Antes de que un virus desconocido saliera de Wuhan al mundo, el pianista Boris Giltburg preparaba un proyecto extraordinario. En 2020 se cumplían 250 años del nacimiento de Beethoven y el eximio intérprete israelí se propuso conmemorar el aniversario con la grabación de las 32 sonatas del compositor alemán. A pesar de las limitaciones de la pandemia, Giltburg realizó su propósito: grabó y filmó todas las composiciones en se formato de Beethoven. “En verdad fue una experiencia que cambió mi vida”, dice, si bien el proyecto adquirió otro sentido.
-Mi idea era seguir los pasos de Beethoven, abordando cada sonata como si fuera la última, tal como lo habría hecho él mismo. Cuando comenzó la pandemia, el proyecto se transformó en algo diferente: una especie de salvavidas para mí en esos tiempos tan difíciles y estresantes, y un puente con el público que permanecía en casa, siguiendo esta travesía en línea -cuenta.
De este modo, “Beethoven resultó ser un compañero asombroso en un período de aislamiento: enérgico, afirmador de la vida, su música llena de calidez, luz y poesía. Este año estoy interpretando las 32 sonatas en concierto por primera vez; volver a este ciclo es una verdadera alegría que alimenta el alma”.
Precisamente la más célebre de las sonatas de Beethoven, Claro de luna, forma parte del repertorio que el músico interpretará en el concierto que ofrecerá el martes 26 en el centro cultural CA 660. El programa abarca también una selección de Preludios de Franz Liszt y la sonata N° 2 de Rachmaninov.
Nacido en Moscú, formado en Israel y radicado en Londres, Giltburg es hoy un artista sobresaliente, poseedor de una técnica depurada, premiado y distinguido por la crítica. Sus interpretaciones de Beethoven fueron destacadas por la Music Magazine de la BBC como “enormemente placenteras y, a veces, reveladoras”. A su vez, recibió el premio Opus Klassik, el más importante de la música clásica en Alemania, por la grabación de los cuatro conciertos de Rachmaninov. “Su originalidad surge de una convergencia de corazón y mente, acompañada de una técnica inmaculada y motivada por un amor profundo y duradero por uno de los más grandes compositores-pianistas del siglo XX”, comentó la revista Gramophone.
Boris Giltburg llega a Chile en medio de una gira de conciertos que lo ha llevado a República Checa, Francia y España, y que seguirá en Buenos Aires, Alemania, Noruega y el Reino Unido, donde se presentará con la Sinfónica de Londres en febrero.
El pianista regresa después de 10 años, cuando tuvo una aclamada presentación en el Teatro Municipal. Su debut en el país fue a inicios de la década de 2000 y cuenta con unos 17 mil seguidores chilenos en Spotify.
-Tengo los recuerdos más cálidos del país, de la amabilidad de su gente y de su público, al que recuerdo como culto y entusiasta. Chile también alberga algunos de los paisajes más hermosos que he visto: Osorno y la Región de Los Lagos, y aún más, quizás, Torres del Paine, que visité en mi último viaje a Chile. ¡Sigo soñando con hacer algún día un viaje de norte a sur!
Según entiendo, los compositores alemanes y rusos son sus favoritos, ¿la elección del programa para el concierto responde a esto?
Sí y no. Naturalmente, me inclino a incluir al menos algo del repertorio ruso en cada programa, pero en los últimos años también he intentado explorar otros mundos musicales, enfocándome en Ravel y Chopin, entre otros. El programa para Chile tiene un hilo conductor: tres sonatas de tres de los más grandes pianistas de su época: Beethoven, Liszt y Rachmaninov. Liszt interpretaba música de Beethoven en sus conciertos, y Rachmaninov tocaba composiciones de Liszt, por lo que pensé que sería interesante presentar a los tres en una misma noche. Las tres sonatas también se cuentan entre las obras más atmosféricas y cautivadoras del repertorio, combinando una brillante escritura pianística con una profunda y matizada comprensión del alma y las emociones humanas.
Sus interpretaciones de Rachmaninov han sido muy reconocidas y premiadas. ¿Cómo se relaciona con la música del gran compositor del romanticismo ruso?
La primera vez que escuché a Rachmaninov fue gracias a mi abuela, cuando tenía siete u ocho años; ella tocaba algunos de sus preludios, incluyendo el preludio en sol sostenido menor. Esa fue la pieza que me hizo enamorarme de él, y este amor no ha hecho más que crecer desde entonces. No me canso de sus melodías infinitamente bellas, de las armonías ricas y tan satisfactorias, de su forma única de escribir para el piano y de la profunda saturación emocional de su música; todos estos elementos se combinan en un lenguaje musical que me conmueve quizás más que cualquier otro compositor. Y no es solo una ola romántica de emoción: al observar sus partituras, se ve un intelecto agudo y preciso en acción, que conoce sus herramientas compositivas a fondo y las usa con un efecto inolvidable. Estoy en proceso de grabar todas sus obras, y espero que el último álbum salga en 2027.
La música y la guerra
La familia de Boris Giltburg aún vive en Israel, país que se encuentra en una ofensiva bélica en Medio Oriente. Es un tema sensible para el pianista y en el que prefiere no profundizar.
Entre sus grabaciones también destacan las Sonatas de guerra de Prokofiev. ¿Qué sentido tienen para usted hoy?
Las Sonatas de guerra fueron y siguen estando entre mis obras favoritas. Como adolescente, las encontraba geniales, cinematográficas, poderosas y muy impactantes, como historias musicales para disfrutar. Pero luego, al leer sobre los horrores del período en el que fueron escritas y, más importante, al empezar a entender lo que realmente es la guerra… Hoy las veo como algunas de las mayores creaciones artísticas del siglo XX en cualquier género o medio, y una experiencia desgarradora, tanto para interpretarlas como para escucharlas.
A propósito de ellas, ¿cree que la música puede ofrecer consuelo o ser refugio en momentos de dolor como una tragedia bélica?
Me gustaría dividir esta pregunta en dos partes: el poder de la música para brindar consuelo y si este poder podría (o no) tener alguna relación con los horrores de la guerra. En cuanto al primer punto, no quiero pretender que la música sea una especie de panacea que haga que nuestro dolor desaparezca mágicamente. Pero creo firmemente que en ciertas circunstancias –y estas circunstancias varían de una persona a otra– la música puede ofrecer una evasión o consuelo muy necesarios. Actúa sobre nosotros de formas que aún no entendemos plenamente, de una manera distinta de la que nos afectan las palabras escritas o habladas; tal vez, de una manera más inmediata y visceral.
En cuanto al segundo punto, sin embargo, me resulta imposible yuxtaponer este efecto con los horrores de la guerra de manera general. Hacerlo sería endiosar la música y trivializar el sufrimiento de los afectados por la guerra. Imagino que Prokofiev, como cualquier artista altamente sensible, compuso las Sonatas de guerra como una reacción a sus propias experiencias, y como un reflejo indeleble de las vivencias de su tiempo. También me vienen a la mente las palabras de Wilfred Owen, quizás el más grande poeta de la Primera Guerra Mundial en lengua inglesa: “Mi tema es la guerra, y la lástima de la guerra. La poesía está en la lástima. Sin embargo, estas elegías no ofrecen consuelo alguno para esta generación. Tal vez lo ofrezcan para la siguiente. Todo lo que un poeta puede hacer hoy es dar una advertencia”. En el original, la palabra que él usa es “pity”, que tiene variadas connotaciones que incluyen conmiseración y desconsuelo.
Claudio Arrau, nuestro máximo referente en el piano, creía que el pianista debía comprometer su sensibilidad, uniéndose con la música, para ser un gran artista. ¿Cómo lo ve usted?
Estoy muy de acuerdo, pero no veo en esto ningún tipo de compromiso o concesión; para mí, la partitura es la fuente absoluta de verdad. Es como una fotografía congelada de la imaginación del compositor, transcrita en la medida de sus (por lo general inmensas) habilidades. Dar vida a este esquema es de las mayores alegrías que experimento como intérprete. Siento una profunda verdad emocional en las obras de todos los grandes compositores, y cuanto más cerca pueda llegar a esa verdad en la interpretación, mejor creo que será. Dicho esto, ninguno de nosotros puede desaparecer por completo; la partitura, la música, sigue tomando vida a través de nosotros, y algo de nosotros mismos, de nuestros sentimientos y experiencias, inevitablemente se reflejará en cada interpretación de la noche.
¿Qué es para usted un gran concierto? ¿Es una experiencia frecuente?
Tocar con una orquesta es una experiencia maravillosa. Los compositores a menudo volcaron lo mejor de su inspiración en este género, dándonos obras brillantes, impactantes y con frecuencia muy intensas. La orquesta es a veces un compañero, un apoyo, un interlocutor, pero en ocasiones también es casi un desafío o un oponente; muchos conciertos contienen pasajes en los que el piano se enfrenta a las fuerzas unidas de 70-100 músicos, un momento emocionante. Pero, por supuesto, la colaboración es lo realmente gratificante al final, los momentos en los que el sonido del piano se funden sin fisuras con los vientos, las cuerdas y los metales. Me encanta tocar conciertos (como probablemente podrás adivinar a partir de lo anterior) y creo que representan entre el 30 y el 40% de mi programación de presentaciones.
La familia al piano
¿Qué recuerdos, imágenes o sonidos guarda de Rusia?
Recuerdo muy poco de Rusia de mi infancia, solo destellos de nuestro apartamento en Moscú y algunos otros lugares. Pero el idioma ruso, así como la literatura y la poesía rusas, formaron una gran parte de mi crecimiento; de alguna manera se convirtieron en parte de mi identidad, de mi ADN cultural.
Proviene de una familia de pianistas, desde su abuela a su madre. ¿Puede contarnos de su relación con esa herencia familiar?
A pesar de que vengo de una familia de músicos, mi madre nunca me presionó para tocar el piano. Al revés, fui yo quien insistió para que me diera lecciones cuando tenía cinco años. Me contó después que pensaba que ya teníamos demasiados pianistas en la familia y que yo debería dedicarme a otra cosa. Pero yo deseaba profundamente tocar el piano, así que después de algunas semanas, accedió y me dio las primeras lecciones. Tuve suerte de tener músicos en la familia, siempre tenía acceso a un instrumento y a una gran colección de partituras, y también podía escuchar música en vivo interpretada por mi bisabuela, mi abuela y mi madre.
En el programa La música que cambió mi vida, conducido por Gonzalo Saavedra en Radio Beethoven, el año pasado usted programó un tema de Metallica. ¿Disfruta la música rock?
Sí, me gusta, ¡principalmente como oyente! A veces realmente ayuda a aliviar el estrés o la frustración. Para ser sincero, diría que el rock y el metal forman tal vez del 5% de lo que escucho, con otro 5% de jazz, 5% pop y el 85% restante la música clásica.
¿Cree que la música clásica podría lograr la efervescencia o la euforia que logran generar los conciertos de rock?
¡Sí! Creo que la idea de que la música clásica deba ser entendida como respetuosa o contenida es, en gran medida, falsa. Pienso que las emociones humanas se han mantenido prácticamente invariables a lo largo de los siglos y que cada época musical trató de reflejar esas emociones de la manera más fiel posible. La intensidad de la música de Beethoven, Brahms, Tchaikovsky o Wagner es la misma que experimentamos hoy en día, y una vez que llegamos al repertorio del siglo XX -Shostakovich, Prokofiev, Bartók, Stravinsky, entre otros- también podemos establecer paralelismos con la música rock: mundos sonoros de la misma potencia explosiva y emoción desenfrenada. La experiencia del concierto es diferente, claro, en un concierto de música clásica el público no participa tan activamente de la interpretación como en un concierto de rock. Pero quizá esto se deba a que la música clásica no está amplificada; el silencio que pedimos al público es simplemente para que la música pueda escucharse plenamente. Si esto reprime la emoción sentida por el público es algo que no puedo afirmar. ¡Sin duda, es un tema interesante para discutir!
Sus seguidores chilenos en Spotify se duplicaron en el último año. ¿Qué piensa de eso y qué espera de esta nueva visita a Chile?
¡Es maravilloso saber que hay personas que escuchan mi música al otro lado del mundo! Tengo muchas ganas de volver a conectarme con el público chileno y, ojalá, de mantener una relación cálida en el futuro.
Sé que habla varios idiomas y además es traductor de poesía. ¿De dónde nace esta afición?
Es un pasatiempo que comenzó en mi adolescencia tardía. Traduje mucho al hebreo y, en este momento, estoy trabajando en la dirección opuesta: traduciendo poemas de la poetisa israelí Leah Goldberg y del escritor israelí S.Y. Agnon al inglés. Lo encuentro una experiencia profundamente gratificante (aunque siempre desafiante); amo los idiomas, amo escribir y amo la música y el ritmo que subyacen en cada línea de los grandes poetas y escritores.
Una de las novelas que me impresionó de S.Y. Agnon es Huésped para una noche. En ella habla del exilio, el retorno, la identidad y las tradiciones, entre otros temas. ¿Qué le dice a usted hoy?
Las cuestiones de hogar, pertenencia e identidad son algunas con las que he estado lidiando, de una forma u otra, desde que era niño. Nacer ruso, crecer en Israel, luego vivir en los Países Bajos y ahora en Londres, pasar entre seis y nueve meses del año viajando, puede –y a veces lo hizo– evocar una sensación de desarraigo, de no ser realmente parte de ningún lugar, o de no pertenecer verdaderamente a una comunidad. Mi antídoto a esto es un fuerte sentido de conexión con la gente, con mi familia y amigos cercanos: ellos son los puntos de anclaje que tengo y, en una expresión quizás trillada, mi hogar está donde ellos están.