Hace quince años, el hombre más rico de mi familia, el hermano mayor de mi madre que no se casó ni tuvo hijos, murió de cáncer a una edad temprana, antes de convertirse en un anciano.
Ese hombre que amaba a los perros y salía a navegar en un velero los fines de semana supo amasar una vasta fortuna como empresario minero. En los breves meses que duró su agonía, la familia de mi madre se vio sacudida por una miríada de chismes y rumores sobre quiénes serían los afortunados en quedarse con los copiosos dineros del magnate enfermo.
Ninguna de esas habladurías me consideraba favorito entre los beneficiarios del patrimonio del hermano mayor de mi madre. Se daba por sentado que aquel tío acaudalado no me dejaría un céntimo. Habíamos tenido una relación cordial cuando yo era joven y estudiaba leyes. Me invitaba a almorzar en su casona, una propiedad histórica que había sido la residencia de un presidente aristocrático, y bebíamos vino blanco, mientras se burlaba de la familia entera, haciéndome reír. Después nos distanciamos porque me marché al exilio y publiqué unas novelas que él me pidió que no publicase. Le disgustó profundamente que esos libros provocasen cierto escándalo en la ciudad del polvo y la niebla, donde ambos habíamos nacido. Deploró que yo eligiese ser un hombrecillo famoso que salía en los periódicos y en la televisión. Ese tío muy rico no salía nunca en los periódicos ni en la televisión. Le parecía una vulgaridad exhibirse en público, dejarse retratar en los eventos sociales, convertir su rostro y su voz en mercancías. No hacía concesiones en ese sentido: su vida privada le pertenecía a él y a nadie más.
Desde entonces, dejamos de ser amigos. No me invitó a comer más en su casa. Probablemente me veía como un espía, un infiltrado, un delator dentro de la familia. No confiaba en mí. Sabía que yo escribía unas ficciones inspirándome en las vidas privadas de las personas que, como él, habían ejercido una influencia más o menos poderosa en mi destino. Sabía que conmigo no había secretos. Sabía que él era un gran personaje literario y que yo podía sucumbir a la tentación de darle vida en una novela.
Me entristeció que nos distanciásemos porque, cuando yo era un niño, lo admiraba de veras, tal vez porque mi padre no le tenía cariño y hasta lo veía con hostilidad. Cuánto me hubiese gustado que ese tío extravagante fuese mi padre, qué distinta hubiera sido mi vida. Porque, a diferencia de mi padre, ese tío calvo y solterón, risueño o cascarrabias, culto y refinado, chismoso y maledicente, parecía tenerme un aprecio genuino, y por eso alguna vez me invitó a su casa en la bahía, a cuatro horas al sur de la ciudad, y compartimos habitación, ambos bien abrigados y con dos pares de medias, como me llevó también a su casa en las montañas, a casi tres mil metros de altura, cerca de sus minas de plata. Aquellos recuerdos cálidos se difuminaron cuando, por ser un escritor, desafié la autoridad de ese tío opulento y decidí que el combustible de mis primeras novelas no sería mi vida pública, sino mi vida privada, o mis vidas privadas, pues yo creía que era allí, en el ámbito de la intimidad, en el territorio en llamas de las altas y las bajas pasiones, donde se escondían las verdades de un individuo.
Cuando ese hombre poderoso falleció, sin que fuese a despedirme de él, en la casona antigua y afantasmada donde pasó la vida entera, dejó un testamento generoso, haciendo ricos a muchos en la familia, principalmente a sus hermanas, y a su sobrina predilecta, y a su sobrino favorito, quien trabajaba a su lado en la empresa minera y, por su inteligencia, discreción y nobleza, parecía el hijo que él hubiera querido tener. Todos mis nueve hermanos heredaron también bastante dinero y, gracias a esa inesperada lluvia de riquezas, pudieron reinventar sus vidas, para bien o para mal.
A nadie le sorprendió que yo no heredase nada. No merecía ese dinero. Meses antes de que ese hombre formidable muriese, yo había escrito una columna periodística enumerando a mis peores enemigos, y, sin saber que a ese pariente diezmado por el cáncer le quedaba poca vida, lo había mencionado como uno de mis adversarios, junto a mi padre, al presidente de la república y a un escritor. Estoy seguro de que antes de publicar esa columna biliosa ya había sido ignorado en sus varios testamentos. Pero, después de aquel texto guerrillero, ese hombre que se despedía de una vida novelesca, y que veía mis novelas con desdén, castigó mi conducta díscola e inamistosa y favoreció a todos mis hermanos, pero no a mí.
Desde entonces, me propuse escribir una novela sobre él, sus hermanas, sus sobrinos predilectos, y también sobre mis nueve hermanos premiados en su testamento. No quería que fuese una historia rencorosa o vengativa. Al contrario, me animaba el deseo de convertir la fascinante vida de ese hombre en una novela a la altura de su leyenda. Quería recrear esa vida extraordinaria, describir sus grandezas y sus miserias, y convertirlo en un personaje inmortal. También quería contar cómo cambió nuestras vidas en la familia, para bien o para mal.
Me ha tomado años escribir esa novela y siento que aún no la he terminado. Me asusta que sea demasiado extensa y esté lastrada por una desmesurada población de personajes. De momento, y todavía una obra en progreso, la trama consta de tres partes: la vida de mis hermanos antes de que el tío los hiciera ricos; la vida del tío millonario que se vuelve billonario y los meses crueles en que agoniza, confortado por mi madre, quien duerme a su lado; y la vida de mis hermanos después de su muerte, cuando ya todos disponen de fortuna, gracias a él. Quería contar cómo era la familia antes de heredar su dinero y cómo fue después de recibirlo. Quería describir cómo aquella riqueza no siempre trajo felicidad en la familia y a menudo provocó peleas feroces, disputas legales y guerras entre hermanos.
El título tentativo de esa novela, desde que comencé a escribirla hace quince años, es o sigue siendo “La sagrada familia”. Sin embargo, no sé si debo publicarla. Mi madre, que pronto cumplirá ochenta y cinco años, y que, por supuesto, no ha leído la novela, me pide que no la publique. Ella ha sido siempre muy bondadosa conmigo. Al saber que su hermano mayor no me había incluido entre sus legatarios, se compadeció de mí y me hizo una donación para igualar las cosas con mis hermanos agraciados. Por eso, y porque amo a mi madre y ya bastantes disgustos le he causado, dudo si debo publicar la novela, o si mejor la dejo reposar un tiempo más. A veces pienso: quizás mejor la publico cuando mi madre ya no esté entre nosotros. Después me digo: mi madre vivirá cien años, yo moriré antes que ella, la vida es ahora y ella ya está acostumbrada a que mis novelas no le gusten. No es una decisión fácil. Mi esposa me aconseja que no me apure. Pero yo siento la prisa del suicida que debe acometer ciertas tareas quemantes antes de marcharse.
Desde luego, a ninguno de mis hermanos le gustará la novela. Tengo siete hermanos hombres. Me llevo bien con casi todos. No somos grandes amigos, pero quiero creer que me aprecian, aunque sé que raramente me leen. Dicho eso, no dudo de que, si publico la novela, todos ellos estarán furiosos conmigo y dirán que he sido infidente, desleal y felón por contar en una ficción los secretos de la familia. Me dirán entonces lo que me han dicho tantas veces: no tenías derecho a asaltar mi vida privada, a saquear mi intimidad, a contar mis secretos. Y yo me quedaré en silencio, pensando que quizás tienen razón y que probablemente soy un mal hermano, por tratar de ser un buen escritor. Pero, si quiero novelar la historia de la familia, y relatar cómo el tío pudiente provocó la refundación de nuestra familia, estoy obligado, desde un punto de vista artístico, a contarlo todo, incluyendo cómo eran mis hermanos antes de la herencia y en qué se convirtieron después de que el testador los considerase en su última voluntad.
Curiosamente, todas las tardes, cuando me siento a escribir, pienso en el hermano mayor de mi madre, el tío adinerado que no me dejó nada, ni siquiera uno de sus tantos libros. Supongo que es una manera de preservarlo vivo en mi memoria y mi corazón. No debí alejarme de él. Me hubiera gustado darle un abrazo, antes de verlo partir en aquella, la última de sus travesías, navegando en el mar de la eternidad, como el capitán de su amado velero.