Atrapados en el estallido
A los vecinos de los edificios de calle Carabineros de Chile les cambiaron el barrio. Desde finales de 2019 han tenido que acostumbrarse no sólo a disturbios y protestas, sino que también a las consecuencias sicológicas de vivir en una zona que, a casi dos años del estallido, aún no se calma.
El estallido social aún no ha terminado para Carolina Carrasco (41). Su departamento, ubicado en el piso 12 de un edificio en la calle Carabineros de Chile, tiene una vista panorámica desde ahí hasta Plaza Baquedano.
Son las cinco de la tarde del jueves 28 de julio. Por la ventana de su pieza mira a su derecha y ve la rotonda de Plaza Italia:
-Allá no pasaba nada. Por eso decían que la violencia era mentira, si lo que había ahí eran marchas pacíficas.
Luego hace una pausa, se gira a la izquierda y apunta a la intersección de las calles Ramón Corvalán y Carabineros de Chile.
-Aquí era donde ocurría todo.
Carolina Carrasco tenía a su hijo mayor de tres meses cuando, en 2008, llegó a ese edificio junto a su exmarido. De ahí en adelante nacieron sus otros tres hijos, de 10, nueve y siete años hoy. Su departamento de 75 metros cuadrados tiene un baño y tres piezas: la suya, otra en donde duermen sus tres hijos menores en un camarote y una tercera, más pequeña, donde duerme Felipe, su hijo mayor. La ventana de esta última habitación está perforada por un balín que entró en noviembre de 2019 y que Carrasco tapó con cinta adhesiva transparente. Lo mismo hizo con la ventana del living que da al balcón.
El departamento no es de ella. La propiedad es de sus exsuegros que, según explica, durante la segunda administración de Michelle Bachelet quedó exenta del pago de contribuciones. Por eso, hoy solo tiene que pagar cuentas y gastos comunes. Lo hace trabajando en varias cosas: a pesar de que estudió Contabilidad y trabajó en eso sus primeros años como profesional, con la maternidad se dedicó a ser dueña de casa. Ahora último estaba vendiendo ropa deportiva, haciendo fletes a conocidos y vendiendo algunos muebles usados que tenía guardados.
-Mira esas ventanas del frente. Abajo. ¿Las ves? Siguen igual, nadie las ha arreglado.
Cada vez que escucha ruidos en la calle de su edificio, Carolina Carrasco se angustia. Hasta hace poco tomaba cinco miligramos de Alprazolam, un ansiolítico para el trastorno de ansiedad y pánico, que usaba cuando a las fiestas en el Parque San Borja llegaba demasiada gente o cuando había manifestaciones en Plaza Italia.
Ella no era así antes, dice. Los últimos tres años que ha pasado sola en su departamento, junto a sus hijos y tres gatos, la dañaron. O eso cree. Estar alerta a cualquier ruido o acción que ve desde sus ventanas se ha vuelto parte de su rutina.
-¿Ves a ese cabro haciendo grafiti?
Un joven haciendo un rayado en una cortina metálica de un local, las ventanas quebradas de un negocio y un par de autos circulando son lo único que ocurre un jueves a las cinco de la tarde en la intersección de la Alameda con Ramón Corvalán. Pero a pesar de que no pasa nada, Carolina Carrasco sigue viendo por la ventana las imágenes del 18 de octubre de 2019.
-Lo fuimos notando de a poco, mirando los humos que iban saliendo desde no sabíamos dónde. Ese día recuerdo que me paseaba de la ventana de mi pieza al balcón, del balcón a la pieza. Y grababa, eso era lo único que hacía. Era una sensación de que tienes que hacer cosas domésticas, pero no puedes dejar de estar pendiente.
Sus hijos tampoco dejaban de mirar y empezaron a hacer preguntas. Carrasco no los dejó asomarse más.
-No sabía cómo explicarles lo que estaba pasando.
La escopeta y las piedras
Hasta antes del estallido, Carolina Carrasco disfrutaba los atardeceres desde su ventana. Le gustaba ver cómo los castaños se mezclaban con los edificios antiguos de la Alameda y cómo, en primavera, los árboles florecían entre la Iglesia de Carabineros y la entrada del Parque San Borja. Podía pasarse horas disfrutando de la vista y tomando fotos que subía a su cuenta de Facebook.
Esa era una de las razones por las que, junto a su entonces marido, escogieron vivir ahí. Carrasco nunca había vivido fuera del sector de Santiago Centro y Recoleta. Ella, hija de un trabajador de una imprenta estatal y de una dueña de casa, vivió su infancia en Bellavista, en un departamento que les pasó el Estado por el trabajo de su padre. Cuando se casó, a los 26, pasó a vivir a un edificio en calle Ejército y luego a su actual departamento.
Siempre le había gustado el barrio.
-El ambiente familiar que había aquí era bueno. Tú lo miras y, aunque desde lejos solo ves la Alameda con tráfico, por dentro había niños, vida familiar, músicos en los parques e incluso artistas. Me gustaba vivir aquí, porque me quedaba cerca del trabajo y también del Blas Cañas, el colegio municipal donde estudian mis niños.
El edificio de 125 departamentos de la calle Carabineros de Chile estaba lleno hasta antes del 18-O. Eso cuenta Alfredo Polanco (58), el conserje, quien trabaja hace 17 años ahí. La mayoría de los propietarios eran personas mayores, algunas pocas familias con niños y los arrendatarios, principalmente estudiantes.
Hoy ese edificio ya no es lo mismo.
A partir de octubre, la entrada de este se convirtió en el blanco de los manifestantes para resguardarse o sacar cosas para las protestas y enfrentamientos con Carabineros.
-Varias veces se metieron adentro, justo antes de la mampara de la entrada a la recepción. Una vez sacaron las cámaras y arrancaron una parte del portón para hacer una barricada -recuerda él.
Los turnos que hacía de ocho horas en conserjería tuvieron que alargarse, porque muchas veces, por las protestas, no podía regresar a su casa en San Joaquín. Era difícil, cuenta Polanco, porque el edificio estaba en la mitad de los enfrentamientos. Por eso, si antes del estallido trabajaba desde las 15.00 hasta las 22 horas, entre noviembre y febrero de 2020 entraba a esa misma hora, pero empezó a salir a las 7.00 am del día siguiente.
Lo que más le asustaba a Felipe, el hijo mayor de Carolina Carrasco, era cuando su mamá salía a comprar en medio de las protestas:
-Yo tenía 11 años el 2019. Para el Año Nuevo tratamos de salir, pero no pudimos por el olor a lacrimógena. Nos tuvimos que acostumbrar a eso.
El 2019 agarró a Carrasco con problemas. En 2018 pasó por una crisis compleja con su esposo, que terminó en su separación. Él dejó de ver a sus hijos, cuenta ella, y para octubre de 2019 ya vivía sola con los cuatro. Uno de los episodios más complejos, recuerda, fue en diciembre, cuando volvían los cinco de un funeral.
-Llegamos pasadas las cinco de la tarde. Como el edificio estaba en la mitad de los enfrentamientos, el portón por donde entrábamos los autos estaba encadenado. Nos quedamos ahí, esperando a que nos abrieran, cuando nos comenzaron a apedrear. Yo me bajé para decirles a los manifestantes que estaba con niños dentro del auto. Ellos me gritaban ‘¡mamá súbete, súbete!’.
A partir de entonces, Carolina Carrasco decidió encerrarse en su departamento y salir lo menos posible. Había días en que no se atrevía a mandar a sus hijos al colegio porque, explica, era peligroso salir.
Su rutina pasó a estar dentro de su casa. A los únicos que recibía era a algunos técnicos de canales de televisión que arrendaban su balcón para grabar imágenes. Ella les cobraba $ 50 mil pesos por dos horas. Pero ni siquiera la altura del piso 12 de su departamento los protegía de los disturbios. Carrasco recuerda que un día, cansados de tanto llamar a Carabineros, un grupo de vecinos de varios pisos comenzó a tirar botellas para que dejaran de molestar. Fue entonces que los balines impactaron su ventana.
Su hijo, Felipe, dice que ese no fue el episodio que más lo traumó:
-Veníamos de vuelta del colegio cuando nos encontramos a un grupo de escolares haciendo una barricada. Yo venía caminando solo y en la vereda de enfrente mi mamá con mis hermanos. Fue ahí que un carabinero me confundió con un manifestante y me apuntó con una escopeta.
Zona de guerra
Tanto Alfredo Polanco como Carolina Carrasco coinciden en que durante los primeros meses del estallido social hubo un éxodo de vecinos.
-Cada vez había menos gente que vivía en el barrio. Muchos de los que vivían en este edificio se fueron a parcelas o casas en la playa que tenían como segunda vivienda. Otras personas se fueron donde sus familiares y los arrendatarios simplemente se cambiaron de sector.
Polanco cuenta que al menos 30 departamentos fueron desocupados entre 2019 y principios de 2020. Muchos de ellos fueron universitarios que dejaron de arrendar ahí. Incluso, dice, el precio de estos bajó: si antes de octubre de 2019 el arriendo de uno de tres piezas y un baño costaba entre $ 450 mil y $ 500 mil pesos, entre los meses siguientes y el 2020 bajó, en promedio, a $ 300 mil y $ 350 mil. Desde 2021 que de a poco han vuelto a subir. Aunque Marcelo Bauzá, académico de la Facultad de Estudios Urbanos de la UC y fundador de Inciti -una plataforma para el mercado inmobiliario-, explica que no ha sido tanto por el deterioro del sector.
-Ese barrio hoy es una zona de sacrificio. Si no hubiera habido estallido, indudablemente estarían más caros. De todas maneras le ha pegado al valor todo lo que ha pasado -explica él.
Carrasco también ha pensado en irse. El tema es que por costos no podría cambiarse a otro departamento. El hecho de no pagar alquiler es un alivio para ella, pero de todas formas tiene que arreglárselas para llegar a fin de mes: hoy vive con los ingresos de sus ventas, la pensión de su exmarido, los retiros del 10% y las ayudas económicas del Subsidio Único Familiar que ha recibido del Estado.
-¿Quién me va a recibir con cuatro niños y tres gatos? Mis papás ya están viejos y en el departamento en el que viven en Recoleta no cabemos. Mis hermanos casi todos viven en Papudo. No tengo a dónde irme.
Las cuarentenas del primer semestre de 2020 fueron un respiro para su familia. Los disturbios se acabaron por un tiempo y Carrasco cuenta que pudo dormir tranquila. El problema es que las consecuencias de salud mental empezaron a asomar, sobre todo con su hijo mayor.
-A Felipe le han venido varias crisis de pánico, los dos tuvimos que iniciar un tratamiento psicológico en la Estación Médica del Parque Forestal. A los más chicos, les pasa que están más asustados: al más mínimo ruido de una sirena me empiezan a preguntar qué está pasando y gritan ¡mamá ahí, vienen los encapuchados!
A pesar de que a Carolina Carrasco siempre le ha gustado estar más en su casa que salir, lo que más le duele de todo el deterioro de Santiago Centro es haber arrastrado a sus hijos a esa soledad. Para ella, el encierro partió mucho antes que el inicio de la pandemia. Especialmente porque salir a pasear con sus hijos se volvió inseguro.
-En mi calle había pasto, había ligustrinas, árboles frutales. Todo eso ahora no existe, solo hay rayados por todos lados. Es como vivir en una zona de guerra. Mira esos cabros cómo se están volando allá con la pipa de tubo pvc. ¿La ves? Eso es pasta base. Están consumiendo pasta base en la mitad de un parque del centro de Santiago -comenta.
Carolina Carrasco está sentada en una banca frente al monumento a los Mártires de Carabineros de Chile. Entre barreras de hormigón rayadas, mientras mira a su alrededor, comenta que le preocupa lo que pueda ocurrir en su barrio después del plebiscito. El resultado, concluye, le es indiferente. Gane la opción que gane, la única certeza que tiene es que la noche del 4 de septiembre no podrá dormir tranquila.
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