Nunca es invierno en la isla en la que vivo hace treinta años. En rigor, nunca hace frío. Refresca un poco en el invierno presunto, teórico, pero no hace realmente frío. Hay solo dos estaciones en la isla bendita que me dio cobijo: una, el verano, que dura medio año o poco más, de abril a octubre, con temperaturas sofocantes, abrasadoras, que incendian la piel, y con lluvias persistentes que todo lo inundan, y con amenazas de huracanes que arrastran la furia ciega de los dioses; y otra, el invierno, que, ya dije, es una ficción, una simulación o una impostura, unos meses, de noviembre a marzo, en los que la temperatura baja como mucho a quince o catorce grados centígrados, y entonces casi todos nos escandalizamos, pasmados de frío, y sacamos los abrigos, las chalinas y las medias gruesas, quejándonos del clima encarnizado que de pronto se ensaña con nosotros, los consentidos habitantes de la isla.

Estos días de diciembre son espléndidos para salir a caminar porque desaparecen los mosquitos, las lluvias se hacen infrecuentes y las casas se iluminan con graciosas decoraciones por las fiestas de fin de año. Sin embargo, son también días tristes para mí, porque no consigo olvidar a mi gata amada, que ahora reposa para siempre bajo el jardín de nuestra casa, y porque el canal de televisión en que trabajo ha despedido a decenas de empleados, unos compañeros de trabajo que son también mis amigos, unos colegas con quienes he compartido estudio durante años. Han sido cesados los ingenieros, los camarógrafos, los iluminadores, los técnicos de sonido, los operadores de vídeos, la jefa de piso y hasta la señora de la limpieza. Solo nos hemos salvado de la guillotina un editor y yo. Será difícil hacer el programa sin la presencia de los compañeros despedidos. Pero el canal está en crisis y, como es comprensible, los dueños y sus gerentes se ven en la penosa obligación de recortar los gastos para no seguir perdiendo dinero mes a mes. Mucho me temo que me queda poca vida al aire en ese canal de televisión en el que he fatigado el oficio de predicador, excitado de abundante cafeína, durante casi dos décadas.

Por fortuna, he conseguido convertir una adversidad en una oportunidad para estar mejor. Los dueños y sus gerentes me dieron vacaciones forzadas, no pagadas, todo el mes de diciembre, y me prometieron que en enero volveré al aire, pero eso está por verse y todo es incierto en aquella televisora diezmada por la crisis. Entonces pensé que la mejor manera de sobreponerme a esa contrariedad era usando bien mi tiempo, volcándome apasionadamente a escribir una novela, una más, pues siempre hay una novela turbándome la cabeza. Por eso, desde el primer día de diciembre, en lugar de dirigirme a la televisión al final de la tarde, de traje y corbata, ya maquillado, me encierro ahora en mi estudio de trabajo, ruego que no me interrumpan y me siento a escribir tres o cuatro horas. De pronto, escribo en una zona luminosa, fecunda, una zona que es independiente del tiempo. Quiero decir, cuando escribo me olvido de la impiadosa dictadura del tiempo, no miro el reloj, no hay pausas comerciales, no hay prisas ni apuros, puedo escribir libremente hasta que el capítulo, si acaso, llegue a su fin de un modo que me parezca aceptable, decoroso. Recién entonces veo el reloj y son las diez de la noche, hora en que solía terminar mi programa de televisión. Esas horas escribiendo como si la novela fuese una cometa de papel que echo a volar tensando apenas el hilo largo que la sujeta, imaginando un universo que puedo controlar y gobernar cual dios menor, viendo desfilar a los personajes variopintos que habitan en mi cabeza, oyendo sus voces díscolas y libertinas, me permiten renacer, redimirme de las derrotas y tristezas de cada día, sanar el alma herida, darle un propósito a mi existencia y recordar que soy un escritor, y no tan solo un figurante de la televisión.

Me han hecho entonces un favor. Estas vacaciones forzadas de la televisión, que son un ensayo o un entrenamiento para la vida que está por emboscarme a la vuelta de la esquina, me han recordado que todavía soy un escritor y que soy más feliz cuando escribo mis cosas afiebradas que cuando salgo en la televisión hablando de política, un oficio tóxico, venenoso, que inauguré hace más de cuarenta años, y que, me consta, se pudre bien pronto, se descompone enseguida. Las cosas que escribo aspiran a perdurar; las que digo en la televisión por las viles razones del dinero se deshacen en el vasto universo de la irrelevancia tan pronto como gasto ese dinero. El arte es eterno; el periodismo, efímero. El arte, si vuela alto, eleva a le gente, la enaltece, la enriquece; las noticias políticas la hunden en la desazón, la angustia y el pesimismo. El arte saca lo mejor de las personas; la política, lo peor. Por eso, cuando escribo, cuando trato de contar una historia bien contada, cuando presto mi voz a otras voces que habrán de sobrevivirme, luego me siento bien, me siento joven, me siento travieso y jodedor, me siento como me sentía cuando empecé a escribir mi primera novela a los veinticinco años, lejos de mi país de origen, un país que, según mi percepción acaso paranoica, lastraba o refrenaba aquellos primeros bríos creativos. En cambio, cuando voy a la televisión y hablo de política en el tono exasperado y sentencioso del profeta o del charlatán, luego me quedo triste, vacío, descorazonado, deprimido, porque las criaturas humanas que se disputan el poder en el mundo promiscuo y desalmado de la política suelen provocar miedo, cuando no espanto.

No me va quedando ya mucho tiempo en el horizonte. Pronto cumpliré sesenta años. No viajaré a ninguna parte ni haré fiesta, banquete, cuchipanda o sarao. Los cumpliré en la isla bendita, cenando discretamente en alguno de mis restaurantes favoritos, y recordaré que, con suerte, me quedarán ocho o diez años de vida plena, no más. Pienso que es mejor vivir así, como si fuera a morir a los setenta, y no asumiendo con ligereza que moriré después, a los ochenta o los noventa. Entonces, al recordar que solo me quedan diez años hasta el confín que alcanzo a avistar, acaso seré capaz de elegir bien las cosas que quiero hacer en ese último tramo de mi existencia. No quiero perder el tiempo cuando me queda tan poco tiempo. No quiero hablar tanto de política, que ciertamente es una manera babosa de perder el tiempo. No quiero viajar tan a menudo, pues los viajes recortan mi expectativa de vida, dejándome exhausto y dependiente de más pastillas. No quiero postular a la presidencia del país, ni a una alcaldía menesterosa, ni a ningún congreso, gabinete ministerial, embajada, agregaduría cultural o secta de biempensantes. No quiero producir películas, series ni documentales. No quiero producir nada. No quiero participar en las reuniones de mi numerosa familia biológica, ni viajar con frecuencia a la ciudad del polvo y la niebla, la ciudad en que nací y no pude ser feliz.

Lo que quiero estos últimos años es recordar que soy un escritor, celebrar que soy un escritor y escribir con la espléndida libertad de estos días de diciembre, sin pensar en ninguna otra cosa que no sea la trama de la novela, las intrigas de los personajes, sus dichos procaces o calenturientos, el triunfo definitivo de la ficción como una forma del paraíso sobre la realidad como una dimensión chata y áspera del infierno mismo. Escribir entonces sin pensar en el dinero, sin mirar el reloj, sin apremios ni premuras, sin miedo a las almas pías que habrán de escandalizarse, con la serena y firme determinación de contar una historia bien contada, que, cuando yo no esté, sea capaz de preservar, si acaso, un cierto poder hipnótico sobre el temerario lector que se asome a ella. Escribir entonces como si no fuera a morir nunca, sabiendo que moriré pronto.