar por sus intereses.
Rebeldes sin peluca
Por entonces, se formaban los conjuntos que originarán los primeros bandos políticos chilenos. Cristóbal García-Huidobro explica el panorama: “Fundamentalmente, los grupos que existían eran tres: los patriotas, por un lado, que eran una minoría muy pequeña; los monarquistas, o realistas, que también eran un número relativamente pequeño; después, está un grupo bastante grande, que se conocen como los moderados”.
Pero en la primavera de 1810 la discusión se concentró entre monarquistas y moderados. García Huidobro asegura que por entonces aún no entraban en escena los patriotas asociados a las figuras como O’Higgins, Rodríguez o Carrera . “Los patriotas estaban en su casa, porque recién tuvieron cierto grado de relevancia política con el Congreso de 1811”.
¿Quiénes eran los moderados? “Eran un grupo homogéneo, algunos tenían títulos nobiliarios y eran gente de fortuna, lo que no obsta que hayan habido grupos populares, aunque eso lo vamos a ver en la primera etapa del proceso emancipatorio, entre 1811-1814 —explica García Huidobro—. No querían un quiebre profundo. Aunque tampoco sabían muy bien qué reformas eran las que querían, no había consenso en eso”.
“Sus ideales iniciales eran una reforma que garantizara libertad de comercio, reformas económicas y educativas, además de mayor autonomía local —añade Gabriel Cid—. Fue una generación que, sin proponérselo inicialmente, salvo que se apele a la añeja tesis de los ‘precursores’, terminó liderando un proceso político revolucionario”.
Entre esos primeros hombres públicos había un interés por las ideas que resonaban en los salones europeos. “Algunos habían viajado a Europa, habían conseguido libros de pensadores de la Ilustración y entendían, en parte, esas ideas”, detalla García Huidobro. Por su lado, Cid, agrega que compartían una idealización de la cultura clásica y otras referencias como “un aprecio por los ideales de la Ilustración hispánica que, como sabemos, era católica como monárquica”.
Por ello, la moda de entonces contribuyó a transmitir un nuevo ideario. “El ideal masculino avejentado y de salón del siglo XVIII desapareció para dar paso a un prototipo joven, apuesto dinámico”, detalla la historiadora Isabel Cruz en un capítulo del tomo 1 de la Historia de la vida privada en Chile (Taurus, 2005). De allí a que, por ejemplo, para 1810, ya casi no se usaba la peluca empolvada propia del siglo anterior; se impuso el flequillo hacia adelante y las patillas crecidas, tal como se ve en los retratos de Gil de Castro.
Un caso similar ocurrió con el vestuario femenino, inspirado en el estilo neoclásico. Según Isabel Cruz, desde 1801, las chilenas comenzaron a usar los camisones y vestidos ceñidos, que se diferenciaban del traje más extravagante y complejo del rococó. A estos se agregó el uso del chal y las chinelas que revelaban los pies. Tras varios siglos, el cuerpo dejó de estar oculto completamente; “emergió como verdad natural”, asegura Cruz.
Por ello, agrega que esta nueva lógica de la indumentaria, que usaron los hombres y mujeres de la elite, fue “el tipo de vestuario adecuado para mostrar y aún anticipar los grandes cambios y los nuevos anhelos que se incubaban”.
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Los días fueron pasando, la tensión fue en aumento, y el anciano conde de la Conquista no se decidía a nada. “La verdad es que Toro Zambrano dudaba si seguir la línea propuesta por el Cabildo de Santiago, es decir, formar una Junta de Gobierno fiel al rey Fernando VII o no innovar en la materia, es decir, no hacer nada, que era lo que le proponía la Real Audiencia”, asegura Guerrero Lira.
Al final, esa irresolución permitió que el 13 de septiembre, los criollos simplemente tomaran los hechos por sus manos y convocaran a un cabildo abierto para que este decidiera qué hacer. Fecha y hora: martes 18 de septiembre, 9 de la mañana.
Mateo de Toro y Zambrano terminó por plegarse, pese a que tenía sus dudas. “No le gustaba la idea pues temía al ‘tumulto’ que en ella pudiese producirse, así lo dicen los documentos”, señala Guerrero Lira.
A la hora de las invitaciones se optó por convocar a una gran cantidad de gente. “La Audiencia, al Cabildo, a las autoridades en general, a los superiores de las órdenes religiosas y a los vecinos nobles”, acota Guerrero Lira.
Gabriel Cid señala que Mateo de Toro y Zambrano terminó accediendo por ser considerado una figura de consenso. “Poseía una serie de virtudes en ese momento: una trayectoria burocrática impecable como funcionario de la corona, un estatus social reconocido por la elite local y una avanzada edad, que lo volvían en cierto sentido inmunes frente a las sospechas de ambición de poder o de dar un giro radical al proceso”.
“Era una figura que simbolizaba la posibilidad de avanzar hacia el juntismo defendido por la elite criolla, pero sin despertar recelos secesionistas hacia la monarquía. De ahí el carácter marcadamente fidelista de los sucesos de septiembre de 1810”, agrega Cid.
Para Cristóbal García-Huidobro, hay otro factor que terminó pesando en que Mateo de Toro y Zambrano se plegara a la idea de la junta. “Él también era moderado. Al final del día, él era un miembro de la elite del cabildo. Era un criollo ennoblecido, pero si bien no tenía estas ideas avanzadas ni de progreso, terminó inclinándose por las presiones de su propio grupo social, y su propio grupo político”.
Cristián Guerrero Lira aporta un dato curioso, las invitaciones al cabildo abierto estaban impresas, “lo que desmiente que la primera imprenta haya llegado a Chile en 1812. De hecho ya se habían editado libros en Santiago, pequeños, rústicos, pero había imprenta”. Quien se encargó fue el tipógrafo José Camilo Gallardo, quien tres años después se ocupó de imprimir los ejemplares de El Monitor Araucano, el segundo diario editado en el país.
En total, fueron repartidas 437 invitaciones. De estas, solo 14 fueron para españoles. Estaba clarísima la intención del cabildo. Solo en la tarde del día 17 terminaron de ser entregadas.
Para no llegar desprevenidos, la noche anterior, mientras una fuerte lluvia caía sobre Santiago, un grupo de criollos se reunió en la casa de Domingo de Toro, uno de los hijos del gobernador. Ahí se amañó todo. Se acordó que se establecería una junta de gobierno, que la presidiría el mismo conde de la Conquista; vicepresidente, sería el obispo Jose Antonio Martínez de Aldunate, y los vocales serían Fernando Márquez de la Plata, Juan Martinez de Rozas e Ignacio de la Carrera y Cuevas (padre de los hermanos Javiera, Juan José, José Miguel y Luis).
Además, se acordó la forma en que los debates se abreviaran, y que se impidiera a toda costa a que los oponentes se extendieran demasiado.
¿Fue un cabildo abierto?
Una idea a menudo repetida en los manuales de historia escolar, es que la reunión del 18 de septiembre fue un cabildo abierto. Pero, como suele suceder, en este punto se cruzan algunos aspectos del mito y la realidad.
“En sus orígenes, durante la conquista, los cabildos poseían la función de ser un cuerpo colegiado que representaría al ‘pueblo’, en tanto agrupación de hombres libres”, explica Gabriel Cid. "Sin embargo, con el afianzamiento del régimen colonial el poder se institucionalizó y burocratizó, incidiendo en su declive, eliminándose como práctica política —agrega—. La misma institucionalidad del cabildo se ‘aristocratizó’, como afirma Julio Alemparte.
Habitualmente, el cabildo funcionaba en la modalidad cerrada, es decir en sesiones privadas de sus funcionarios junto al alcalde de la ciudad. “Se reunía el concejo de regidores del municipio”, explica García Huidobro. Por otro lado, el cabildo abierto, operaba en otra lógica. “Eran excepcionales, fundamentalmente cuando se necesitaba invitar a más gente del vecindario para tomar decisiones sobre materias que eran particularmente complejas”, agrega el historiador. Por ello fueron pocas, muy pocas, las veces en que se convocó.
“Entre 1541 y 1799 sólo se realizaron, según consta en las actas del cabildo, 60 reuniones de este tipo: 2 en el siglo XVI, 57 en el XVII y sólo 1 en el XVIII. Para los primeros años del siglo XIX no se registra ninguna”, asegura Cristián Guerrero Lira.
El historiador también ahonda en otro mito que la bruma del tiempo tejió alrededor de dichos encuentros. “Tampoco eran reuniones masivas como se piensa comúnmente. El promedio de asistentes externos al Cabildo, es decir, vecinos, es de 15 o 16, habiendo llegado 81 a la más concurrida (en 1541) y 3 a la con menos asistencia (en 1696). Incluso hubo algunas cuyo inicio se demoró por horas esperando a que se apersonaran los vecinos a pesar de haber sido citados y llamados a viva voz el mismo día por el pregonero que recorría las calles”.
Por ello, la opinión de los expertos es que la reunión del 18 de septiembre de 1810, no se trató exactamente de un cabildo abierto. “Es abierto entre comillas porque se extienden invitaciones a los llamados ‘mayorales del reino’, en este caso, las personas más importantes, más influyentes, gente que tenía oficios y personajes del gobierno”, señala García-Huidobro.
Y en el plano legal, hay un detalle más definitivo. “En las actas del cabildo se dice expresamente que Toro Zambrano no había citado a Cabildo abierto e incluso el acta de constitución de la Junta Gubernativa del Reino, ese era su nombre, no indica que se haya acordado su formación en ese tipo de reuniones —añade Guerrero Lira—. En otras palabras, el acta no dice que se haya tratado de ese tipo de reunión como lo dicen todas las actas de Cabildo abierto”.
¡Junta queremos!, ¡junta queremos!
Tras la lluvia, el sol apareció majestuoso en los albores de la primavera. Pese a ser una iniciativa del Cabildo de Santiago, los 350 invitados que finalmente llegaron a reunirse ese 18 de septiembre no lo hicieron en el edificio que ocupaba la institución (la actual Municipalidad de Santiago), porque no tenía el espacio suficiente para albergar tanta gente. En la invitación, se pudo leer que el sitio elegido fue el salón del Tribunal del Consulado. Esta era una suerte de tribunal comercial, encargado de regular la actividad económica.
El edificio se ubicaba en la intersección de las actuales calles Compañía y Bandera. Años más tarde, en 1823, fue el lugar donde Bernardo O’Higgins abdicó al mando de la nación. Hoy, la construcción no existe, dado que fue demolido en 1925 para levantar la actual sede de los Tribunales de Justicia.
Ahí, tras escuchar las escuetas palabras de Mateo de Toro y Zambrano, José Gregorio Argomedo comenzó a hablar. Explicó que lo que acababa de ocurrir, era la renuncia del gobernador de Chile, y que depositaba el mando en el pueblo, a fin de que este adoptase las medidas indicadas “de quedar seguros, defendidos y eternamente fieles vasallos del más adorable monarca, Fernando”.
Las últimas palabras no nos deben sorprender. Este cabildo, si bien quería autogobierno, nunca pensó en romper relaciones con la corona. “El proyecto político de los moderados era de mantener el poder dentro de su grupo, pero, tratando de conseguir modificaciones a la relación jurídica y económica que tenían con España”, explica García-Huidobro.
“Esa primera generación perseguía reformas dentro del marco de la Monarquía, con la cual no se deseaba romper en primer momento. Eran bastante moderados en términos políticos, a diferencia de otras zonas como en Venezuela, mucho más radical”, añade Gabriel Cid. Por ello asegura que a estas alturas se debe “descartar la simplificación de volver sinónimos los conceptos de patriotas, independentistas y republicanos”.
Tras Argomedo, tomó la palabra José Miguel Infante (“El ideólogo más relevante de ese momento”, según Gabriel Cid). El abogado comenzó a explayarse sobre lo necesario de crear una junta de gobierno, y así evitar un gobierno unipersonal, y puso como ejemplo los desaciertos de García Carrasco.
Los vecinos lo escuchaban atentos. Viendo que tenía toda la atención, Infante jugó una carta bajo la manga. Resulta que se había recibido poco tiempo antes, de parte del Consejo de Regencia, una proclama donde se indicaba que la Junta de Cádiz serviría de modelo para quienes quisieran constituir un gobierno igual.
“¿No es este un verdadero permiso?”, preguntó Infante a la audiencia. Y recalcó que esto se hacía en nombre del cautivo rey Fernando y pidió la solidaridad de los presentes.
En ese minuto, uno de los criollos se puso de pie. Era Manuel Manso, administrador de aduanas. Comenzó a hablar contra la idea de la junta, pero los criollos se miraron, y tal como habían acordado la noche antes, comenzaron a hacer callar a Manso con una sonora silbatina, tan fuerte que, rendido, abandonó la sala. Otro personaje se puso de pie, ahora uno de los pocos españoles, Santos Izquierdo, pero también fue tapado a rechiflas.
Ahí la audiencia comenzó a gritar: ¡JUNTA QUEREMOS!, ¡JUNTA QUEREMOS!
Infante, como procurador de Santiago, puso orden, y así se comenzaron a votar los nombres de quienes conformarían la junta. Nombres que todo escolar nacional debe recordar de memoria, y que básicamente fueron los mismos que se arreglaron la noche anterior. Nominados todos, uno de los presentes pidió agregar dos vocales más. Todos estuvieron de acuerdo y ahí se escogieron a Francisco Javier Reyna y Juan Enrique Rosales.
“No fue una sesión muy tranquila, hubo bastante pelea —afirma García Huidoboro—. Lo que pasa es que uno tiende a escuchar la historia de niño, de que era un hermoso de primavera, que todos estaban de acuerdo y gritaron ‘junta queremos’. Hubo opiniones divergentes”.
Cinco horas duró en total la reunión, a las 15.00 horas se levantó la sesión.
Al día siguiente, se logró lo increíble, que la Real Audiencia, reacia, reconociera la legitimidad de la junta. Desde el mismo minuto, comenzaron a circular las proclamas de instauración de la junta. Se instalaron unas tablas en la Plaza de Armas donde la junta observó el desfile de efectivos militares y recibieron los vítores del pueblo. Hubo fiestas populares hasta el día 20. Chile había celebrado su primer “18”.