Columna de Moisés Naím: ¿Se acabó la globalización?

El fin de la mundialización es una opinión que está de moda, pero errada en casi todo. Principalmente, desde el punto de vista de la economía, pero también desde el punto de vista social y cultural.


Por Moisés Naím, analista venezolano del Carnegie Endowment for International Peace

La globalización se acabó. El proteccionismo de Trump, el Brexit, los problemas de las cadenas de suministro creadas por el Covid-19 y la agresión criminal de Vladimir Putin han puesto fin a la ola de integración global que se disparó con la caída del Muro de Berlín en 1989. Estos tiempos de mercados bursátiles a la baja y tipos de interés altos darán la última campanada en el entierro de la globalización.

Esta opinión está de moda, y está errada en casi todo. Principalmente, desde el punto de vista de la economía, pero también desde el punto de vista social y cultural. De hecho, la sorpresa de los dos últimos años ha sido lo resiliente que ha resultado ser la globalización. En un periodo excepcionalmente turbulento, la integración económica y social del mundo -la conexión entre países- nos ha sorprendido más por su resistencia que por su fragilidad. De hecho, los datos sugieren que la crisis financiera mundial de 2008-2009 y la Gran Recesión que esta desencadenó impactaron más negativamente a la economía y la política mundial que los demás eventos de importancia global que ocurrieron en la década pasada.

El volumen del comercio internacional creció mucho durante el periodo de hiperglobalización (1985-2008), pasando de alrededor del 18% al 31% del valor total de la economía mundial. Con la crisis de 2008, esa cifra cayó, situándose cerca del 28%. Y ahí es donde más o menos ha estado desde entonces: manteniéndose estable a pesar de todos los shocks económicos y convulsiones políticas de los últimos años.

El proteccionismo de Trump redujo la integración de Estados Unidos al resto del mundo. En EE.UU. el comercio cayó del 28% del PIB en 2015 al 23% en 2020. Las exportaciones del Reino Unido a la Unión Europea cayeron un fuerte 14% en el año siguiente al Brexit. Pero estas oscilaciones, por grandes que sean, fueron compensadas con una mayor integración económica en Asia Oriental y África, donde las conexiones e interdependencia entre países siguen profundizándose y ampliándose.

Foto: Reuters

La integración económica parece tener una inercia propia que resiste incluso a embates tan grandes como las guerras comerciales que inició Trump o el voto de los ingleses a favor del Brexit. Uri Dadush, un reconocido experto en economía internacional, ha encontrado que las barreras proteccionistas que se han erigido estos últimos años han tenido un efecto insignificante en el comercio global. Por supuesto, las cadenas de suministro se han visto sometidas a tensiones e interrupciones que estimularon a las empresas a mudar algunas de sus fábricas más cerca de los mercados finales. Europa está experimentando ahora, sin duda, las dolorosas consecuencias económicas de su dependencia energética de Rusia. Pero, según los datos disponibles, el efecto global neto, incluso considerando estos cambios trascendentales, no ha sido una reducción de la integración económica.

Recordemos también que la globalización va mucho más allá del comercio. La globalización se basa en la difusión global de ideas, actitudes, filosofías y personas tanto como en el comercio de mercancías. Y en este sentido más amplio, la globalización parece acelerarse, no ralentizarse. TikTok tiene mil cuatrocientos millones de usuarios repartidos en 150 países, por ejemplo.

Otro ejemplo de globalización activa y acelerada es la ciencia. Los científicos del mundo entero compiten con sus colegas en otros países. Es normal. Lo que no fue normal fue la velocidad con la cual pudieron actuar y, en ciertos casos, coordinarse para poder inventar las vacunas contra el Covid-19, producirlas a gran escala y distribuirlas por el mundo en tiempo récord, salvando así millones de vidas. Si este exitoso ejemplo de globalización se pudo hacer realidad una vez, se puede repetir muchas más.

Naturalmente, la globalización no es invulnerable y no todas sus consecuencias son positivas. Los niveles de desigualdad que coexisten con la globalización son inaceptables, por ejemplo. Si la guerra en Ucrania se prolonga mucho más o -trágicamente- se torna nuclear, podría cortar los suministros clave de energía, alimentos y fertilizantes que constituyen la columna vertebral de la globalización económica. Peor aún, un asalto militar chino contra Taiwán podría acabar con gran parte de la capacidad de fabricación de microchips, discapacitando a un mundo que depende cada vez más de las tecnologías digitales. En un futuro cercano la criptografía cuántica podría dejar obsoleta toda la encriptación que actualmente existe en la red. Esto causaría una severa crisis de ciberseguridad que limitaría la globalización digital.

Estas amenazas existen. Son reales y graves. Pero se conjugan en tiempo futuro. Hoy, el mundo está más profundamente integrado que hace una década. A pesar de sus costos, problemas y accidentes, la integración entre países no ha muerto. El reto hacia adelante es cómo protegernos de sus defectos y aprovechar al máximo las puertas que nos abre.