Los platos rotos: un relato de Jaime Bayly
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Lo que más me entristece al atestiguar mi creciente e inexorable deterioro físico es que ya no puedo correr. Me he olvidado de correr, ya no sé cómo hacerlo. Mi cuerpo de mamut pesa tanto, y mis músculos se han vuelto tan flácidos, y mis reservas de vigor y energía han declinado tanto que, aun cuando lo intento, ya no puedo correr. Mis últimas tentativas de correr han resultado en unos fracasos tan bochornosos que me he propuesto no seguir haciendo el ridículo.
Todo se me cae. Todo se me mancha. Todo se me rompe. Todo se me olvida.
Estoy por cumplir sesenta años y me siento acabado, como si tuviera ochenta.
Es verdad que cuando era un niño ya se me caían las cosas y mi padre se enfurecía y me miraba con rabia y me decía manos de mantequilla. Pero ahora se me caen más cosas, más frecuentemente, más ruidosamente. Se me caen los cubiertos, los platos, los vasos. No consigo sostener nada con una mínima firmeza. Mis manos tiemblan como si supieran que el objeto que cargan de un modo vacilante caerá pronto al piso y será un estrépito. Caen los platos y los vasos y se rompen. Caen los cubiertos y me agacho y no logro recogerlos porque mi cuerpo no es capaz de flexionarse para llegar a ellos.
Mi esposa contempla ese espectáculo con serena templanza, como si hubiese sido educada estoicamente para gobernar el caos que la salpica. Es ella quien recoge los platos rotos, los cubiertos esquivos, los vidrios del frasco de mermelada dispersos en el piso de la cocina. No me hace el menor reproche. Sabe que me siento fatal cuando se me caen las cosas. Sabe que veo la sombra ominosa de mi padre cuando se me caen las cosas. Sabe que con las cosas me caigo yo también, me rompo yo también.
Lo que más me entristece al atestiguar mi creciente e inexorable deterioro físico es que ya no puedo correr. Me he olvidado de correr, ya no sé cómo hacerlo. Mi cuerpo de mamut pesa tanto, y mis músculos se han vuelto tan flácidos, y mis reservas de vigor y energía han declinado tanto que, aun cuando lo intento, ya no puedo correr. Mis últimas tentativas de correr han resultado en unos fracasos tan bochornosos que me he propuesto no seguir haciendo el ridículo y contentarme con caminar de noche, una pequeña linterna encendida en mi mano derecha.
Cuando era niño, y después adolescente, corría sin esfuerzo alguno, corría como si volara, corría decenas de kilómetros sin fatigarme, al lado de mi instructor personal. Mi madre había contratado a un profesor de gimnasia que venía a la casa después del colegio y me sometía a una rigurosa sesión de ejercicios. Yo tenía diez, once, doce años, y era feliz haciendo planchas y abdominales, cargando pesas, saltando soga, pero sobre todo me desbordaba de felicidad cuando corría a toda prisa, siguiendo el ritmo enfebrecido de mi instructor. Salíamos de la casa en las alturas de una colina, bajábamos el cerro por la pista serpentina, huyendo de los perros bravos, y luego corríamos por las vías del tren, al pie del río marrón. Yo no me cansaba, corría muy deprisa, sentía que corría tan velozmente como un perro galgo y que siempre podía correr unos kilómetros más allá. Era la felicidad en estado puro y, sin embargo, yo no era consciente de ello, no sabía que nunca más correría como en aquellos años en que me sentía glorioso, invicto, inmortal. Cuando pienso en los momentos más felices de mi adolescencia, me veo así, corriendo por las vías del tren con mi profesor de gimnasia, cuando correr me resultaba tan fácil como caminar o respirar o patear una pelota.
Porque después de correr un par de horas, mi instructor de calistenia y yo volvíamos a la casa de mis padres y jugábamos un rato al fútbol. Yo amaba el fútbol: amaba jugarlo, amaba verlo, amaba narrarlo. Mi profesor se plantaba como arquero en el jardín, qué más le quedaba, y yo pateaba penales y tiros libres al arco que él custodiaba, mientras lo narraba todo como si fuese un locutor deportivo. Aquella era otra forma de felicidad en estado puro, la de jugar al fútbol en el jardín de la casa. No sabía yo que esa forma espléndida y luminosa de ser tan feliz habría de abandonarme también, con los años, los achaques repentinos y la mórbida decadencia de mi cuerpo. No recuerdo ya la última vez que jugué al fútbol. Sé que fue de noche, en una cancha de cemento, cerca del mar, y que hice el ridículo, porque mi cabeza pensaba una jugada y mi cuerpo era incapaz de ejecutarla. Peor todavía, no podía correr, y por eso mis movimientos eran lentos, sosos, predecibles, y me quitaban la pelota, y me daba vergüenza verme jugando así de mal, siendo el hazmerreír de mi equipo. Nunca más, me dije, y así fue, no he vuelto a saltar a la cancha, vestido de corto.
Todo eso se me ha perdido ahora, correr como si volase, jugar al fútbol sin esfuerzo, y no volverá más, y será un recuerdo que empalidezca con el tiempo. Yo fui un gran corredor y un buen futbolista, pero no podría probarlo, no tengo videos o imágenes que así lo demuestren, y entonces solo puedo aferrarme a mi palabra, mi credibilidad, y nadie confía en mi palabra, porque tengo fama de mentiroso.
Tanto me gustaba el fútbol en aquellos años tempranos que me escapaba del colegio, usaba el transporte público y me dirigía al club de fútbol donde se entrenaba mi equipo favorito. Como lo hacía con bastante frecuencia, ciertos jugadores y el entrenador del plantel ya me conocían y me decían apodos cariñosos. Sentado al borde de la cancha, yo tomaba apuntes en un cuaderno del colegio y soñaba con ser entrenador. En realidad, soñaba con ser futbolista, pero cuando los jugadores profesionales me decían para sumarme a las prácticas y disparar unos tiros al arco, yo le pegaba a la pelota con todas mis fuerzas y me salía un tiro suave, blando, inofensivo, una masita dulce que llegaba sin peligro alguno a las manos del arquero. En aquellos entrenamientos comprendí que yo no era suficientemente fuerte ni viril para ser un futbolista de primera, porque carecía de potencia, de fuelle, de violencia física, de aspereza en los pies para triunfar entre los mayores, y entonces me resigné a ser entrenador o, casi mejor, periodista deportivo.
La verdad es que yo no quería terminar el colegio ni pasar por la universidad. Yo quería ganarme la vida viendo fútbol, narrando fútbol, comentando fútbol, escribiendo sobre fútbol. Me parecía la mejor de todas las vidas posibles: viajar por el mundo viendo grandes partidos desde una cabina, relatándolos, comentándolos. Aunque, en secreto, a veces me decía a mí mismo que algún día sería el entrenador de mi club favorito, de aquellos muchachos a los que veía practicar ciertas mañanas, en lugar de quedarme mansamente en el colegio, memorizando cosas inútiles.
En aquellos años, mi memoria era poderosa. Me sabía las alineaciones de todos los equipos de fútbol de mi país. Me sabía los suplentes y los árbitros y los entrenadores. También me sabía los nombres de los presidentes de todos los países importantes, los nombres de los escritores famosos y sus obras memorables, los nombres de los actores y las actrices y sus mejores películas. Era una máquina para memorizar nombres de guerras y batallas, de imperios y emperadores, de ríos y volcanes, de conquistadores y pontífices. Como sabía que mi memoria era robusta, solía alardear de ella y cuando leía una novela memorizaba un párrafo entero y luego se lo decía a una chica para impresionarla.
Pero ahora mi memoria también se cae, se mancha, se rompe, y en sus pasillos deshabitados se escucha, como un eco incesante, el ruido de las cosas al caer. Me ocurre entonces que estoy viendo un partido de fútbol en la televisión y quiero insultar a un jugador y ya no recuerdo su nombre y quedo hundido en una laguna, de pronto pasmado, alelado, y tengo que ir a la tableta electrónica para averiguar lo que mi cabeza ya no recuerda. Y entonces me olvido de los nombres de los escritores, de sus obras, como me olvido de los nombres de los actores y las actrices y las grandes películas, como me olvido de los nombres de ciertos políticos. El otro día quería recordar los nombres de mis primeras suegras y solo atinaba a recordar sus apellidos, pero no sus nombres, qué bochorno tener que recurrir a los árboles genealógicos sembrados en internet para reencontrarme con ellas, con unos nombres que me habían abandonado.
A todo eso me he reducido entonces, en vísperas de cumplir sesenta años: a ser un hombre al que se le caen las cosas y no puede agacharse a recogerlas, un hombre que se ha olvidado de correr y a duras penas se atreve a salir a caminar, un hombre que ya no podría jugar un partido de fútbol y no se sabe de memoria la alineación de ningún equipo, un hombre caído, un hombre roto, un hombre manchado, un hombre que todo lo olvida y pronto será olvidado.
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