Cada vez que tomaba un avión, Ariel Richards temía que se cayera. No era un temor racional, porque sabía que era una posibilidad remota. Había algo atávico en ese vértigo. Y algo más. Su temor respondía a un silencio y se confundía con la tristeza: “Qué pena que yo me muera y mi mamá nunca sepa la persona que soy”, pensaba. Entonces se llamaba Juan José Richards y vivía, vestía y tenía la apariencia de un hombre.
-Yo vengo de una familia donde todos los hombres se han matado. Mi papá y mi abuelo materno decidieron terminar con su vida a los 40 años. Cuando empecé a aproximarme a esa edad tomé la decisión de no pasarla como Juan José y darme la oportunidad de ser la persona que siempre he creído que soy -dice.
Era 2018 cuando le dijo a su terapeuta: “Soy mujer”. No le resultó fácil. Tenía 37 años.
Es la misma dificultad que enfrentó Juana, la protagonista de su novela Inacabada. Editada por el sello Alfaguara, es la primera novela que publica con el nombre que adoptó y legalizó durante la pandemia: Ariel Florencia Richards.
Investigadora en artes visuales, en 2016, con su identidad anterior, publicó Las olas son las mismas. El libro fue reeditado en 2021, cuando ya había iniciado su tránsito de género y para reafirmarlo en la portada la firma original aparece tachada y bajo ella se lee Ariel Richards.
-Ese gesto fue una forma de recuperar la práctica de la escritura, que yo pensé que se iba a quedar atrás, como algo de la persona que yo era antes -dice.
Entre ambos libros hay seis años de diferencia, y un universo de distancia. El primero lo escribió en una biblioteca de Nueva York; el nuevo, en su departamento durante la pandemia. El primero es una novela sobre la distancia y los finales, la despedida del hombre que fue. El segundo se puede leer como un nacimiento: una nueva identidad y el encuentro entre una hija y su madre.
-Cuando llegué a Nueva York lo primero que hice fue meterme a terapia, y me di cuenta de que era muy poco frontal y muy complaciente para evitar hablar de mí misma. La persona que escribió Las olas es una experta en evasión, podía jugar con las palabras, pero nunca estuvo comprometida emocionalmente. Y ahora la persona que soy está más liviana con sus deudas emocionales.
Es una soleada mañana de enero y Ariel Richards (1981) está en la terraza de un café en avenida Pocuro. Luce una llamativa melena roja, polera con tirantes y shorts claros.
“De niña ya sabía cómo era. Siempre lo supo. Aprendió a guardar silencio sobre su identidad. Primero fue en su casa, cuando comprendió que a sus papás les complicaba que ella quisiera verse y vestirse como una niña”, se lee en su nuevo libro.
Novela de bordes autobiográficos, Inacabada relata el viaje de Juana a un congreso de artes visuales en Nueva York, donde años atrás curso un posgrado. La protagonista, investigadora en obras inconclusas, decide viajar con su madre para sostener una conversación pendiente. Ya lo había intentado, pero la madre no quería saber nada de su tránsito de género. Ahora espera recuperar el espacio de confianza y abrirse. “Romper el silencio que venía embargándola desde que había comenzado con las hormonas”.
Con una prosa cuidada y reflexiva, la novela articula planos y tiempos narrativos: transita del presente al pasado, recupera momentos de la vida de Juana y dialoga también con escenas de la historia del arte. A su vez, va postergando una frase: “Mamá, tengo que decirte algo”.
Inacabada lleva en la portada una fotografía del álbum familiar de Ariel Richards: en ella aparece siendo guagua y su madre la besa en la frente. La imagen funciona como una metáfora del libro: una madre a la que le duele la muerte de su hijo y que finalmente recibe a su nueva hija. Un proceso complejo y delicado que atravesó la propia autora.
-Siempre me enfrentaba a ese conflicto, qué injusto que mi mamá no me conozca. Pero, por otro lado, las veces que yo había intentado aparecer frente a ella había sido conflictivo. Entonces estaba ese mostrarse y ocultarse: si yo me muestro te provoco dolor, y si me oculto, tienes una idea de mí misma, pero no me conoces.
La protagonista quiere que su madre la mire como hija, pero para ella es muy difícil no verla como un hijo. ¿Ha sido parecido en su caso?
En el mundo trans el nombre muerto no se puede pronunciar y el misgendered (uso de un género equivocado) es visto como un acto violento, pero a mí me parece muy interesante que la gente y yo nos equivoquemos cuando nos referimos a mí misma. Yo también a veces me misgendereo, no me digo mi nombre antiguo porque me encanta Ariel, pero es una zona confusa y la gente tiende a ser hipercorrecta. Pero yo encuentro bacán esos deslices del lenguaje, que te nombren como ella o él, porque el tránsito me parece que es una cuestión inacabada, no es algo definitivo. Como sociedad estamos aprendiendo a nombrar a las personas trans y no binarias y el lenguaje se está resquebrajando. La situación que plantea el libro es una situación de aprendizaje que es parecida a lo que estamos viviendo.
A los 37 años verbalizó soy mujer. ¿Cómo fue ese proceso de nombrarse?
El lenguaje tiene esa capacidad de hacer aparecer. Si yo le decía a mi siquiatra soy mujer, me iba a decir perfecto, te vas a ir al Peral internado, porque mírate, eres un hombre. Mientras más tiempo pasaba era más grave. Decirlo en la adolescencia, tal vez, pero yo ya era un señor. En el tránsito hay una certeza de siempre, que construye su propia dificultad en pronunciarse, y la dificultad es la visibilidad. El género está asignado por la vista, tú te ves así, y te puedes ir replegando hacia dentro, sobre todo si en tu sociedad no hay personas como tú. Yo nací en los 80, en dictadura, lo más distinto era Gonzalo Cáceres.
¿No se reconocía en el mundo gay?
Tuve pololos toda mi vida, siempre me gustaron los hombres, pero como se experimenta la vida homosexual no tiene que ver con lo que soy. Antes del tránsito nunca fui a una Marcha del Orgullo, fui a las del 8M, porque sentía que ahí sí estaba yo.
¿Siempre se sintió mujer?
Sí, pero expresarlo es distinto. Qué pasaba si el 85 a unos papás Schoenstatt, en dictadura, les decía soy niñita, ¿qué futuro tenía eso? Me mandaron a un siquiatra, que dijo que yo estaba deprimido, pero no existía la palabra. Siempre tuve la certeza de que era mujer.
¿Cómo recibió su entorno su tránsito?
Hubo amigos que no pasaron la prueba, gente que no estuvo a la altura y tuvo que quedarse fuera dolorosamente.
¿Y su madre?
Eso fue un trabajo y la escritura ayudó harto. La relación estaba cortada.
Ya la retomaron, ella leyó la novela.
Sí. Ella retomó la relación, ella necesitó un tiempo para procesar esto. Me sirvió mucho leer la novela En la tierra somos fugazmente grandiosos. Es un libro de un autor de origen vietnamita que le escribe una carta a su mamá, que no sabe leer ni escribir. Esa lectura me hizo darme cuenta de lo vulnerable que es el lugar de la madre, ser mamá es el espacio de vulnerabilidad máxima. Me hizo darme cuenta de que ella también necesitaba su espacio y tiempo para vivir el duelo de su hijo mayor. Yo estaba feliz, y a mi mamá se le murió su hijo.
En la novela la madre también lo vive como un duelo.
Yo estaba muy en contra de la idea del duelo, yo no sentía una muerte, y creo que ese duelo es insuperable. Hay algo con la desaparición de una forma de vivir.
¿Cuál era la mayor dificultad para asumir su identidad?
Decir ser mujer en Chile el 2018 no era menor, estábamos en pleno estallido social feminista. Insertarse en un mundo femenino en el momento en que se está pensando lo femenino genera anticuerpos. Tú no eres mujer, tienes pene, has vivido 37 años con privilegios masculinos, eso no es ser mujer. No estaba solo la cuestión de la locura, sino el apropiamiento. Las marchas y el movimiento feminista se vienen generando hace mucho tiempo y evidentemente allí hay suspicacias hacia las mujeres transgénero que estamos empezando a aparecer. Rita Segato se demoró no sé cuántos años en decir las mujeres trans son parte del movimiento feminista, pero lo tuvo que pensar.
¿Aún observa resistencia hacia las mujeres trans?
Hay Terf (Feministas Radicales Trans Excluyente) en todos lados. JK Rowling es una escritora con mucho poder mediático que les habla a las mujeres biológicas.
¿Ud. siente esa diferencia con las mujeres biológicas?
No, pero cuando estuve en Bogotá hace poco, (la escritora) Carolina Sanín habló contra las mujeres trans, y Mariana Enríquez le prestó ropa…
En ese caso, Carolina Sanín y Mariana Enríquez recibieron una ola de comentarios agresivos. ¿Qué piensa de ese conflicto?
Carolina Sanín dijo que las mujeres trans venimos a ocupar lugares que las mujeres biológicas han ganado. Cualquier médico va a certificar que yo no soy lo mismo que una mujer biológica, y no pretendo serlo. Lo que pasa es que está esta cuestión de que yo vengo a ocupar un lugar que ha sido construido por las mujeres, y eso es delicado. Y lo otro es la cultura de la cancelación, que es una violencia que tampoco reconozco. A Carolina Sanín le removieron el contrato de edición y eso es coartar la libertad de expresión. Por otro lado, tengo claro que no soy lo mismo que una mujer biológica, no tiene que venir ella a recordármelo. Soy mujer transgénero y no pretendo pasar por mujer biológica.
La mirada de los otros
Para Ariel Richards el tránsito ha sido un proceso gozoso y de nuevos hallazgos. No solo cambió su apariencia, también la relación con su cuerpo y la forma de vivir la intimidad.
-Antes iba a la playa y no me bañaba, porque no me sentía cómoda con mi cuerpo. Ahora uso bikini y mi vida sexual es súper feliz. También me permitió acceder a otra dimensión en la amistad con mis amigos héteros, muy linda.
En el libro hay un episodio de riesgo. ¿Ha sufrido violencia?
No, pero me muevo en un espacio muy chiquito, entre Ñuñoa y Providencia. El hombre que era antes podía volver a las 5 AM solo. Ahora oscurece y soy la única mujer en la calle y siento algo amenazante.
Cambió su percepción del espacio público
Descubrí la mirada de los hombres, o sea, yo nunca entendí realmente lo que decían las mujeres de la mirada de los hombres hasta que me empezaron a crecer las pechugas y me empecé a ver como una mujer. Es muy agresivo en cuanto a lo intrusivo que es, y es una cuestión que no se acaba nunca. De pronto unos señores decrépitos, que están en sus últimas, pero encuentran una manera de dirigir la mirada al escote. El espacio público es muy amenazante para las mujeres y eso lo entendí con mi tránsito. No es un espacio seguro.
¿Qué le produce mirar hacia atrás, al hombre que fue?
Hay cosas que me producen extrañamiento. Leía cartas escritas con un pololo y el lugar desde el que están escritas ya no lo reconozco. No reconozco a la persona que escribió esa carta, aunque la caligrafía es la misma. Yo soy buena relectora, a Tabucchi me gusta releerlo, y mis libros de Tabucchi llevan el nombre Juan José Richards. Hoy no entiendo las marcas en ellos o por qué ciertas páginas tienen las puntas dobladas. ¿Son marcas mías o de otra persona?
¿Cómo cambió su relación con las mujeres?
Descubrí la sororidad, o sea, entrar a un baño llorando y que te pregunten si estás bien. Eso no pasa entre los hombres. Hay una cultura del cuidado entre las mujeres, pero el mundo de las mujeres también es muy competitivo. Las mujeres pueden ser terribles. Están las sororidades y las competencias.
En la novela, Juana reflexiona sobre la niñez. ¿Qué le pasa al mirar sus fotos de niño?
Veo una niñita, veo mis juegos, mi memoria corporal, y ahí ya estaba el deseo de ser ella.
¿Qué ha sido lo más duro es su tránsito?
Nada, o sea, la misma dificultad de conectar con mi mamá fue desafiante, y me siento muy autora de haberla recuperado. Lo duro fue lo otro, vivir como una persona que no era, y fueron 37 años.
¿Está de moda el mundo trans, declararse transgénero?
Hoy hay una mayor visibilidad del tema trans. Por un lado no voy a negar que el mercado todo lo coopta, y si hay una emergencia trans lo puede cooptar. Pero sí hay una mayor visibilidad de las personas transgénero y eso permite que otras personas se atrevan a ser.
¿Qué piensa del tránsito de género en niños?
Puede ser apresurado darle hormonas a un niño, pero una vez que te nombras hay una permanencia. A mí el nombre Ariel me viene acompañando desde 1988, cuando vi La Sirenita. Para mí, cuando ya hay un nombre, es muy raro que haya un arrepentimiento. Evidentemente hay exploraciones de género, sexuales, ahora está de moda que los chicos se pinten las uñas, pero la identidad, cuando te identificas con un género y un nombre distinto al que te asignaron, y eso permanece, no hay vuelta atrás.
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