La cruda realidad de los niños que crecen en campamentos
Según los datos entregados por Techo, son casi 60 mil los menores de edad que viven en campamentos y asentamientos irregulares en el país. Se trata de niños que, además de las dificultades propias del contexto habitacional, deben hacer un doble esfuerzo en temas académicos, sociales y emocionales.
Juana Choque, una mujer boliviana de 40 años, ya no podía seguir pagando el arriendo de la casa que compartía junto a sus dos hijos y su madre en Antofagasta. Luego de cuatro años de relativa estabilidad, trabajando como auxiliar de casino en una faena, en 2018 el sueldo mínimo dejó de ser suficiente para solventar una vivienda y comida para su familia. Ese escenario la obligó a unirse a la toma “Comité América Unidos”, ubicada en una de las colinas de la ciudad nortina.
“Cuando me hice parte de la toma, que se ubicaba arriba de un cableado, fue porque estaba pasando por un mal momento económico y no podía sostener el hogar. Mi trabajo ya no era suficiente y no lograba encontrar algo bueno y a bajo precio”, comenta. Si bien para ella el cambio fue soportable, no vio lo mismo en sus dos hijos, hoy de 16 y 9 años, quienes no lograron adecuarse al nuevo ambiente.
Como ellos, 57.384 son los menores de edad que hoy viven en tomas o campamentos a lo largo de Chile, siendo Valparaíso (14.476) y la Región Metropolitana (13.662) los sectores donde más se concentra este fenómeno, según la última actualización del Catastro de Campamentos 2020-2021 realizado por Techo.
“Muchos de estos asentamientos se encuentran en condiciones de materialidad de viviendas precarias, en zonas de riesgo y con un deficiente equipamiento urbano. Esto no solo es un peligro en las condiciones físicas de las familias y menores de cada comunidad, sino que también dificulta su desarrollo, condiciones de salud y en otros ámbitos”, dice Pía Palacios, directora del Centro de Estudios de TECHO-Chile.
Y es que según las cifras del mismo catastro, a nivel nacional, solo un tercio de los niños en campamentos tiene acceso al alumbrado público, el 37% cuenta con un espacio para la basura, el 30% con canchas o espacios recreativos y apenas el 19% con áreas verdes.
Luego de cinco meses en la toma, la suerte de Juana Choque -y la de su familia- tomó otro rumbo. Entre sus vecinos deambulaba el rumor de una organización en Antofagasta que se encargaba de entregar una vivienda a las familias que lo necesitaran. Así fue como comenzó su relación con la Fundación Recrea.
“Tomé contacto rápido con una asistente social de La Chimba y así me informaron sobre un barrio transitorio que la fundación entregaba. Nos hicieron una supervisión para ver con quién y dónde vivía, y así fue como llegamos a lo que hoy es nuestro hogar. En comparación a donde estaba antes, el barrio nos brindó un lugar seguro para mi familia, lejos de la delincuencia y violencia”, explica Choque.
Fundación Recrea trabaja desde 2013 con el Barrio Transitorio Luz Divina (BT), en el noreste de La Chimba (Segunda Región), el que está compuesto por 250 familias que reúne a más de 1.000 personas. Un 66% de ellas son adultos, un 33%, menores de 14 años, y un 72% del total está conformado por extranjeros, provenientes principalmente de Colombia, Bolivia y Perú.
El modelo de Barrio Transitorio es un espacio territorial regulado con viviendas temporales (en las que se vive de tres a cuatro años) y de uso familiar que cuentan con acceso a luz, agua a través de camiones aljibes, organización y regulación comunitaria, que tiene por objetivo ayudar a las familias a tener una mejor calidad de vida mientras consiguen un subsidio habitacional.
“Si uno analiza los campamentos, más del 42% de la población son menores de edad. Eso es una brutalidad, porque son niños que nacen, crecen y son criados en un ambiente inestable (...) A los niños que viven en campamentos se les vulnera derechos muy importantes, porque no tienen un espacio donde jugar, no cuentan con acceso a internet, muchas veces no tienen agua y, además, están expuestos al peligro que existe en estos sectores”, sostiene Alejandra Stevenson, directora ejecutiva de la fundación.
Una tarde protegida
Durante su primer año en el barrio, a Juana Choque se le sumó una nueva dificultad. Para llegar a tiempo a su trabajo, debía salir de su casa antes de las siete de la mañana para luego regresar pasada las nueve de la noche. Fue así como el cuidado de sus hijos por las tardes comenzó a ser una preocupación.
“No sabía con quién dejar a mis pequeños cuando volvían del colegio, porque como llegaba tarde a la casa no podía estar con ellos”, dice ella. Esta escena se repitió hasta que Choque supo que la fundación entregaba a los niños del campamentos, y de otras tomas cercanas a La Chimba, la oportunidad de ser parte de un programa que entregaba a los menores una jornada recreativa.
La “Tarde Protegida” es un espacio acondicionado para recibir a 45 niños todos los días, durante cuatro horas. Está pensado para estudiantes que cursan de primero a séptimo básico en escuelas públicas de la zona. El objetivo del programa es nivelar la cancha para que las trayectorias de vida personal, social y escolar de estos niños se proyecten a futuro y sean capaces de tener la mejor vida posible.
“Nosotras trabajamos con los niños del campamento que llegan después de clases y así nos ocupamos de reforzar áreas en las que ellos han descendido, para intervenir en torno a las falencias que tengan en lenguaje o matemáticas. Este espacio protegido se ha hecho fundamental, porque muchos de los papás trabajan. Entonces acá los niños pueden jugar y compartir con sus compañeros”, relata Vianka Salazar (30), psicopedagoga del programa.
Salazar, junto otra psicopedagoga y dos monitoras comunitarias que trabajan en el programa, comenta que una de las mayores dificultades que ha comprobado en los niños en el campamento es el bajo nivel de escolaridad de los padres. Esto impide que ellos puedan realizar las tareas en su hogar, “porque tenemos papás que no saben leer ni escribir, entonces cuentan solo con el apoyo de nosotras en términos académicos”, comenta.
Según Gabriela Quezada, directora de gestión comunitaria de TECHO-Chile, esta realidad se suma a otro factor de desigualdad que se generó en 2020 en contexto de la crisis sanitaria.
“En el ámbito escolar, durante los períodos más álgidos de la pandemia, se evidenció que una gran cantidad de niños, niñas y adolescentes no podían continuar con sus estudios. Principalmente por no poseer dispositivos y acceso a conectividad, generando brechas de aprendizaje que hasta hoy visualizamos en las actividades que desarrollamos con este rango etario”, mencionó.
Pese a las falencias en torno a la conectividad educativa, Stevenson sostiene que como fundación les brindan a los escolares las herramientas necesarias para continuar con sus estudios.
“Los programas en el barrio cuentan con luz permanente, agua que compramos y también, durante la pandemia, les proporcionamos tablets y celulares para la conectividad. Hoy esos esfuerzos tienen frutos, pues ninguno de los niños ha repetido de curso y siete jóvenes lograron entrar a la universidad”, explica.
Entre ellos está Geydy Montenegro (19, colombiana), quien a los 14 años llegó junto a sus padres y su hermano de 9 años al Barrio Transitorio. Recuerda que ir al colegio siempre fue un desafío, sobre todo en términos de locomoción.
“Muchas veces teníamos que caminar más de un kilómetro, porque la micro no pasaba cerca de los campamentos. O, si no, tomar colectivo que era lo que pasaba más rápido”, sostiene.
Si bien comenta que algunas veces tuvo que soportar miradas extrañas de sus compañeros al decir que vivía en un campamento, eso no la detuvo para cumplir su anhelo de estudiar. Actualmente cursa segundo año de Ingeniería Informática en la Universidad de Tarapacá.
“Como fundación ese es nuestro propósito: darles la posibilidad a los niños de que tengan un proyecto de vida y que tengas oportunidades. Muchas veces no ven las desigualdades a las que están expuestos los menores que viven en campamentos, a diferencia de los demás. Eso es lo que buscamos cambiar”, concluye Alejandra Stevenson.
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