Werner Herzog publica sus memorias: “La cultura del lloriqueo me resulta aborrecible”
Cada uno por su lado y Dios contra todos (Blackie Books) se llama el libro donde el reconocido cineasta alemán cuenta su vida. Desde su infancia pobre en un pueblo rural de Alemania, a sus inicios en el cine y sus años dorados como director. Acá una pincelada.
Lo primero que a Werner Herzog se le pasó por la cabeza es que era una locura. Algo demencial. Mientras vivía en una pensión en Múnich junto a su familia -básicamente su madre y sus hermanos- un día conoció a alguien que lo marcó de por vida. Al llegar del colegio escuchó un alboroto en la cocina y vio que la joven cocinera estaba furiosa. “Perseguía a un joven al que nunca había visto y le atizaba con una bandeja de madera. El hombre huía lanzando unos chillidos estridentes. Le había metido la mano debajo de la falda. Era Klaus Kinski”.
Y así fue que Herzog, entonces un escolar de 13 años, conoció al que era un joven y promisorio actor, de 26. “Ya había adquirido una reputación de actor poco corriente gracias a pequeños papeles en diversos teatros. No ganaba mucho, pero también le gustaba coquetear con el papel de genio incomprendido y hambriento”.
Kinksi también tenía otro lado menos manejable: sus estallidos de ira y furia que lo hacían incluso destruir cosas (lo que le costó la expulsión de la pensión). Los caminos de ambos volverían a cruzarse años más tarde, y el cineasta reconoce: “Sabía donde me metía cuando empecé a trabajar con él quince años después”.
La anécdota es parte de las memorias del reputado cineasta alemán, tituladas Cada uno por su lado y Dios contra todos, que publica Blackie Books en castellano y ya se encuentran en Chile. Con una escritura pulida y ágil, el oriundo de Múnich -de 82 años- cuenta su vida, desde su infancia a sus años como cineasta.
En sus orígenes, Herzog cuenta que vivió una infancia muy pobre en la ciudad rural de Sachrang, su padre abandonó el hogar y fue su madre -bióloga- quien debió hacerse cargo de él y de su hermano. Esto en el contexto de una Alemania sumida en la ruina de la post Segunda Guerra Mundial, cuando los vencedores del conflicto se repartieron el país y el Plan Marshall debió ayudar a la reconstrucción. Por entonces, vivía una vida muy sencilla, campestre pero dura. No tenían agua potable, ni electricidad y preparaban jarabes de hierbas para engañar al calor del hambre. “Un verano, estábamos muertos de sed, así que entramos en el establo de la cabaña Schreckalm y mi hermano se acercó a una vaca para ordeñarla. Pero el animal era joven y le pegó una coz tan fuerte que lo mandó volando hacia la parte trasera del establo. Todavía hoy sé ordeñar una vaca y reconozco a las personas que saben hacerlo, igual que uno identifica a veces a un abogado o a un cantinero”.
Pero en esa infancia también hubo momentos de los otros. Los duros, los complejos. “El recuerdo más intenso que tengo de mi madre, grabado a fuego en mi mente para siempre, es un momento en que mi hermano y yo estábamos aferrados a su falda, llorando de hambre, y en su rostro había una ira y desesperación que nunca había visto ni volveré a ver jamás. Entonces, con mucha calma y dominio de sí misma, dijo: ‘Muchachos, si pudiera cortarme un trozo de carne de las costillas, lo haría, pero no puedo’. En ese momento, aprendimos a no volver a quejarnos. La cultura del lloriqueo me resulta aborrecible”.
Herzog también relata cuál fue su primer encuentro con el cine, en esa misma infancia de campo. “Nunca había visto una película, no conocía el concepto del cine. No tenía ni idea de que existía algo así, hasta que un día apareció un hombre con un proyector móvil en la única aula de la escuela rural de Sachrang y proyectó dos películas, pero no me impresionaron en lo más mínimo”. Años después, ya con 12, entró por primera vez a una sala de cine cuando la familia volvió a Múnich.
Poco a poco comenzó a crecer en él la idea de ser cineasta. Y entró a estudiar cine en el Instituto de Cine y Televisión de Múnich, y a los 19 años obtuvo su primera cámara. ¿Cómo lo hizo? Robándola. “Me encontraba en el almacén de material técnico del Instituto de Cine y Televisión, donde siempre había una persona encargada del mantenimiento. Pero un día me quedé allí solo. Al principio no me di cuenta. Luego, al cabo de un rato, noté el silencio y miré a mi alrededor: no había nadie más. Había unas cuatro o cinco cámaras en una estantería y cogí una que me gustó. Luego otra, y miré el objetivo que llevaba. Como no apareció nadie, salí con la cámara y enfoqué algunos objetos lejanos. Y, ya en la calle, se me ocurrió de repente la idea de marcharme. Era viernes. Tenía la intención de filmar durante el fin de semana y devolver la cámara el lunes. Pero el lunes y el martes aún seguía filmando, así que me la quedé. No creo que el instituto se diera cuenta de que faltaba. La sensación que tenía yo no era de robo, sino más bien de desposesión. Dicho de otro modo, sentía que era un derecho natural poner una cámara en el lugar que le correspondía. Con ella, rodé mis primeros cortometrajes”.
Pero lejos el momento más estelar de estas memorias es cuando se sumerge a contar cómo fue el complicado rodaje en Perú de su ineludible filme Aguirre, la ira de Dios (1972), con Klaus Kinksi en el rol central de Lope de Aguirre, el deschavetado conquistador español que lidera una expedición por el Amazonas buscando El Dorado, una ciudad mítica que poseía mucho oro. Ahí, Herzog debió lidiar con los ataques de ira de su estrella, quien exigía “estar cerca de la naturaleza”.
“Le había comunicado varias veces por escrito que no rodaríamos la escena inicial en un glaciar, como se describía en el guion, sino que comenzaríamos con el descenso del ejército al valle del Urubamba”. Pero a Kinski eso le importó un comino. “Trajo chaquetas de pluma, piolets, cuerdas, tiendas de campaña y sacos de dormir que no siquiera sabíamos dónde colocar. Siguiendo sus instrucciones, tuvimos que montar su tienda en un claro de la selva, pero la primera noche llovió a cántaros y quedo calada por la humedad. Su furia se prolongó durante horas, hasta la madrugada”. Al cineasta solo le quedó un camino. “Me enfrenté a Kinski y mantuve la sangre fría mientras él daba rienda suelta a su furia”.
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