Dos días después del estallido, cuando las calles aún humeaban, Carlos Peña ensayó una explicación de lo que entonces parecía difícil de explicar. Las protestas responden a tres factores, decía: una nueva generación que confía en su subjetividad como garantía de legitimidad, la lentitud en la expansión de los bienes de la modernización y, acentuada por lo mismo, una creciente sensación de desigualdad. Sentado en su oficina esta semana, el rector de la UDP confirma su tesis y recuerda una idea del gran crítico inglés del siglo XVIII: “Samuel Johnson decía que las sociedades no progresan de satisfacción en satisfacción, sino de deseo en deseo. Las sociedades cuando se modernizan entran en una dialéctica de progreso y posterior desilusión”.
Pensar el malestar: la crisis de octubre y la cuestión constitucional, el libro que publicó pocos meses después, profundizaba en esa idea: en los últimos 30 años el país vivió un proceso de modernización inédito, y se crearon expectativas que no fueron satisfechas. “Es la paradoja del bienestar: sabemos que cuando las sociedades mejoran, las expectativas cambian y la gente vive su realidad como frustrante”, dice.
A eso suma la cuestión meritocrática, agrega: “Chile ha generado una cultura meritocrática, es decir, la convicción de que la sociedad es mejor cuando distribuye recursos y oportunidades al compás de los esfuerzos que las persona hacen, y nosotros no hemos logrado estar a la altura de esa promesa. La sociedad chilena sigue siendo una sociedad de privilegios donde la cuna pesa demasiado”.
Probablemente uno de sus asertos más controvertidos fue caracterizar a la generación joven como anómica. “No es una generación que se deje llevar por ideales, sino que tienen intereses muy fuertes”.
¿Se multiplicó la educación universitaria pero esta no cumplió las expectativas?
Nunca antes en la historia de Chile tuvimos una generación más escolarizada. Hoy hay cerca de un millón de personas en educación superior, ¿por qué esta generación se siente frustrada? La literatura habla de bienes posicionales, bienes que proveen bienestar a condición de que sean pocos quienes los poseen, son bienes cuya función de utilidad es inversamente proporcional al número de quienes lo tienen. Los certificados universitarios son este tipo de bienes: proveen utilidad, satisfacción, alto estatus, altas rentas, a condición de que no sean para todos. Es la paradoja de la masificación. Esto les ha ocurrido a las nuevas generaciones.
¿Cómo se resuelve?
Es un problema que se ha dado en todos los países que han visto una masificación de la educación superior. Piensa en los indignados en España. Es la condición de la sociedad moderna: sociedades más escolarizadas, con más expectativas y más proclives a la frustración. El dato objetivo es que todos viven mejor, tal vez más frustrados. Pero esta es la mejor sociedad que podemos tener.
Un estudiantes de sectores populares que se endeuda y esfuerza...
Ya no se endeuda, seguimos mirando al sistema educacional como si timara a los estudiantes, y no es así. Esta es una universidad de excelencia y la mitad de nuestros estudiantes afortunadamente no pagan.
De todos modos demanda un esfuerzo familiar.
El coste alternativo de estudiar sigue siendo muy alto para los sectores populares.
Para ese joven que eventualmente después se encuentra con situaciones desventajosas, tal vez esta no sea la mejor sociedad.
Si hacemos el ejercicio de volver la vista atrás, evidentemente nunca tuvimos una generación más escolarizada y con mayor acceso a oportunidades, la paradoja es la frustración, y es inevitable. Salvo que exista el jardín del edén.
Hay quienes hablan de un Estado más solidario, un sistema que tal vez descanse menos en la meritocracia.
Por qué no descansar en la meritocracia, el valor del esfuerzo personal sigue siendo valioso. Es verdad que la sociedad distribuye las oportunidades al compás de factores que no dependen del esfuerzo, pero no incurramos en el extremo opuesto, que por acentuar factores estructurales acabemos con la idea de la responsabilidad individual. Si les enseñamos a los jóvenes que el esfuerzo no importa, porque el mérito es una mentira, que la cuna es la que tiene la última palabra, vamos a acabar suprimiendo la dignidad individual. Yo me resisto a eso. Por supuesto no hay que incurrir en la mentira que Platón llamaba la mentira noble. El esfuerzo tampoco tiene la última palabra, pero sigue siendo valioso el ideal meritocrático. Ahora, el proyecto modernizador de Chile requiere mejoras, no cabe duda. La principal de todas es que necesitamos de una sociedad que sea capaz de compartir el riesgo de la vejez y la enfermedad. Esto que Shakespeare llamaba las flechas del destino, que a todos nos van a alcanzar, hay que compartirlo, necesitamos una estructura más solidaria, pero en otras esferas de la vida hay que acicatear la individualidad. Revisen los grafitis de las calles, no es verdad que los jóvenes quieran vivir en arrecifes de coral donde todos se mueven iguales como peces uniformemente. Los jóvenes quieren grados de autonomía.
Dijo que la nueva Constitución podía tener un efecto terapéutico. ¿El trabajo de la Convención se encamina hacia allá?
El proceso constitucional es el camino que tenemos para mirar reflexivamente el tipo de sociedad que hemos construido, para tomar distancia reflexiva de lo que somos y ver cómo diseñamos instituciones que estén a la altura de las expectativas. Finalmente, lo que estamos viviendo es una crisis y tenemos que acercar la experiencia a las expectativas. Para eso el proceso constitucional es fundamental. De pronto importa menos el resultado que el proceso, porque es un proceso que nos ayuda a mirarnos con mayor reflexión. Desgraciadamente la Convención ha estado atrapada en buena medida por una cierta política de la identidad, quienes están allí en vez de sentirse ciudadanos, todos pasajeros de un mismo bote que reman para el mismo lado, pareciera que todos reclaman una identidad que los diferencia. La Convención les habla los gay, a los trans, mapuches, aymaras, a los animalistas, a los ciclistas, pero la sociedad como tal parece que dejó de existir. La idea de ciudadanía, de una condición común que compartimos, parece estar siendo desplazada del espacio público chileno, y parece que con la Convención tendió a acentuarse. Y no hay nada más lejano de una política de izquierda que eso: la política de izquierda es universalista, les habla a todos, y en eso coincide con el liberalismo. Pero hoy estamos en una política del particularismo.
Ha planteado que la Convención debería responder a la pregunta si podemos vivir juntos. ¿Cómo vislumbra esa respuesta?
Yo creo que la autocomprensión de la sociedad chilena ha cambiado. Entre el siglo XIX y el XX uno de los rasgos de la sociedad chilena es que había logrado comprenderse como una nación, una comunidad de memorias que hundía sus raíces en un mismo pasado. Esta comprensión entró en crisis, ya no nos comprendemos de la misma manera, la sociedad se entiende como identidades y orígenes diversos. Es sano advertir eso. Cuando una sociedad no tiene raíces comunes, significa que nuestra única posibilidad de construirnos como comunidad colaborativa es forjarnos un proyecto de sociedad que a todos nos entusiasme: el futuro compartido, cómo imaginar un futuro compartido. Renan solía decir que una nación no es una comunidad con un pasado, sino con un futuro común. Esa es la gran tarea pendiente que no hemos sido capaces de resolver.
¿Un proyecto de futuro común, lo ha escuchado en el debate presidencial?
Tenemos una elección presidencial con alternativas mediocres, francamente. Ni la izquierda ha logrado elaborar un proyecto atractivo que sea capaz de encarar las patologías de una sociedad que se venía modernizando, con grupos medios, emergentes, personas más autónomas. Más bien tenemos una izquierda dividida, una centroizquierda que abjura, se ve a sí misma gobernando el país y se avergüenza, y otra imagina un mundo sin capitalismo, pero no es capaz de decir cuál sería ese mundo. Y una derecha que se mueve entre Kast, que es una derecha conservadora y autoritaria que sigue creyendo en soluciones fáciles, y Sichel, un candidato que se mueve en la derecha como un allegado en casa ajena, una persona que sabe que no es de ahí y la derecha sabe que ni le pertenece, y así y todo es su candidato. Es una figura muy débil, es un hombre con virtudes para ser político, pero cometió el error de convertir su historia personal en su principal activo en política.
¿Es la Convención un retrato fiel de la sociedad?
No, me parece que en Chile hay un amplio número de personas. Según el informe Desiguales, un 60 % son grupos medios, si intentásemos caracterizar a esa mayoría
Es una clase media muy frágil...
Son grupos con pasado proletario, pero que ven su trayectoria de vida como fruto de su esfuerzo, grupos que han incorporado en el horizonte de vida familiar la educación superior, han accedido a prácticas de consumo, el consumo es una de las prácticas más liberadoras, era la experiencia que tenían las minorías; esos grupos medios han accedido al auto, a la casa propia, no ven su trayectoria vital como víctimas, como personas mal tratadas, abusadas por la élite abusadora. Ven su vida como fruto de su esfuerzo, y temo que ese gran grupo de chilenos no está representado ni en la política ni en la Convención.