Ha comenzado el proceso de superposición de poderes que, más o menos, se veía venir con el abigarrado calendario de elecciones que la pandemia le regaló al año 2021. Diez elecciones en un plazo de seis meses es más de lo que la psicología de las instituciones puede resistir. No hay cómo evitar que un vértigo se sobreponga con otros.
Los alcaldes, por ejemplo, fueron elegidos en mayo y asumieron el lunes pasado. En el intertanto -vamos a suponer- estuvieron encerrados, como casi todo el país, y habrán copado su agenda de reuniones virtuales, multiplicados como nunca antes en sus “cámaras de eco”. En muchos casos, saboreando la primera victoria política de sus vidas. Por eso no es extraño que algunos hayan querido ser sumamente expresivos en sus ceremonias de asunción.
El mismo fenómeno, quizás amplificado por la percepción de lo histórico, se ha presentado en numerosos miembros de la Convención Constitucional, que se instala hoy. Es dudoso que algunos de esos convencionales sopesen lo que significa, por ejemplo, exigir aumentos presupuestarios en un país con bolsones inéditos de desempleo y un probable retroceso en sus niveles de pobreza. Por justificado que termine siendo, es extraño plantearlo antes de instalarse en sus sillones y saber exactamente en qué consistirá el trabajo. Ya vendrán las encuestas a calificar los excesos.
De momento, las diversas exigencias planteadas en torno a la Convención reflejan un cierto desborde de expectativas: desde necesidades estrictamente personales hasta ambiciones ideológicas de talante totalizante. Algunas de esas expresiones parecen concebir a la Convención como un poder que desde hoy pasará a ser superior al Ejecutivo, al Legislativo e incluso al Judicial. El rechazo a la presencia de esas autoridades en la ceremonia inaugural tiene algo de eso: de autonomía, sí, pero también de superioridad. Lo que suena a confusión entre medios y fines. Una Constitución será el artefacto superior de la institucionalidad republicana. Pero cuando exista.
La finalidad única de la Convención es redactar una Constitución. Dicho de otra manera: es lo único en que no puede fallar. Pero no está descartado que falle. Como el pensamiento mágico abunda en la política, estas cosas no se dicen, como para que no se produzcan, pero la situación es que la Convención puede fallar, no una, sino dos veces: la primera, si no logra producir un texto concordado en el plazo extendido de doce meses; la segunda, si entrega un texto que sea rechazado por la ciudadanía en el plebiscito de salida, 60 días después de su entrega oficial.
La Convención se cruza débilmente con el nuevo poder municipal, recién instalado; y en unos días más, el 14 de julio, con el poder regional, tan debutante y novedoso como los convencionales: los gobernadores elegidos por primera vez, que vendrán a reclamar el espacio de las regiones en el debate nacional.
Otra tromba paralela y crepitante se está superponiendo en estos mismos días: las primarias parlamentarias y presidenciales del 18 de julio, que definirán dos candidaturas: la de la alianza de izquierda dura, el PC más el Frente Amplio, y la de la coalición de la derecha, RN más la UDI más Evópoli. Por esta vez, ni siquiera se sabe todavía si los que salgan de aquí serán los candidatos más eminentes, porque aún falta saber qué será de la centroizquierda, que ha entrado en el momento más hamletiano de su historia: no sabe a quién matar ni a quién ungir y duda de todas sus capacidades, a pesar de que el miércoles 14 asumirá el gobierno de 10 de las 16 regiones. De modo que la oferta presidencial sólo se conocerá realmente el 23 de agosto, fecha límite para la inscripción de las candidaturas.
¿En que estará la Convención Constitucional para esa fecha? ¿Habrá logrado la normalización, se habrán estructurado los bloques que hoy sólo son cuadros de Zoom, tendrá ya un reglamento o seguirá enredada en las cuestiones procedimentales? ¿Tendrá una mesa directiva que interactúe con los otros poderes del Estado, al menos para constatar que siguen ahí?
Queda más. En noviembre se elegirá un nuevo Congreso, que, a diferencia del actual, se sentirá menos a la defensiva, más legitimado y en buena medida remozado, aunque sea solamente porque 43 de sus figuras históricas (38 diputados y 5 senadores) no habrán podido postular a una nueva reelección. Es difícil que este cuerpo -que, es cierto, asumirá recién en marzo del 2022- quiera renunciar a sus facultades; al contrario, es más probable que busque incidir en la fase final de la Convención para aumentar los poderes que tiene en la Constitución vigente. Lo mismo hará, con toda probabilidad, quien haya obtenido la presidencia de la República.
Y entonces se repiten las preguntas: ¿en qué estará entonces la Convención? Hay varios calendarios circulando, que establecen las etapas que podría (o debería) seguir el debate constitucional. Ninguno coincide con otro. Marzo parece una fecha demasiado distante. Y no lo es para quienes están entrando en alguno de los torneos de noviembre.
Por último está el Covid-19, del que ningún candidato se hace cargo, como si fuese seguro que se extinguirá con el gobierno de Piñera. ¿Qué deseos se esconden tras tantas omisiones?
Visto el panorama de esta manera, ¿tienen tanta importancia las refriegas sobre la instalación de la Convención Constitucional? No toda la que parecen. Pero en una dimensión pueden tenerla: en fijar el clima para su funcionamiento. A derecha y a izquierda hay no pocos interesados en que fracase. Dentro de la Convención también los puede haber. El futuro no está clavado.