Columna de Marisol García: David Lynch al oído

LYNCH

"Es importante recordar hoy, en la despedida, que aquello que llamamos lyncheano suponía también el aprecio a la tradición de la canción sureña estadounidense como clave de un tipo de convivencia cultural compartida, capaz de explicar, por ejemplo, el origen de un personaje a través de aquello que lo conmovía".



En el “Club Silencio” nada suena en vivo, aunque así lo parezca. “¡No hay banda!”, grita en tres idiomas el animador sobre el escenario, mientras de fondo se oyen un órgano, un clarinete y un trombón que en verdad no están ahí. Un trompetista hace como que toca, pero “es todo una cinta. Una… ilusión” se le advierte a la audiencia. Cierra el show la cantante Rebekah Del Rio (“La Llorona de Los Ángeles”) con una tan entregada versión a capella del “Crying” de Roy Orbison (traducida al castellano), que al fin cae desmayada antes de concluirla. Pero su voz sigue sonando. Llorando.

Definió muchas veces David Lynch que el cine es “sonido e imagen moviéndose en simultáneo. No sé por qué no todos lo entienden así”. Aquel pasaje inolvidable en su filme Mulholland Drive (2001) es prueba de la impecable concatenación de códigos que el recién fallecido director volvió marca de estilo, y no solo en un sentido literal. Cineastas con buen gusto en soundtracks hay muchos. Incluso están los que, como Lynch, llegan a mostrar discos de composiciones propias, en paralelo a su filmografía. Pero nada de eso iguala la decisión creativa de darle a la música —y a lo sonoro, en general— la responsabilidad de un personaje, haciendo participar al oído de giros clave para la historia que se va contando. O, como en el ejemplo de arriba, asignándole a la escucha la tarea de traducir pistas que explican una trama mayor.

La alianza más conocida al respecto fue la que el cineasta estableció con Angelo Badalamenti, compositor neoyorquino a cargo de la mayoría de las bandas sonoras de sus películas (además de las de algunas series y comerciales a su cargo), en sintonía con la ambientación de misterio, irrealidad y suspenso que estas exigían. Pero es importante recordar hoy, en la despedida, que aquello que llamamos lyncheano suponía también el aprecio a la tradición de la canción sureña estadounidense como clave de un tipo de convivencia cultural compartida, capaz de explicar, por ejemplo, el origen de un personaje a través de aquello que lo conmovía. Esto es bastante obvio en Blue Velvet (1986), donde tanto la canción que le da título al filme —en la versión de Bobby Vinton, que era la que Lynch recordaba como su favorita en la adolescencia— como otra de Roy Orbison (“In dreams”) instalan un imbatible mood para sostener la película.

Pero está, también, en varios momentos de la serie Twin Peaks, en la cita a “The loco-motion” en una escena de Inland Empire (2006) o en sus varios cruces de colaboración con Chris Isaak (fue, de hecho, por Corazón salvaje que conocimos “Wicked game”), un cantautor californiano que resultaba afín a esa misma estética de nostalgia sombría y seductora que Lynch asociaba a momentos de la vida de su país particularmente sugerentes. A Lynch le gustaba demasiado la música popular como para reducirlo equivocadamente a un cine de supuesta evasión de la realidad. Sin buena música, Lula (Corazón salvaje) simplemente no puede seguir manejando su auto por la carretera. Y entonces grita: “¡No aguanto más esta radio! ¡Nunca en mi vida había escuchado tanta mierda! Sailor Ripley: ¡cónsígueme música ahora mismo! I mean it!”. Para qué seguir, si no.

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