El maquillador y el escritor: un relato de Jaime Bayly
Ahora en el estudio siguen de pie las cámaras, pero ya no hay camarógrafos, no hay técnicos, no hay público que ríe y aplaude, no hay nadie, absolutamente nadie. Hago entonces el programa a solas, aunque siento la presencia de fantasmas que me susurran cosas al oído, unos fantasmas que, sospecho, son las voces de quienes han sido despedidos. Solo hemos quedado, de momento, el editor, la jefa del control maestro y yo. Es inevitable preguntarse qué carajos hago acá, quién diablos estará viéndome, si ya casi nadie mira la televisión.
El primer lunes de enero, día desusadamente frío, he vuelto a la televisión, después de un mes entero de vacaciones, dedicado a escribir una novela sobre unos dictadores que ya no respiran. En cierto modo, echaba de menos esa rutina torturada y acaso autodestructiva, el hábito de conducir una hora, por autopistas congestionadas, hasta el estudio en los arrabales de la ciudad, para mantener con vida, aunque una vida ya otoñal, al señor que habla de política en su programa de televisión, imaginando que mucha gente lo ve, sin sospechar que muy poca gente pierde el tiempo viéndolo. Llevo más de cuarenta años saliendo en televisión, hablando en televisión, y cuando de pronto dejo de hacerlo, una zona de mi existencia se apaga, se extingue, se muere. Podría decirse entonces que estoy más vivo que nunca cuando salgo en vivo en televisión, o que esa es la forma de vida más perdurable que conozco.
La primera vez que salí en televisión era un domingo, día de elecciones, y estaba tan nervioso y asustado que no pude dormir la noche anterior. Mi abuelo me prestó un saco y una corbata, me deseó suerte y salí de su casa a las cinco de la mañana, todavía de noche, manejando su auto, confiando en mi pericia para conducir, pues él me había enseñado a hacerlo, dándome el timón de su auto para emprender juntos un largo viaje de cuatro horas hasta la hacienda que años atrás le habían confiscado los militares y ahora estaba reducida a ruinas, escombros y campos baldíos. Llegué al canal antes de que se iniciara la transmisión en directo a las seis de la mañana. Los productores, a pesar de que yo tenía dieciocho años y nunca había dicho una palabra en televisión, confiaban imprudentemente en mí porque leían una columna que yo escribía en un periódico conservador. Antes de salir al aire, me llevaron al cuarto de maquillaje. Aquella fue la primera vez que me maquillaron. No me disgustó. Sentí que esas cremas y esos polvos eran capas de mentiras, ficciones adheridas a mi rostro, imposturas convenientes que encubrían mis imperfecciones y ocultaban mi verdadera identidad. Me sentí escondido detrás del maquillaje, protegido por tantos afeites y carmines. Todavía no estaba bien informado sobre mi sexualidad. Yo me hacía la ilusión de que era heterosexual. La suavidad de las esponjas y los pinceles, de los correctores y los rubores, del pintalabios y las brochas, me dieron la bienvenida al mundo de la televisión, sin que yo pudiera sospechar que así, de traje y corbata, y con la cara decorada y empolvada, habría de ganarme la vida, toda la vida.
Mi retorno a la televisión, después de un mes de vacaciones forzadas, ha sido todo, menos triunfal. Dado que soy feliz en mi casa, en mi estudio de trabajo, ya no me gusta tanto salir. El trayecto hasta el estudio en los extramuros de la ciudad, avanzando a paso de hombre por unas autopistas desbordadas de coches guiados por conductores impacientes, me ha parecido insufrible, una espantosa manera de perder el tiempo. Los gatos que antes me esperaban en la puerta del canal ya no estaban: sentí que los había traicionado, abandonado a su suerte. Al entrar a la televisora, en silencio y deshabitada como una iglesia confundida en un pueblo de ateos, eché de menos a mis compañeros de trabajo, despedidos a principios de diciembre. Ahora en el estudio siguen de pie las cámaras, pero ya no hay camarógrafos, no hay técnicos, no hay público que ríe y aplaude, no hay nadie, absolutamente nadie. Hago entonces el programa a solas, aunque siento la presencia de fantasmas que me susurran cosas al oído, unos fantasmas que, sospecho, son las voces de quienes han sido despedidos. Solo hemos quedado, de momento, el editor, la jefa del control maestro y yo. Es inevitable preguntarse qué carajos hago acá, quién diablos estará viéndome, si ya casi nadie mira la televisión. Siento que estoy montando a caballo por una autopista de coches conducidos por robots. Siento que voy a caerme del caballo. Siento que pronto no podré montarme en el caballo, como ese viejo emperador romano, que ya era viejo con sesenta años, como yo.
No me he atrevido todavía a despojarme de la corbata. Me he pasado la vida entera comprando corbatas para usarlas en televisión. Me han regalado decenas, centenares de corbatas. Tengo muchas corbatas en esta casa y muchas más en la casa que me cuidan allá lejos, en la ciudad donde nací. Cuando me anudo la corbata, pienso que lo hago por respeto al público, aunque acaso ignoro que ya no hay un público que me respeta, y que el público es una ficción, una de las tantas ficciones que recorren mi vida. Sin embargo, estos primeros días de enero me he atrevido a cuestionarme si debo seguir maquillándome todas las noches, antes de salir al aire. Durante décadas, muchas maquilladoras, en numerosos canales, en distintas ciudades americanas, han convertido mi rostro en una paleta y lo han pintado como les ha dado la gana, sin objeciones ni quejas por mi parte, pues siempre he sentido que, cuando me maquillan, me acarician, y cuando me acarician con esponjas y brochas, me inducen a pensar que mi cara es importante y que, por tanto, debe de ser que yo soy importante, o lo soy al menos en ese momento. Pero ahora ya no quedan maquilladoras en el canal y soy yo mismo quien me acicalo en casa, en el baño de visitas. Aprendí a hacerlo cuando llegó la pandemia y desde entonces me he entregado a la rutina de aplicar un corrector, esparcir una base y sellar con polvos el afeite. Llevo entonces varios años maquillándome, y haciéndolo fatal porque mi hija me dice que parezco un mapache, y de pronto he sentido estos días de invierno que estoy harto de esconderme tras esas capas de mentiras sonrosadas y que ya estoy bien grande para salir en televisión con mi cara verdadera e imperfecta y no con esa otra cara hecha de simulaciones e imposturas.
Por fin he salido una noche en el programa de televisión sin maquillarme. Me ardía la cara, me picaban las mejillas, me rascaba la barbilla, todo lucía irritado y me daba escozor porque, al parecer, mi piel dañada de adulto mayor ya no resiste esos productos químicos y me pide que la libere de ellos. Haciendo acopio de coraje, me he sentado frente a la cámara, diez minutos antes de salir al aire, y le he preguntado a la jefa del control maestro cómo me veía, y me ha dicho que no tan mal, que se me veía la cara rojiza, brotada de alergias, y las sombras del bigote y la barba, y el brillo grasoso de la transpiración, y le he dicho que no me maquillaré esa noche, que no me maquillaré nunca más, y que si alguien deja de verme porque ya no aparezco emperifollado, es porque estaba viendo el programa equivocado, y entonces no lamentaré la súbita ausencia de ese improbable espectador. Por primera vez en mi vida, cuarenta y tantos años después de inaugurar una carrera en televisión, he salido en el programa sin maquillarme y me he sentido bien, he sentido que esa cara rechoncha y desaliñada es la mía de verdad, he sentido que ya no necesito pintarme la cara para esconderme, para encubrir mi identidad, para ocultarle a la gente el desastroso sujeto que soy. He sentido entonces, al mostrar mi rostro verdadero, que salía de nuevo del armario, una formidable sensación de libertad.
Sin embargo, bien miradas las cosas, he sido un maquillador, acaso sin advertirlo, desde que di el salto suicida de convertirme en un escritor. En efecto, al volver a casa cerca de la medianoche, manejando por unas autopistas ya menos obstruidas, he comprendido que, más que un escritor, soy principalmente un maquillador, porque las ficciones que escribo son capas de maquillaje que uno esparce y colorea sobre el rostro pálido, macilento de la realidad, y por tanto una novela es un delicado trabajo de maquillaje que aspira a embellecer las verdades grasosas, imperfectas, de la vida misma. Y entonces las palabras, y la inventiva, y todos los colores del arcoíris que despliega la imaginación, y las mentiras persuasivas, y los destellos de humor, son capas finas de maquillaje que el escritor aplica al rostro desnudo de una historia, una historia que, bien maquillada, bien adornada, bien decorada, habrá de seducir al lector. Dejaré entonces de maquillarme el rostro, si me atrevo a ser valiente, pero no de maquillar las historias que escribo, porque una novela mal maquillada es, me temo, una novela mal escrita.
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