El futbolista retirado: un relato de Jaime Bayly
El escritor quiere hacer una película. Tal vez porque sabe que es un escritor irrelevante, sueña con volverse relevante escribiendo y produciendo una película.
El escritor quiere hacer una película. Tal vez porque sabe que es un escritor irrelevante, sueña con volverse relevante escribiendo y produciendo una película.
El sueño que lo persigue no es reciente. Cuando escribió su primera novela hace más de treinta años, imaginó que sería una película. No se equivocó. Gracias a que ese libro fue un éxito, vendió los derechos cinematográficos a un renombrado productor español que llegó a su apartamento en la isla conduciendo un auto blanco, descapotable, vistiendo una holgada camisa de flores, pues era rollizo, y fumando un habano. El productor abrió un maletín, sacó unos fajos de dólares, los entregó al escritor y compró la historia. Años después, la novela se transfiguró en película. Tuvo éxito de taquilla y de crítica. Pero al escritor no le gustó. No le permitieron escribir el guion. Le cambiaron el final de la trama. Se sintió traicionado. Pensó: yo mismo debí producirla y dirigirla. Pensó: quizás debí actuar en ella.
Diez años más tarde, un joven y talentoso cineasta de origen venezolano se puso en contacto con el escritor y le compró los derechos para el cine de una de sus novelas más populares. El joven cineasta pidió dinero prestado a sus padres y a los amigos de sus padres. Luego gastó millones en producir la película. No tuvo éxito de taquilla ni de crítica. El escritor le dijo, antes de comenzar el rodaje: no contrates a esos actores de culebrones porque entonces la película parecerá un culebrón. El joven cineasta no le hizo caso. Sin embargo, el escritor quedó satisfecho. Le pareció una película de buena factura técnica. No le gustó, sin embargo, que cambiaran ciertos pasajes del guion, sin consultarle. Tampoco le gustó que no le permitieran actuar siquiera fugazmente.
En los últimos tiempos, el escritor ha recibido ofertas de otros productores de cine, pero es renuente a venderles sus novelas porque lo ataca y refrena la sospecha de que el resultado será pobre, decepcionante. Por eso está pensando producir la película él mismo, para tener absoluta libertad creativa, reservarse el derecho al último corte de edición, elegir a los actores y, si acaso, actuar fugazmente. No quiere vender una historia. Ya lo hizo dos veces y no quedó contento. Ahora quiere llevar él mismo la historia a la pantalla grande.
El escritor es un amante del cine. En sus buenos tiempos, cuando estaba de vacaciones, era capaz de ver tres y hasta cuatro películas en un solo día, caminando de un cine a otro, saltando de una sala a otra, comiendo algo al paso en la puerta del cine. No conocía una felicidad más pura y deslumbrante que la de disolver su identidad en una sala a oscuras y dejarse abducir por la fuerza hipnótica de una gran película que lo hiciera volar a los cielos del arte que no habrá de corromperse. Por eso sueña con hacer una película basada en alguna de sus novelas, o en ninguna de ellas.
Sin embargo, las dudas, como de costumbre, paralizan al escritor. Cuando habla de esas cosas con su mujer, ella le dice: no hagas una película, vas a perder plata. Cuando van juntos al cine, las salas están vacías, incluso un sábado por la noche, viendo la película de moda, nominada a los premios mayores. Entonces el escritor se pregunta: ¿tendrá sentido producir una película cuando ir al cine es una costumbre en desuso, un hábito en decadencia? ¿No será mejor producir una serie de varios capítulos? Enseguida le envía un correo al jefe del más poderoso canal de series y películas por suscripción mensual. No recibe respuesta. Escribe a una productora importante. No recibe respuesta. Luego regresa al punto de partida: soy un escritor irrelevante, por eso nadie contesta mis correos.
Peor aun, recuerda que, para seguir siendo al menos un escritor irrelevante, debe dormir hasta la una de la tarde. Suele conciliar el sueño hacia las tres de la mañana, dormir diez horas y despertar a la una. Considera un lujo dormir hasta la hora tardía que le pide el cuerpo rendido. No está dispuesto a levantarse temprano para hacer una película. Las mañanas son pedazos de ficción para él. Esas ficciones son innegociables. Entonces el escritor se pregunta: si solo soy capaz de trabajar por las noches, y no me gusta hablar por teléfono, y no me tienta ya salir de casa, y me abruma la sola idea de viajar, ¿cómo diablos podría hacer una película? Porque el escritor recuerda que, cuando asistió al rodaje de aquellas películas basadas en sus novelas, le impresionó la cantidad de gente que se movía alrededor de las cámaras. Hacer una película es como montar un circo, piensa, y ya estoy viejo para esos trotes. El escritor se resigna entonces a no hacer una película, sino a ver muchas películas desde la comodidad de su casa o en los cines que ofrecen butacas reclinables. Mejor no pierdas plata y vayamos al cine, le sugiere su esposa.
Tal vez porque se sabe irrelevante, porque no ignora que su obra es prescindible, el escritor se emociona porque unos productores de televisión, de visita en la ciudad para asistir a una feria de contenidos audiovisuales, le piden una reunión para hacerle una oferta. Si quieren verme, si quieren proponerme algo, es que todavía estoy vivo, piensa. Porque, para ganarse la vida, el escritor conduce programas de televisión hace más de cuarenta años. Es decir que primero fue periodista de televisión y luego escritor. Si viviera solo de las regalías literarias, su vida sería austera, espartana. Ha ganado bastante dinero en las televisiones de aquí y de allá. Por eso, después del programa, maneja hasta un hotel en el centro de la ciudad. Se reúne con dos productores argentinos. Son amables. Le proponen hacer un programa de televisión. El escritor se siente halagado. Todavía no estoy muerto, todavía me quieren, se consuela. El problema es que le ofrecen poco dinero, porque el canal no es de aire, sino de pago, y sobrevive gracias a los pagos mensuales de sus suscriptores, quienes tienden a declinar. Es un canal de prestigio que se ve en casi toda América. Por eso, la oferta es tentadora para el escritor. Sin embargo, tendría que viajar a Buenos Aires para grabar los programas en esa ciudad. Es un vuelo de nueve horas desde Miami, donde vive. En otros tiempos, viajaba todos los fines de semana. Ahora la sola idea le parece de una rudeza física brutal. Cuando se la cuenta a su esposa, ella le dice: no seas loco, cómo vas a viajar a Buenos Aires todos los fines de semana, no necesitas la plata, te vas a morir en un aeropuerto. El escritor les dice a los productores argentinos que su esposa no le da permiso para hacer el programa. Queda entonces como un pusilánime y un holgazán.
También han llegado a esa feria unos productores de un canal peruano. Se comunican con el escritor, pidiéndole una reunión. Entusiasmado, porque es una televisora que le trae buenos recuerdos, el escritor los invita a un café en la isla, cercano a su casa. Intercambian ideas. Parecen interesados en hacer un programa con el escritor. Por lo visto, todavía confían en él, a pesar de que está a las puertas de cumplir sesenta años, a pesar de que está más lento y rechoncho que en sus buenos tiempos. El escritor les dice: si queremos tener éxito, tenemos que hacer el programa allá, los domingos por la noche, en vivo, con público en estudio, como antes. Le preguntan: ¿estás dispuesto a viajar a Lima todos los fines de semana? El escritor responde: sí, pero solo si es una temporada corta, digamos de enero a abril del próximo año. El escritor recuerda entonces que durante muchos años viajó entre Miami y Lima todos los fines de semana, porque conducía un programa en Miami de lunes a viernes y otro en Lima los domingos. Se pregunta si todavía estará en condiciones de someterse a la paliza de los viajes semanales. Cuando llega a su casa, lo comenta con su esposa y ella le dice: es una locura, no puedes ir a Lima todos los viernes y regresar a Miami todos los lunes, vas a morirte por querer conquistar América. Y entonces el escritor se abriga bien porque es un día helado en la isla, se tiende en la cama y se queda pensando, atacado de melancolía y de pereza, unas fiebres parecidas: soy como esos futbolistas retirados que quieren seguir jugando a la pelota, marcando goles, ignorando temerariamente que ya nunca jugarán tan bien como jugaban en los viejos, buenos tiempos, esos tiempos que no volverán.
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