La primera película como realizador del director de fotografía mexicano Rodrigo Prieto (Los asesinos de la Luna, Amores Perros, Barbie) tiene la virtud de no caer en los lugares comunes del realismo mágico cinematográfico, algo que podría haber sido el primer mandamiento en una producción menos sutil basada en el clásico libro homónimo de Juan Rulfo. La novela del autor de El llano en llamas (1953) es la precursora por derecho propio de una corriente literaria manoseada hasta el hartazgo y fue publicada en 1955, 12 años antes que Cien años de soledad (1967).

Echando mano a sus habilidades en la iluminación y su capacidad plástica, Prieto opta más bien por un estilo visual gótico. Aquí, las luces y sobre todo las sombras cuentan la historia de un pueblo fantasmal en medio de la nada del estado de Colima. La historia transcurre en gran parte a fines de los años 20, después de la Revolución Mexicana, cuando el conflicto de la llamada Guerra Cristera está en su apogeo, con curas y agentes del gobierno enfrentados entre sí.

Susana San Juan (Ilse Salas) es una de las mujeres protagonistas de Pedro Páramo.

Em cualquier caso, los datos históricos y sociales dejan de ser relevantes dentro de un relato donde a su vez se superponen diferentes épocas y en que ningún hecho político o fecha es indicada a pie de página, utilizando subtítulos. Por el contrario, Prieto y el guionista español Mateo Gil (Tesis, Abre los Ojos) optan por sumergir al espectador en una suerte de sueño inespecífico que a más de alguien le puede costar seguir. Es una desventaja con respecto al libro, donde la “magia” de Rulfo se alimenta de todo el arsenal verbal de un gran narrador.

A cambio, Rodrigo Prieto apuesta a lo que mejor sabe hacer alguien que viene de la fotografía: la creación de imágenes cuidadas, la sugerencia en el encuadre, la estampa del pintor. No por nada los interiores de estas casonas de estilo colonial tienen algo de las escenas que transcurren en los pasillos y habitaciones de los Osage en Los Asesinos de la Luna, de Martin Scorsese.

Abundio (Noé Hernández) y Juan Preciado (Tenoch Huerta) llegan al pueblo de Comala en la película Pedro Páramo.

En este sugestivo marco cromático lo que se cuenta es la llegada de Juan Preciado (Enoch Huerta) al pueblo de Comala en busca de su padre Pedro Páramo (Manuel García-Rulfo, lejanamente emparentado con el escritor). Arriba ahí por deseo expreso de su madre antes de morir, quien le pidió “que reclamara lo suyo”, lo que les negó a ambos desde siempre.

Pedro Páramo es una suerte de amo y señor local, hijo de terratenientes, cristiano por conveniencia, más blanco que la media y padre biológico de cuánto crío no reconocido aparezca por ahí. Tiene un mostacho a lo Jorge Negrete como buen galán de cine del período de oro y su gran amor fue Susana San Juan (Ilse Salas y Sarah Rovira), la quinceañera que abandonó el pueblo cuando él tenía la misma edad.

Es un gran personaje y es un prototipo al mismo tiempo. Hay que tener cuidado con eso, pues en manos torpes todo puede quedar reducido a mal folletín.

El patrón Pedro Páramo (Alfonso García-Rulfo) y Don Fulgor (Héctor Kotsifakis) en Pedro Páramo.

Juan Preciado, por otro lado, está más cerca del pobre diablo. No sabe qué hacer en el pueblo, todo le resulta extraño y las sucesivas mujeres que conoce sólo le corroboran que Comala ya no es lo que fue y que Pedro Páramo tal vez es solo un mito fundacional.

Para ser una película de Netflix, Pedro Páramo es bastante original en sus tiempos, silencios y cadencias. Se nota que a Rodrigo Prieto le dieron rienda suelta, que confiaron en él, en su guionista Mateo Gil (Tesis, Abre los Ojos) y en su montajista chilena Soledad Salfate. El hombre hizo lo mejor con la ilustre novela y eso es más que digno. Ya se sabe que adaptar pesos pesados de la literatura puede terminar en nocaut al primer asalto.