Bernardo Larraín: “La palabra crecimiento se va a reivindicar, pero vamos a hablar de un crecimiento distinto”
El presidente de la Sofofa cree que la pandemia aceleró transformaciones para las cuales Chile no se está preparando, y que “pueden dejar a algunos abajo del bote”. Su temor es que enfrentemos el día después de la emergencia con las mismas inercias que entorpecían el debate el día antes. También analiza el poder que han tenido los empresarios desde la vuelta de la democracia, invita a desdramatizar el plebiscito de octubre y se explaya con entusiasmo sobre el que ha sido su sello como dirigente empresarial: entrar a la cancha pública, “bajándonos del pedestal de superioridad al que muchas veces nos subimos”.
El presidente de la Sofofa cree que la pandemia aceleró transformaciones para las cuales Chile no se está preparando, y que “pueden dejar a algunos abajo del bote”. Su temor es que enfrentemos el día después de la emergencia con las mismas inercias que entorpecían el debate el día antes. También analiza el poder que han tenido los empresarios desde la vuelta de la democracia, invita a desdramatizar el plebiscito de octubre y se explaya con entusiasmo sobre el que ha sido su sello como dirigente empresarial: entrar a la cancha pública, “bajándonos del pedestal de superioridad al que muchas veces nos subimos”.
Tal como ocurre con la crisis sanitaria, sobre la crisis económica sólo sabemos que lo peor está por venir. ¿Qué tan pesimista es usted?
Está muy difícil predecir. En lo inmediato, sabemos que vienen caídas de gran magnitud en el mundo y que Chile no va a escapar a esas caídas. Y hoy todo apunta a que las consecuencias económicas y sociales de la pandemia van a durar más de lo que se anticipó hace algunas semanas. Va a depender mucho de por cuánto tiempo se requieran estas medidas de restricción, que obviamente son la primera prioridad. Y también va a depender, como muy bien dijo Mario Marcel, de que el día después de la pandemia se encauce institucionalmente el debate que quedó pendiente del estallido social. Si las legítimas demandas sociales se vuelven a expresar violentamente, esta vez la economía va a venir con dos shocks a cuestas −el del estallido y el de la pandemia− y ya no tendremos las reservas para poder absorber un tercer shock.
Hay voces sociales que le reprochan tanto al gobierno como al empresariado la presunta voluntad de cuidar más a las empresas que a los trabajadores. ¿Cree que esa aprensión tiene sustento?
No, claramente no. Es un poquito simplista oponer el objetivo sanitario al económico. Resguardar el empleo y las remuneraciones de los trabajadores también es un imperativo ético para no generar una emergencia social después de la sanitaria. Y las medidas que se han anunciado van a la vena del trabajador. Algunas van directo a las familias y las otras no buscan el beneficio de tal o cual empresa, sino proteger el empleo que dan esa empresa y los proveedores que están detrás.
Los partidos de oposición pidieron la prohibición de los despidos.
Bueno, eso ya es presumir que aquí existe la magia. La empresa pequeña y mediana vive de la venta, ni la empresa ni sus propietarios tienen liquidez para aguantar uno o dos meses sin ventas. Y eso también ocurre con empresas grandes cuyos costos son muy altos. Piensa que la aerolínea Virgin Atlantic, de Richard Branson, que ha sido siempre muy reconocido por pensar en la sociedad y en sus trabajadores, tuvo que pactar con ellos un permiso sin goce de sueldo por los próximos tres meses. Ahora, en el caso de Chile, muchas empresas grandes –incluidas aquellas en las que yo participo− están preservando el empleo y las remuneraciones a pesar de lo golpeadas que están sus ventas. Y el llamado nuestro ha sido que las empresas que tenemos un colchón de liquidez no hagamos uso de los instrumentos del Estado, para que los recursos lleguen a las que más los requieren.
El domingo pasado, Daniel Matamala publicó en este medio una columna titulada “Por favor”, criticando que a los empresarios se les pida buena voluntad en vez de imponérseles políticas de Estado. Por la circulación que tuvo, parece que hizo algún sentido.
Pero es una caricatura hablar de “favor”. Un Estado puede perseguir sus objetivos por la vía legal y regulatoria, pero también buscando acuerdos con actores privados. Por ejemplo, se celebró en el mundo entero que Chile acordara con las empresas de electricidad la descarbonización de la matriz energética, y que el plan fuera mucho más ambicioso que el de muchos países que lo hicieron por la vía legal. Luego, ante esta pandemia, se llegó a un acuerdo con muchas empresas de servicios básicos −telecomunicaciones, energía, agua potable− para facilitarle la vida al 40% más vulnerable de la población. Aquí hay quienes piensan que necesitamos una ley por cada problema. Y estigmatizan el camino de la conversación, que muchas veces es más rápido y más eficiente. Ya hemos visto lo que demoran los proyectos en el parlamento, cómo se desvirtúan en el camino. Los mismos que critican a un gobierno que intenta medidas voluntarias, ágiles, son los que después atrasan proyectos de ley o les introducen indicaciones inconstitucionales y el objetivo termina desdibujándose.
Los anuncios de filantropía empresarial no han sido escasos en estos días, pero hicieron mucho más ruido el alza de las isapres y algunos anuncios de despidos. ¿Cómo interpreta que siempre primen las señales que refuerzan la mala imagen de los empresarios?
No sé si valido el supuesto que hay detrás de esa última frase que dijiste. La ciudadanía está mucho más exigente y todo actor que ostenta un cierto poder es objeto de un gran escrutinio que, naturalmente, se traduce en desconfianza. Y ha habido casos de muy malas prácticas –colusiones, uso de información privilegiada, relación entre dinero y política− que alimentaron esa desconfianza y fueron vergonzosos para nosotros. Pero, en general, creo que se ha percibido lo que hemos hecho en estas semanas. Tanto las muchas acciones de empresas individuales como la iniciativa colectiva que armamos en la CPC para apoyar al Estado –con la compra, por ejemplo, de 400 respiradores− y a fundaciones que tienen bajo su cuidado a adultos mayores. Siempre habrá personas que lo malinterpretan, pero no hay que inmovilizarse por eso. Si uno está convencido de que una acción es correcta, hay que hacerla, aunque sea calificada de lavado de imagen, de filantropía, de caridad… Siempre les ponen adjetivos a las acciones, sean virtuosas o no.
Hay mucha gente tratando de vislumbrar cuánto va a cambiar el mundo después del coronavirus. ¿Para qué cambios cree usted que nos debiéramos ir preparando?
Es un tremendo tema, porque vienen cambios grandes y no podemos sentarnos a esperar que ocurran: nos tenemos que anticipar.
La restricción de la movilidad aceleró tendencias que están llegando para quedarse y que van a desafiar muchas regulaciones y a muchas instituciones, partiendo por el Estado y la empresa. Y mi primera preocupación es que, por las inercias que arrastramos en el debate público, nuestro día después de la pandemia no sea muy distinto del día antes, lo cual nos impida enfrentar esos desafíos.
¿A qué inercias se refiere?
Por ejemplo, si frente al trabajo a distancia vuelve a aparecer una opinión como la que expresó el alcalde Jadue, que dijo “no, eso es sinónimo de precariedad”, obviamente estaremos construyendo ese día después desde las inercias del día antes. Lo mismo si la telemedicina sigue dependiendo de que Fonasa libere los códigos de prestaciones para esa modalidad, o si las universidades se resisten a integrar lo digital porque todo tiene que ser presencial. Y también nosotros, el mundo empresarial, tenemos que romper ciertos dogmas y supuestos que generaban impedimentos al debate desde nuestro lado. Porque tampoco podemos pecar de optimistas: estas tendencias pueden dejar a algunos abajo del bote. Es fácil celebrar el trabajo a distancia desde un computador y no empatizar con aquel que trabaja en una bodega, y cuyos hijos no tienen cómo hacer las tareas que están haciendo mis hijos desde sus computadores.
El alcalde Jadue no es el único que teme una precarización del empleo en aras de la flexibilidad.
Nadie pretende que el trabajo a distancia o la flexibilidad de jornada se normalicen sin regulación. Lo que no es aceptable es que ni siquiera se permita la discusión porque cualquier cambio, por definición, es sinónimo de precarización. Y eso fue lo que pasó en los últimos años cuando se intentó legislar. Ahora se aprobó el trabajo a distancia porque verificamos la urgencia de permitirlo, justamente para extender los derechos laborales a quien trabaja en su casa. Y también se debiera extender la protección ante accidentes trabajando desde la casa. Ahora, esas regulaciones tienen que ser coherentes con las tendencias del mundo real, donde existen tantos esquemas de trabajo como proyectos de vida. No sacas nada con decir “la jornada debe ser exclusivamente la de 40 horas” si las realidades personales y productivas están diciendo otra cosa. Otra tendencia que se aceleró es la compra online, que en supermercados se multiplicó por 7 o 12 veces, según me dijo el gerente general de Walmart. Y si una cajera quiere pasar a organizar los pedidos online para preservar su empleo, hoy no podría hacerlo, porque su contrato dice que es cajera y no se permite la polifuncionalidad. Claro, eso se limitó cuando se suponía que el empleador agregaría muchas funciones y explotaría al trabajador, pero aquí se trata de adaptarnos a cambios que vienen sí o sí. Entonces, ¿mala suerte para las personas cuyo trabajo depende de la modalidad antigua? No. Tenemos que hacer la pega para que puedan subirse a ese carro.
Supongo que no coincide con Žižek en que producto de esta crisis va a caer el capitalismo. ¿Pero caerá el neoliberalismo?
Yo no creo que existan los “modelos”, pero hay un debate interesante ahí, que incluso se está dando en la cuna de ese capitalismo. El Financial Times dijo en un editorial que tendrá que haber cambios profundos, con un protagonismo mayor del Estado. Aunque el Economist, por su lado, manifestó su preocupación de que la necesaria intervención del Estado se quede más allá de la pandemia.
Según el Financial Times, la crisis evidenció la fragilidad del contrato social y ese no es un problema transitorio. Por eso propone volver a considerar los impuestos sobre la renta y la riqueza.
Ese debate es necesario, por supuesto. Y si Chile sigue en un proceso de desarrollo, va a tener que subir su recaudación. Pero ojo cuando hacemos comparaciones: los países escandinavos, cuando tenían nuestro actual nivel de desarrollo, tenían cargas tributarias parecidas a la nuestra.
Andrés Velasco ha hecho notar que Australia, cuando tenía nuestro ingreso per cápita actual, recaudaba cinco puntos más del PIB.
Puede ser más, no hay duda, pero no olvidemos que Australia recauda más para financiar un Estado mucho más moderno. Modernizar el Estado para que realmente entregue buenas prestaciones me parece más responsable y prioritario que seguir haciendo crecer aquello que no es eficaz. Y en el debate sobre la recaudación, pongamos todos los temas en la mesa. El sistema tributario chileno tiene dos puntos complejos: recauda más que el resto del mundo desde las empresas, lo que vuelve al país menos competitivo para atraer inversión, y también recauda más desde el IVA, que es un impuesto regresivo. ¿Y cuál es nuestra gran diferencia con todos esos países que admiramos? Que en Australia y en Europa el 80% de las personas paga impuesto a la renta. Aquí paga sólo el 20%. Pero esto es difícil de plantear, porque implica decir “bueno, para recaudar más hay que extender la base de personas que contribuyen”.
También se puede revisar cuánto termina pagando el 1% más rico.
Por supuesto. Y nosotros, desde que se inició la discusión tributaria, propusimos que se revisen y ojalá se eliminen muchas exenciones tributarias que al final benefician a los sectores más favorecidos. Y que transformemos esas exenciones en beneficios a la inversión y en bajar el IVA, que serían cambios muy positivos. Aun así, nuestro principal gap de recaudación con el resto del mundo está en los impuestos a la renta, y no tanto en la tasa como en la base de personas que tributan.
ENTRAR A LA CANCHA
Una consigna del estallido social fue que la gente que salió a la calle había perdido el miedo. ¿Cree que los empresarios le han perdido el miedo al proceso constituyente?
Yo espero que así sea. En Sofofa hemos dicho que como institución somos prescindentes ante las opciones del plebiscito, pero que ambos caminos abren oportunidades y son completamente válidos. Lo ha dicho también Juan Sutil (presidente de la CPC). Es muy importante que todos los actores que tenemos liderazgo desdramaticemos esto de que, si gana el Apruebo, es la refundación que nos conduce a Venezuela, y si gana el Rechazo, el inmovilismo total de volver al pasado. Eso le hace mal a la democracia. Si la política le ofrece a la ciudadanía dos opciones, es un mínimo de coherencia decir que ambas son válidas y que no hay ni precipicio ni paraíso en ninguna de ellas.
¿Cree que el empresariado ha tenido un poder excesivo en Chile desde 1990 a la fecha?
Entiendo que exista esa percepción, sé que es bastante extendida y probablemente justificada. El mundo empresarial tiene influencia en cualquier país, Chile no es una excepción. Ahora, a mí me ha tocado ejercer liderazgo desde 2005, no fui protagonista de los primeros 15 años de la transición, durante los cuales hubo una suerte de objetivo común con el poder político. Y en esa co-construcción, efectivamente el mundo empresarial fue protagonista y tuvo poder y lo ejerció. Algo de eso me tocó entre 2005 y 2010. En todo caso, yo creo que fue un poder bien ejercido. No creo que el hecho de tener poder merezca reproche en sí mismo, sino cómo se ejerce. De ahí que el sello que hemos querido marcar en Sofofa ha sido proponer que ese poder se ejerza con transparencia, a través de los conductos regulares. Y no limitarnos a trabajar con los equipos técnicos de tal o cual ministerio, sino que entrar a la cancha del debate público, con disposición a la crítica, bajándonos del pedestal de superioridad al que muchas veces nos subimos. Pero quiero insistir en algo: la colaboración público-privada, que efectivamente fue muy fuerte cuando volvió la democracia, no fue una decisión de los empresarios en el veinteavo piso de un edificio corporativo. Fue buscada por gobiernos que sopesaron muy bien que la transición a la democracia no debía sacrificar el desarrollo económico. Y hubo acuerdos tan positivos como la agenda procrecimiento que acordaron la Sofofa de Juan Claro con el entonces ministro Eyzaguirre. Eso permitió crear toda la regulación de libre competencia que hoy tiene el mismo estándar de los países europeos. Por cierto, esos espacios de colaboración no se podrían replicar hoy, y eso también lo digo en positivo.
¿Por qué?
Porque hoy tienes que hacerlo en forma totalmente transparente y participativa. El mismo Juan Claro, como trabajamos harto juntos, me ha dicho muchas veces “lo que yo hice en los tiempos de Lagos hoy no sería posible”. Y no es que lo hayan hecho de una mala manera, pero efectivamente en esa época era posible juntar equipos técnicos del mundo empresarial y de los gobiernos, acordar ciertas materias y luego someterlas a la opinión del parlamento. Hoy es fundamental hacerlo de cara a la ciudadanía, socializando el debate y con la participación de muchas organizaciones intermedias.
Y en ese intento de dialogar con la sociedad, ¿cómo se siente percibido usted, dada la desconfianza que pesa sobre los grandes empresarios y sobre los grupos sociales privilegiados?
Yo no tengo ninguna inhibición. Lo primero que dije cuando asumí en la Sofofa es que al país no le sirven empresarios colgados del travesaño para atajar goles. Le sirven empresarios que entran a la cancha de lo público y juegan en ella de forma transparente, tal como lo hacen otros actores hace mucho tiempo. En el fondo, mi mensaje fue: hemos perdido tiempo, nos encerramos en el perímetro de la empresa y quizás dejamos libre esa cancha para otros actores que lo han hecho muy bien y cuya legitimidad debemos reconocer. Ahora, los dirigentes no sacamos nada con hacer gestos simbólicos si los gerentes generales y las empresas no se mueven en esa dirección. En el mundo anglosajón, los empresarios y gerentes están mucho más activos en el debate público.
¿Y cómo le ha ido con eso?
Es un camino gradual, por supuesto, pero hoy no hay nadie que sostenga que esto de exponernos haya sido una mala decisión. Hace cuatro o cinco años, había gente que decía “cómo es posible que tú vayas a entrevistarte con un periodista del Clinic”, por ejemplo. Yo les decía “oye, si son profesionales que hacen bien su pega, quizás tú consideres que tienen un sesgo pero lo relevante es conversar, exponerse a las preguntas, no decir que no a ningún debate”. Porque si a la percepción de exceso de poder tú le sumas hermetismo, esa combinación es explosiva. Y creo que lo han ido entendiendo. Ya no escuchas tanto ese típico consejo: “Mira, qué bueno lo que has hecho, pero ojo, ten cuidado: te vas a exponer”. Además, hay una nueva generación de empresarios tomando el liderazgo de los gremios que estamos 100 por ciento alineados con este camino de entrar a la cancha. Y ojalá muchos se suban más pronto que tarde, porque mientras más tarde se suban, menos se van a adaptar al nuevo Chile.
Y cuando entra a esa cancha común, ¿no le dicen “usted es un Matte” y hasta ahí llega el diálogo?
No, al contrario.
“Converso con organizaciones de todos los sectores políticos y he constatado que esta disposición a dialogar rompe muchas barreras. También soy activo en redes sociales, me critican, respondo y muchas veces pasamos a una conversación interesante. Es sano que el ciudadano tenga un cierto escepticismo y es sano que desde la empresa nos bajemos del pedestal de presumir perfección”.
¿Y con las organizaciones de trabajadores ha fluido el diálogo?
Hay un foro laboral que armó la CPC donde convergemos las ramas de la CPC, la Asech de la Ale Mustakis, la multigremial de Juan Pablo Swett y las tres centrales de trabajadores principales con excepción de la CUT: la CAT, la UNT y la central que formó Arturo Martínez (CTCH). Eso ha producido un espacio súper constructivo. Pero los cambios laborales también están cambiando mucho la lógica de la representación del trabajo. Siempre se supuso que la baja sindicalización en Chile era consecuencia de prácticas antisindicales del empresariado, pero hace mucho rato que eso no es así. Tan baja sindicalización hay en Chile como en Alemania o Estados Unidos. De hecho, las empresas grandes lo más que quisieran es que haya sindicatos fuertes.
Algunas.
No, de verdad, para las grandes es mucho más fluido conversar con un sindicato representativo. A las chicas quizás les genera más dificultades... Pero hoy, con la multiplicidad de tipos de trabajo, muchas personas están optando por relacionarse directamente con la empresa. Y así como ya no es viable que el presidente de la Sofofa se siente con el ministro de Hacienda a resolver el crecimiento, tampoco es viable que Juan Sutil o yo nos sentemos con una central de trabajadores y resolvamos el problema del trabajo. Los tiempos de las instituciones centralizadas que representan a todo su mundo están obsoletos. Y ahí tenemos un tremendo desafío como sociedad: volver a pensar la colaboración público-privada. En diciembre, un grupo de 35 personas −donde están Javiera Parada, Alejandro Aravena, Felipe Berríos− firmamos una carta y le hicimos una propuesta al ministro Briones: formar un Consejo Económico y Social. Es un espacio que existe en muchos países occidentales y donde convergen el mundo del trabajo, la empresa, la academia, etc., lo cual permite que sus propuestas gocen de mucha legitimidad entre los ciudadanos. Y también queremos armar un espacio de conversación más institucionalizado para repensar cómo se procesan las políticas públicas. Porque es evidente que necesitamos compatibilizar la participación con la capacidad de llegar a acuerdos, y las dinámicas políticas no nos están ayudando a innovar en ese sentido. Por ejemplo, si hay que modernizar una agencia del Estado, ¿por qué no tratamos de integrar el análisis experto con las soluciones que puedan plantear los mismos usuarios?
Hay quienes vislumbran, como efecto colateral de la pandemia, que el crecimiento económico va a ser pensado en función de otras prioridades, más asociadas a la calidad de vida. ¿Podría ser?
Yo creo que ahí van pasar dos cosas interesantes: la palabra crecimiento se va a reivindicar, pero también vamos a hablar de un crecimiento distinto. Porque una vez que la emergencia pase, se va a requerir un plan robusto para reactivar la economía. Y el crecimiento, más necesario que nunca, se va a volver un imperativo ético y de justicia más que una palabra economicista. Pero, al mismo tiempo, tendremos que hablar de un crecimiento más diversificado, con mucha más consideración por la sustentabilidad. Muchas urbes del mundo vieron cómo su aire se limpió en pocas semanas, cómo la flora y fauna recuperaron espacio, y eso puede abrir una reflexión. También hay quienes aventuran una revalorización de lo cercano, de la “vacación por aquí”, de tomar menos avión e ir a menos hoteles. Toda la industria del turismo va a quedar muy desafiada, porque el viaje de trabajo también podría bajar mucho tras haberse experimentado la potencia de las plataformas digitales para hacer reuniones. Y a lo mejor se puede anticipar un comportamiento más responsable en ciertos patrones de consumo, lo cual también va a generar empresas que caen, empleos que se pierden y empleos que se crean.
A propósito de crecer distinto, dijo en una entrevista que un país desarrollado es aquel “donde los ricos andan en transporte público y no donde los pobres sueñan con andar en auto”.
Lo que pasa es que en el pasado fuimos muy reduccionistas con el concepto de desarrollo, lo limitamos a la economía. ¿Por qué Inglaterra es un país desarrollado? Porque quien vive en un barrio acomodado usa el mismo transporte público que quien vive en un barrio de trabajadores, y ambos se demoran lo mismo en llegar al mismo parque. La ciudad es un buen termómetro del desarrollo de un país. Y si uno ve las grandes urbes chilenas, claramente nos falta mucho para que sean espacios donde realmente las personas quieran vivir y gocen de ciertas igualdades en calidad de vida: áreas verdes, transporte público y acceso a servicios de salud, de educación y culturales.
¿Cree que en La Dehesa se comparte este diagnóstico?
Creo que sí. Quizás no hay una suficiente conciencia de que sea un indicador de desarrollo como tal, pero sí se comparte el fondo. Cuando se paró el metro en noviembre, todos vimos el drama de personas que vivían a dos horas de su lugar de trabajo, lo mal que lo hemos hecho en planificar ciudades distanciando a quienes trabajan en guetos lejos del centro. Ahí quizás hubo mucho dogma que nos impidió planificar mejor. Sólo con tener un transporte público de excelencia, igualmente accesible si vives en La Dehesa o en Puente Alto, y espacios verdes equitativamente distribuidos, daríamos un paso gigantesco.
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