¿Cuán representativa de la sociedad chilena es la composición del Congreso? Esa es una de las interrogantes que ha vuelto a reflotar en medio del debate por cambios al sistema electoral que ayuden a frenar la creciente fragmentación política que ha dificultado en el Parlamento la búsqueda de acuerdos.
Se trata, como dice el sociólogo y académico de la Universidad Diego Portales, Rodrigo Cordero Vega, de una pregunta relevante “dado el diagnóstico recurrente sobre la crisis de representación del sistema político en general”.
Y es que, afirma Cordero, la crisis de representación no tiene que ver sólo con los mecanismos institucionales que permitan de peor o mejor manera canalizar los intereses y necesidades de la población, sino también “tiene que ver con el sentido más sociológico de esta representación”. Es decir, qué correlación hay entre las características sociales y modos de vida de la población y de las élites que la busca representar.
Quince años atrás, Rodrigo Cordero junto al doctor en Ciencias Políticas y académico del Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile Robert Funk, se aventuraron en indagar sobre el tema. Su artículo académico “La política como profesión. Cambio partidario y transformación social de la élite política en Chile, 1961-2006″, es una de las escasas investigaciones que se han hecho en Chile en esta materia. Pero con la crisis de representatividad y la agudización del fenómeno de la fragmentación del sistema de partidos políticos, son varios los centros de estudios que han mostrado interés por retomar y actualizar este trabajo.
Porque si hay algo evidente, tanto en Chile como en el resto del mundo, es que, por más que los partidos políticos se esfuercen por hacer más atractiva y diversa su oferta de candidatos para obtener el apoyo del electorado, no existe un correlato exacto entre la población y las historias de vida y características sociológicas de quienes llegan a ocupar un escaño en el Congreso.
Un brecha que puede llegar a ser problemática en sociedades con un alto grado de desigualdad social.
Si se compara la composición del Congreso chileno del año 1973, 2002 y 2022, los resultados no dejan de sorprender. La elección de las fechas no es casual. Representan en buena medida el paso de tres generaciones distintas que ocuparon cargos de poder político. Más aún tomando en consideración que, debido al largo receso político del Parlamento durante los 17 años de dictadura, llevó a que el recambio generacional en la política chilena se postergara muchos años.
En ese sentido, si se revisa la composición del actual Congreso en términos de los rangos de edad de los parlamentarios, ésta se aproxima mucho más a los promedios de edad del Congreso de 1973 que a los de la generación inmediatamente anterior, reflejada en la legislatura 2002-2006.
En diciembre de 2021, cuando se eligió la totalidad de la Cámara de Diputados (155 representantes), la edad promedio era de 46 años de edad, lo que contrasta con los 53 años de quienes asumieron en la Cámara Baja el 11 de marzo de 2002.
La mayor similitud entre la composición de la actual legislatura con la de 1973 también se refleja al revisar el lugar de nacimiento de los parlamentarios. En 1973, el 64% de los senadores nacieron en regiones y sólo un 36% en Santiago. Pero en 2002, que coincide con el segundo año de gobierno del Presidente Ricardo Lagos, la cifra se revierte en favor del mayor centralismo de Santiago (53%), mientras que los representantes que vienen de regiones se redujo al 47%. El Senado actual está compuesto por un 34% de parlamentarios nacidos en Santiago y un 58% que lo hizo en regiones.
Uno de los cambios sociales más recientes es la incorporación de la mujer. En 1973 sólo el 4% de los senadores y el 9,3% de los diputados eran mujeres en el Parlamento. En 2002, la situación era prácticamente la misma (96% de senadores hombres y un leve aumento en el porcentaje de diputadas: 13,4%). En cambio, en la actualidad la representación femenina en el Senado alcanza el 26% y en la Cámara Baja sube al 35,48%.
Pero no es el único cambio relevante. La trayectoria educacional de la élite, una variable que permite predecir posiciones de clase dentro de los grupos que toman decisiones, según explica Cordero, ha tendido a la homogeneización de los representantes en el Parlamento. Si en 1973 el 68% de los diputados y el 60% de los senadores se habían formado en la educación pública, al revisar los perfiles de los congresistas en el Archivo de la Biblioteca del Congreso, se puede ver cómo la cifra decae drásticamente desde el retorno a la democracia y crece exponencialmente el porcentaje de parlamentarios que estudia en el sistema de educación privado. Algo que no es exclusivo de nuestras élites políticas y que, al contrario, comparte con el cambio que se registró en la sociedad chilena y en particular con la clase media a partir de fines de los 80.
El año 2002 el 71,4% de los senadores y el 59,1% de los diputados finalizó su enseñanza media en establecimientos educacionales privados. Cifras que se mantienen en la actual legislatura. Ahí ocurre otro fenómeno interesante, pues es precisamente en la izquierda política donde hay un mayor crecimiento de los políticos que se formaron bajo el sistema de educación privada.
Una mayor homogeneización de la élite política representada en el Parlamento, en 2002, pudo haber facilitado la camaradería y el diálogo intrapartidario en la era dorada de la llamada política de los acuerdos. Sin embargo, la fragmentación política que se ha agudizado desde los cambios al sistema electoral a partir de 2015 han dificultado la discusión política y la búsqueda de acuerdos.
Para Loreto Cox, socióloga y profesora de la Escuela de Gobierno de la UC, la fragmentación le está haciendo mucho daño al sistema político y espera que La Moneda logré impulsar su reforma. “Los cambios al sistema político apuntan a reducir la fragmentación y el discolaje, que creo, son de los dos peores males del Congreso actual y que contribuyen a un descontento muy profundo de la población con la política, porque al final lo que hacen, es que dificultan los acuerdos. Y al dificultar los acuerdos, hace que los gobiernos tampoco puedan implementar programas, hacer soluciones, que es lo que la gente está pidiendo”.